En buena hora
se adentraba en el Casino flotante: rostros desanimados y portadores de una
angustia atroz egresaban del casino, expulsados por la potencia sonora de las
máquinas tragamonedas que aturdían cuanto oído las captaba con sus chillidos
intermitentes. Sus custodios estarían situados en el salón vip. Hacia ellos
iba. A medida que subía por unas escaleras, el ambiente olía a fragancias
desagradables pero en el casino sólo importaba distraerse y ganar, hasta las bellas
señoritas pasaban por desapercibidas.
El barco se
dividía en cuatro niveles: el primero alojaba máquinas tragamonedas; el segundo
concentraba a los crupieres, habilidosos especialistas en los lanzamientos de
bolillas y los atentados contra el ritmo cardíaco de los jugadores de ruleta
americana, y el tercero albergaba más paños color esperanza, cuadriculados por
treinta y seis números bicolores y otros treinta y seis sintetizados por el
cero, acompañados también por unas mesas donde se podía apostar al Póker, Punto
y Banca y Black Jack. Este último nivel tenía exclusividad, estaba habilitado
para aquellos afortunados que podían apostar con dólares americanos,
generalmente individuos que contaban con importantes cuentas bancarias o
disponían de abultados fajos de dinero en algunos sitios de sus casas, aunque
también solían elegirlo los turistas extranjeros, aventajados por la
devaluación del peso argentino (poco tiempo antes, el gobierno nacional había
decretado el fin de la convertibilidad entre la moneda local y el dólar
estadounidense). A Francisco no le importaba la condición monetaria porque su
bolsillo pesaba demasiado, y su misión, reitero, era otra. Subía por la
escalera hasta el segundo nivel, y esa escalera continuaba en otro nivel pero
bien al fondo había un ascensor. No lo pensó dos veces y a este último acudió,
demorando poco menos de un par de minutos en esperarlo y acceder al tercer
nivel. Las puertas corredizas del ascensor se abrían y las mesas de azar no
aparecían, aunque sí aparecía un letrero luminoso de color verdoso, con unas
letras negras que informaban la ubicación del tercer nivel: “subiendo por la escalera”.
Así fue como subió por esa escalera conformada por veinte escalones tapizados
con un alfombrado verde oscuro que conducían a la sala buscada, y recién ahí
pudo ver las mesas de azar. Las ruletas y bolillas estaban a la vista. Había
crupieres y gente vestida con elegancia. Hasta el ambiente olía diferente.
Muchos apostadores fumaban puros, otros cigarrillos, pero no se notaba, quizá
porque sus cuerpos estaban demasiado fragantes. Bellísimas camareras se
sucedían, alzando bandejas con tragos y fichas de propina. Desfilaban como
conejitas de Playboy entre ropa de alta costura, perfumes importados y un
conglomerado de idiomas parlados, creando una lengua tan compleja como la
mismísima humanidad que representaban. De una mirada, Francisco estimó que
estaban presentes entre cincuenta y setenta apostadores, sin embargo no ubicaba
a su presa.
— ¡No va más!
—ordenaba un crupier ante la apuesta desmedida de una cuarentona que jugaba a
la ruleta.
Todos los
jugadores concentraban sus miradas en las escurridizas bolillas de la ruleta,
como si persiguieran influenciarlas para que sus apuestas resultaran exitosas.
Al inspeccionar el quinto paño, Francisco tomó conocimiento de que sus
custodios jugaban en la anteúltima mesa de ruleta y detrás de ellos pasó,
ignorándolos como lo habían estipulado en la playa de estacionamiento. Ellos
también lo habían visto pasar pero miraban el paño y se desentendían de su
presencia. Francisco estaba tan concentrado que hasta olvidaba contar con
protección. Restaban cuatro paños y su presa no aparecía. Le faltaba visitar el
último paño: en esa mesa, dos sujetos de traje gris tapaban a un apostador que
poco a poco se dejaba ver entre sus espaldas trabajadas. El apostador vestía un
pantalón de vestir blanco y una camisa color lila, arremangada por debajo de
los codos, pero Francisco no lograba verle la cara porque el individuo tenía la
cabeza gacha en dirección al paño. Estaba apostando muchas fichas, todas
amarillas, pilones de fichas como torres amarillas. Francisco silbó bajo y pasó
por detrás del apostador, justo cuando el crupier detenía su apuesta con el
clásico “no vas más”. El hombre se erguía, recién ahí podía verlo de perfil. Era
Felipe Gianittore. Francisco se había detenido a unos cinco metros de su presa
y disimulaba su presencia desde la barra de un bar, parado entre dos taburetes.
