El mismo día
en que Segundo había huido despavorido de la mansión de Felipe, Francisco
ordenaba parar su coche en el estacionamiento del Casino Buenos Aires. La playa
de estacionamiento estaba repleta de vistosas luminarias, eran naipes
multicolores con forma de carteleras, todas numeradas, fervientes por encender
la ambición de los muchos jugadores que se acercaban al casino para apostar. Cientos
de automóviles estaban estacionados, entre ellos, el lujoso coche que un chofer
de Francisco estacionaba en el paraje número setenta. Dos custodios, los mismos
que lo habían escoltado cuando se había dirigido con Segundo al gimnasio del
Luna Park, y que también habían avanzado por la terraza la tarde que Segundo
invadió el hotel, lo acompañaban desde el asiento trasero, sentados del lado de
las ventanillas. El Casino estaba encallado —era un barco flotante— donde
comenzaba (o terminaba) el barrio Puerto Madero, en una de las dársenas que ya
había dejado de serlo, a unas veinte cuadras del hotel “La Estrella Fugaz ”.
Las aguas estaban turbias, contaminadas, y sobre ellas flotaban también dos barcazas
oxidadas que alguna vez habían sido aventureras del mar. Ellos seguían metidos
en el habitáculo del vehículo, sin dialogar, observando a esos apostadores que,
a lo lejos, formaban fila en la entrada del barco flotante, pero Francisco tenía
otra misión, claramente diferente. A pesar de ser un hombre duro como el acero,
estaba nervioso, sentía esos nervios en las piernas, en el pecho, en los
brazos, por eso estiraba las piernas desde el asiento trasero, para librarse de
esas sensaciones demoledoras que suelen quebrar a los más valientes. Estaba
llegando el momento de operar. Entonces metió la mano en el bolsillo del saco y
sacó una billetera, extrayendo luego un fajo de dinero para recordarles:
—Muchachos:
les dejo mil dólares para que coronen los números ordenados. ¿Cuáles eran?
—El ocho, el
treinta y el cinco —recordó un custodio, el que estaba a su derecha.
Francisco
asentía con la cabeza mientras repartía su dinero, en realidad entregaba dos
fajos de quinientos dólares cada uno, atados por unas gomitas elásticas.
—Muy bien.
Recuerden que no deben mirarme ni tampoco acercarse. Hagan de cuenta que no me
conocen, pero eso sí, nunca me pierdan de vista. ¿Quedó claro?
—De acuerdo,
señor —respondían los custodios en simultáneo.
—Suerte —le
deseaba el chofer, mirándolo por el espejito retrovisor del habitáculo.
—La suerte es
para los perdedores. De todos modos no venimos a jugar. ¡Bajemos ahora mismo!
Lo cierto era
que Francisco tenía ansiedad hasta en la planta de los pies. Bajaba del coche
una vez que sus custodios ya hacían pie en la vereda, un caminito recto y recubierto
de canto rodado que conducía a la puerta principal del Casino. Más allá de la
dársena, podían verse los coches y camiones que circulaban por la autopista con
destino al centro de la ciudad. Dante y Rengo —así llamaba a sus custodios—
encendían unos cigarrillos y comenzaban a marchar, dejando a su jefe algunos
metros retrasado tal cual lo habían planificado. A diferencia de ellos,
Francisco caminaba a paso lento por una calle asfaltada, pisoteando una marca
de neumático que alguna frenada imprevista había dejado al pasar. Habrá
caminado poco más de cinco minutos hasta llegar a la entrada del Casino. En ese
acceso estaba parada una morocha, exhibiendo sus encantos físicos con una
minifalda rojiza y un saquito del mismo color. Era exuberante y muy atractiva.
