viernes, 9 de noviembre de 2012

Entrega nro. 23


Había transcurrido media hora y Segundo seguía esperando la llegada de Francisco, desde su mismísima suite, en un costoso sillón del living, con un pantalón de seda gris y una camisa algodonada que uno de los custodios le había alcanzado porque su ropa estaba empapada. Un custodio lo miraba desde el pasillo de entrada pero no le hablaba. Francisco no le pagaba para hablar, sí para velar por su seguridad o la de sus invitados, y Segundo, increíblemente, ya formaba parte de su círculo íntimo, tanto que le había prestado la suite para que se cambiara la ropa. Segundo perdía la mirada en unos cuadros dotados de magnificencia: una docena de pinturas que colgaban de las cuatro paredes del living. La mayoría abordaba temáticas paisajistas, paisajes desolados pero con encantos aunque había uno que se destacaba por su parecido con el boxeador argentino “Ringo” Bonavena. Cuánto dinero invertido en decorados había en esa suite. Todos los muebles lucían impecables, tanto que hasta parecían recién sacados de fábrica. Segundo estaba sentado en el extremo izquierdo de un sillón. Frente a sus ojos relucían una mesa central baja, cuadrada y de dos cuerpos, y unos sillones laterales que estaban acompañados por asientos complementarios, todos repartidos a lo largo de una mesa central que tenía forma de una “u”. La iluminación era tenue. Tan sólo dos veladores iluminaban el interior del living, estaban instalados detrás de su espalda: proyectaban una luz tímida y amarillenta que creaba sombras en una pared empapelada de colores azulados, entre una biblioteca y un escritorio repleto de libros. El silencio era absoluto pero comenzaba a sonar un teléfono, era el celular del custodio que, en ese ínterin, atendía con su espalda apoyada en la pared del pasillo. Segundo lo observaba pero no se paraba. Habrá hablado poco más de diez segundos hasta acercársele para anunciarle:
—Arriba pibe, que Francisco nos espera en el estacionamiento.