Metros
adelante, sentados de frente en una mesa del restaurante, Segundo y Priscilla
se miraban enmudecidamente, no habían hablado desde que habían despedido a
Martina y su amiga, pero Priscilla ya no podía contener los interrogantes,
huían de sus labios porque necesitaba explicaciones:
— ¿Me podrías
explicar qué fue todo eso? —Él seguía sin hablarle—. ¿Segundo: quién era esa mujer?
Me estoy enojando —le terminaba diciendo al borde de los gritos.
Segundo estaba
sumergido en la marea de sus actos pasados, tampoco le salía una palabra pero comenzaban
a ser expulsadas tras un suspiro prolongado que casi termina apagando la llama
de una vela que estaba fijada en el centro de la mesada:
—Princesa,
mejor cenemos. Después lo hablamos. Eso sí, te pido disculpas por semejante mal
trago.
Le acariciaba
la muñeca. Priscilla había dejado caer su antebrazo derecho sobre la mesada,
entre la vela y una panera, y al ver que ella no decía nada le dijo “te
quiero”. Estaba aprendiendo a actuar, mucho más que ella que frecuentaba clases
de teatro. Sonreía pero se sentía solo. Estaba desorientado. A pesar de todo necesitaba
hallar una salida aleatoria, caso contrario su venganza sería frustrante.
Estaba atravesando una etapa crítica: las mentiras y sus riesgos, los recuerdos
del pasado, las traiciones del amor al amor, muchos sentimientos entrelazados
en un mismo momento, un mismo lugar. Quería estar solo o que el tiempo se
pausase. Como si fuera poco Priscilla le pedía explicaciones. Era un día gris
aunque la niebla se había esfumado. No se hablaban, solamente se miraban. La
velada se perfilaba para una cena sigilosa, de esos silencios que hasta parecen
hablar, acompañados por el bullicio de la gente que poco a poco ocupaba las
mesas del salón comedor. De fondo se escuchaba una canción de Paul McCartney
pero ellos no podían distenderse con su música. La mirada de Priscilla expresaba
incertidumbre, sus sentimientos habían entrado en la duda y las dudas
repercutían en su cabeza, no soportaba tanto silencio, necesitaba saber quién
era esa muchacha que los había sorprendido con tantas preguntas indiscretas,
necesitaba saber por qué había sido llamado con otro apellido.
— ¿Quién era
esa chica? —insistía con la voz quebrada.
Segundo
desataba los nudos del alma pero calibraba la mira de su imaginación, teniendo que
explicar lo inexplicable:
—Esa mujer que
nos sorprendió se llama Martina, una ex novia que hasta el día de hoy no supera
nuestra ruptura. Está desequilibrada, es egoísta y ya no sé qué hacer con ella.
Me persigue y eso está muy mal.
— ¿Te
persigue? —Dejaba caer las manos en su regazo, por debajo del mantel—. ¿Por qué
te llamó Segundo Noruega?
Y Segundo se
había quedado con la mano quieta sobre la mesa, ya no podía acariciar su
muñeca. Tampoco sabía qué decir, su sospecha había dejado de serla.
— ¿Me llamó
Segundo Noruega? —ponía cara de desentendido.
—Sí, te llamó
así, y no sólo eso, me calificó tu próxima víctima. ¿Podrías darme una
explicación?
—Claro que sí
—digería saliva atragantada—. Me llamaba Noruega, pero por el país… siempre
decía que tengo pinta de vikingo. Los vikingos eran noruegos. Se divertía mucho
imponiendo sobrenombres y ése era su preferido. Yo solía llamarla Martina
Rasputín, por su cara de rusa.
— ¿Y qué hay
con eso de la víctima?
—Es que ya te
expliqué, esa chica no quedó del todo bien, algunos cablecitos de su cabeza ya no
le funcionan. Son situaciones inexplicables, o pensándolo mejor, explicables:
ella está enamorada y no supera el abismo que nos distancia.
Martina se
cruzaba de brazos, de todos modos continuaba indagándolo:
— ¿Por qué
cortaron?
—Éramos una
pareja con altibajos, solíamos discutir en demasía. Encima ella es insegura, extremadamente
celosa y muy pero muy manipuladora —se callaba unos segundos—. Un día me hartó,
me saturó tanto que decidí terminarla por lo sano. Una relación sin libertad no
promete futuro.
Ella
transmitía la sensación de estar pensando mil cosas por minuto, pero ya no
cuestionaba lo inexplicable. Segundo, en cambio, había entrado en un estado de
alerta constante, pensando probables fundamentos que quizá tuviera que utilizar
para calmarla, ingeniosos conductos que la desviaran de semejante infortunio,
pero simultáneamente recordaba el rostro dolido de Martina y sufría, se sentía
un perdedor, un eterno miserable.
—Priscilla:
¿dónde está tu custodio?
— ¡Qué sé yo!
Supongo que en el estacionamiento —le respondía con altas dosis de irritación—.
Será mejor que me vaya, no me siento bien.
— ¿Estás
segura? ¡No te enfades! Podés preguntarme todo aquello que te despierte dudas.
No quiero que desconfíes de mí.
—Soy muy terca
—agarraba su cartera—. Me conozco lo suficiente y es por eso que prefiero
marcharme. Será mejor seguirla mañana.
—Pero mañana…
—alcanzaba a expresarle, viendo como se incorporaba y alejaba de la mesa.
Estaba
abandonando el salón a pasos acelerados, de su mano izquierda colgaba la
cartera. Caminaba en dirección al ascensor. Segundo la observaba, siempre
sentado como si tuviera las piernas atornilladas. No disponía de fuerzas ni coraje
para retenerla. Dos cuarentonas descarnadas lo observaban desde la mesa
contigua con los tenedores entre las muelas. Ni tiempo para hojear la carta le
había quedado. Había perdido el apetito. Tenía que hablar con Francisco antes de
perder el equilibrio.