Felipe estaba apostando en ese paño que, curiosamente, no compartía con otros
apostadores. A simple vista daba la impresión de que había alquilado ese paño,
o que al menos tenía exclusividad. Los individuos que lo escoltaban se
comportaban como custodios, no le cabían dudas de que lo eran. Ese mismo hombre
que había trabajado durante años con el padre de Segundo estaba situado a pocos
metros de su nariz. Francisco lo olfateaba, lo odiaba desmedidamente pero no
podía demostrarlo. Para relajarse comenzó a encender un puro, el único cigarro
que llevaba en el bolsillo de su saco. Expulsaba humo hacia sus mejillas como
una chimenea. En esos momentos, Felipe no hacía otra cosa más que maldecir,
acababa de perder la apuesta y el crupier barría con sus manos las fichas
apostadas. La banca había ganado. Francisco también había ganado, lo había
hallado, suspiraba y, con el puro aferrado a los dedos de su mano derecha, comenzaba
a acortar distancia dispuesto a presentarse, percibiendo que sus custodios lo
estudiaban y por momentos se inquietaban al verlo llegar.
— ¡Buenas noches!
—lo saludaba Francisco con mesura.
Era consciente
de que Felipe no le devolvía el gesto, también que los custodios lo observaban
con atención. Felipe le daba la espalda, tenía mala cara. Lo ignoraba, no era
para menos considerando la fortuna que la banca le había arrebatado, pero metía
la mano en el bolsillo del pantalón y sacaba un fajo de billetes verdes que
luego le hizo contar al crupier tras arrojarlos con furia en el paño:
—Cuéntelos que
quiero más fichas —le ladró cual perro maldito.
Desde el paño
contiguo, Dante y Rengo simulaban interés por sus apuestas pero estaban en constante
alerta. Los custodios suelen desarrollar sextos sentidos y ellos los aplicaban
a la perfección, como así también lo hacían los astutos custodios de Felipe.
—Buenas noches
—reiteraba el saludo—, ¿podríamos compartir el paño?
En buena hora
Felipe cedía, girando su cuerpo de manera brusca para mirarlo a los ojos y
saludarlo:
—Buenas
noches, caballero. El respeto merece respeto. No debería dejarlo jugar pero
este renacuajo es demasiado astuto y necesito marearlo.
—Veamos que
tan astuto es. ¡Color, por favor!, —le ordenaba Francisco al crupier, dejando
caer en el paño un fajo de dólares—. Son quinientos y quiero de las rojas.
Pero el
crupier apenas terminaba de contar el dinero que Felipe había arrojado, desbordado
de presión:
—Son mil
seiscientos dólares. ¿Quiere jugarlos?
—Todo en
fichas y del mayor valor.
En cuestión de
segundos, el crupier hacía entrega de todas las fichas pero, a diferencia de
las anteriores, éstas doblaban su valor. Felipe renovaba sus esperanzas con las
torres de fichas amarillas; Francisco seguía esperando su turno, viendo como el
crupier terminaba de armar los pilones de fichas rojas y los arrastraba con la
mano abierta. Con el clásico “juego”, comenzaban a apostar, chocándose los
brazos por momentos al apostar en los mismos casilleros. La bolilla había sido
lanzada y ya giraba por el cilindro. El tiempo de apuesta estaba por culminar. El
casillero número veintitrés no había sido apostado, estaba desolado, tanto era
así que Francisco lo advertía y con mucha sutileza se acercaba a Felipe para
murmurarle al oído:
—Coronemos el
veintitrés, ¿contempla su soledad?
—Me quedé sin
fichas —se lamentaba sin correr la mirada del cilindro.
—No importa,
aún tengo estas, quédese con la mitad.
Felipe lo
miraba plácidamente, y sin pensarlo dos veces las recogió y comenzó a coronar
el número indicado. Francisco no se quedaba atrás, ayudándolo a asfixiarlo. Le habían
apostado tantas fichas que resultaba imposible su identificación en el paño.