Con su mano izquierda sostenía un canasto, estaba ubicada por detrás de un arco
detector de metales. Los apostadores pasaban de a uno, respetando una fila que
conformaban unos diez o doce sujetos en total. Todos palpitaban números en sigilo,
y también dinero, excepto Dante y Rengo que ya estaban enfilados y compartían otros
intereses. Francisco los veía pero los ignoraba. Al llegar al arco, y ver como
sus custodios se perdían de vista al meterse en un túnel que conducía al barco,
sacó su llavero, un encendedor y el celular que podría emplear en caso de
necesitarlo. Estaba detenido frente al arco detector de metales y esa morocha
exuberante que le extendía el canasto y le sonreía:
—Buenas
noches, señorita —la saludaba muy tranquilo.
— ¡Bienvenido
al Casino Buenos Aires!
Pero atravesó
el arco y una chicharra comenzaba a sonar, era el sonido de una alarma
intermitente que reclamaba la atención de dos individuos trajeados de negro.
Ellos estaban parados a unos diez metros del arco, cerca de una casilla que
parecía un guardarropa.
— ¿Ese sonido?
—indagaba Francisco, desentendiéndose.
—Es la señal
de que usted lleva objetos metálicos —le explicaba la morocha.
—Ah, sí, son
mis venas… o mi abdomen de acero —reía con sutileza.
—Pase
nuevamente, por favor.
Francisco retrocedió
y volvió a pasar, esta vez con las manos en alto cual ladrón aguardando su
arresto. La alarma sonaba nuevamente pero, en esta ocasión, la morocha lo
tomaba del antebrazo y lo invitaba a pasar, diciéndole con una voz suave:
—Pase que
pronto será revisado.
Uno de los
muchachos de traje negro lo conducía a un pasillo alterno, portaba un
dispositivo similar a una linterna, en realidad era un artefacto que contaba
con un laser rojo en su extremo superior. El muchacho se comportaba con una
parsimonia magistral, y sin decir una palabra le pasó el dispositivo por las
piernas, siempre agachado, y luego subió por su cintura pero otra alarma
comenzaba a alertarlo al explorar el cinturón. Francisco llevaba puesto un
cinturón de plata.
— ¿Podría
deslizar el saco? —le sugería el muchacho con una voz ronca.
—Por supuesto
que sí.
Se corrió el
saco y el muchacho le volvía a pasar el dispositivo. Lo deslizaba con lentitud
por el vientre y la chicharra sonaba nuevamente. Todo parecía indicar que ese
cinturón no tenía empatía con el aparato. Francisco apoyaba las manos en su
cintura y contemplaba la agilidad con que el muchacho lo inspeccionaba.
Mientras tanto, una cámara de seguridad hacía su parte archivando las imágenes
dentro de un computador, operado por un analista de sistemas que ejecutaba sus
conocimientos informáticos desde una sala de control del Casino. En las casas
de juego todo está bajo control, nada se libra al azar aunque, justamente, sean
casas de azar. El muchacho observaba su cinturón pero no le hablaba.
— ¿Tanto
problema por un cinturón de plata? Es importado —se burlaba Francisco.
—Los
reglamentos de la casa indican que debemos revisar cualquier anomalía. Sepa
disculpar las molestias. Ahora sí que puede pasar. Mucha suerte.
—No che
—levantaba las manos—, la suerte es para los perdedores —y las bajaba—. Eso sí,
con respecto al control, no se haga problema que en mi hotel también solemos
controlar. A diferencia de ustedes usamos cámaras escáner, son más efectivas.
Francisco le
guiñaba con el ojo derecho mientras se acomodaba el cinturón. Ya había dejado
atrás a los empleados de seguridad, también a la morocha y al arco detector de
metales, tan sólo restaba caminar por ese túnel que comunicaba con el barco
flotante devenido en una casa de juegos de azar, por encima del agua turbia y
maloliente del riachuelo. Mientras lo recorría, reflexionaba lo ineficaces que
podían resultar los controles: habían revisado su cuerpo y olvidaron que dentro
de sus zapatos podía cargar peligrosidad.