Había
transcurrido media hora y Segundo seguía esperando la llegada de Francisco, desde
su mismísima suite, en un costoso sillón del living, con un pantalón de seda
gris y una camisa algodonada que uno de los custodios le había alcanzado porque
su ropa estaba empapada. Un custodio lo miraba desde el pasillo de entrada pero
no le hablaba. Francisco no le pagaba para hablar, sí para velar por su
seguridad o la de sus invitados, y Segundo, increíblemente, ya formaba parte de
su círculo íntimo, tanto que le había prestado la suite para que se cambiara la
ropa. Segundo perdía la mirada en unos cuadros dotados de magnificencia: una
docena de pinturas que colgaban de las cuatro paredes del living. La mayoría
abordaba temáticas paisajistas, paisajes desolados pero con encantos aunque
había uno que se destacaba por su parecido con el boxeador argentino “Ringo”
Bonavena. Cuánto dinero invertido en decorados había en esa suite. Todos los
muebles lucían impecables, tanto que hasta parecían recién sacados de fábrica.
Segundo estaba sentado en el extremo izquierdo de un sillón. Frente a sus ojos
relucían una mesa central baja, cuadrada y de dos cuerpos, y unos sillones
laterales que estaban acompañados por asientos complementarios, todos
repartidos a lo largo de una mesa central que tenía forma de una “u”. La
iluminación era tenue. Tan sólo dos veladores iluminaban el interior del
living, estaban instalados detrás de su espalda: proyectaban una luz tímida y
amarillenta que creaba sombras en una pared empapelada de colores azulados,
entre una biblioteca y un escritorio repleto de libros. El silencio era
absoluto pero comenzaba a sonar un teléfono, era el celular del custodio que,
en ese ínterin, atendía con su espalda apoyada en la pared del pasillo. Segundo
lo observaba pero no se paraba. Habrá hablado poco más de diez segundos hasta acercársele
para anunciarle:
—Arriba pibe,
que Francisco nos espera en el estacionamiento.