— ¡No va más!
—les anunciaba el atónito crupier.
El paño
parecía una cordillera, estaba cubierto de montañas de fichas. La bolilla
corría a menor velocidad, era inminente su caída en algún casillero. Felipe le
respiraba en la cara, tenía la boca abierta y despedía un aliento desagradable.
De pronto la bolilla picó en unos casilleros hasta clavarse y…
— ¡Vamos
carajo! —exclamaba Felipe muy exaltado.
La bolilla
había caído en el casillero número doce, número preferido que jamás había
salido en el último semestre de sus apuestas. Estaba eufórico, le había
apostado fuerte como en todas sus jugadas pero esta vez en mayor cantidad, y Francisco
le palmeaba la espalda, seguido de cerca por los custodios de traje gris que lo
observaban como leones.
— ¿Cómo se
llama? —le preguntaba Felipe.
—Reina,
Francisco Reina. ¿Y usted?
—Felipe
Gianittore. Este hombre me ha traído suerte —le comentaba a sus custodios—.
¿Sabe qué pasa? De un saque he recuperado tres cuartas partes de lo que perdí
durante una hora de juego.
—Si mi
presencia le aporta suerte, ¡bienvenida sea! —gesticulaba Francisco con
exageración.
—Claro que sí,
de ahora en más usted será mi cábala.
Se lo veía muy
contento con todas las fichas amarillas que ahora tenía en su poder. Francisco
había perdido la apuesta pero sacaba más dinero de la billetera. Quería fichas,
su apuesta se elevaba a los mil dólares.
—Tome estas
fichas —le cedía Felipe una torre de fichas amarillas—. Ha sido muy generoso.
Acéptelas, es una cortesía.
—No, por
favor. Es muy cortés pero no puedo aceptarlas.
—Por favor,
son suyas.
—Está bien,
las acepto, pero las apostaré al mismo número —le decía en voz baja como si compartiera
un secreto—, si sale el veintitrés repartimos la ganancia.
De inmediato se
estrecharon las manos en señal de pacto. El crupier lanzaba la bolilla, en esta
ocasión sin el clásico “juego”. El pobre hombre se había empalidecido, de hecho
su supervisor lo condicionaba con la mirada. Ellos seguían cubriendo el paño con
fichas, de norte a sur y de este a oeste, casi todos los números estaban
cubiertos. Felipe creía en las cábalas y había adoptado a su compañero
circunstancial como parte de ellas. La bolilla giraba en el cilindro con su
maratónica vuelta por la esfera de metal. El número 23 estaba colmado de fichas
rojas y amarillas, era el que más apuestas había reunido. Finalmente la bolilla
detenía su andar y caía en un casillero, esta vez sin sobresaltos.
— ¡No lo puedo
creer, Santo Dios! —vociferaba Felipe desorbitadamente, aferrándose al brazo de
Francisco.
—Le tenía fe,
¿vio?
—Colorado el
veintitrés —anunciaba el crupier con cara de desgano.
El estado de
ánimo de Felipe se resumía en la euforia total, era la primera vez que apostaba
tantas fichas a un número y encima ganaba. Con una sonrisa que hablaba por sí
misma, se volteaba y extendía los brazos, insinuándole un abrazo que Francisco
aceptaba sin parpadear:
—Usted es…
usted es increíble. ¿Tiene una idea cuánto dinero acabamos de ganar? —le
preguntaba sobre su hombro.
—Lo suficiente
como para reír durante toda una semana.
Y ahí nomás
Felipe rió por lo bajo y lo soltó para tomarlo de los antebrazos, tan contento
que la sonrisa de su cara no se desdibujaba ni siquiera de casualidad:
—Encantado,
Don Francisco.
—Encantado,
Don Felipe.
Mientras ellos
se elogiaban, el crupier calculaba las ganancias y se apenaba. Se sentía un
perdedor. Encima lo seguía de cerca el supervisor que, en esos instantes,
comenzaba a hablarle a alguien por unos auriculares, exteriorizando gestos de
preocupación, propios de alguien que ya estimaba una gran baja… en las arcas
del Casino.