jueves, 15 de noviembre de 2012

Entrega nro. 30


En buena hora se adentraba en el Casino flotante: rostros desanimados y portadores de una angustia atroz egresaban del casino, expulsados por la potencia sonora de las máquinas tragamonedas que aturdían cuanto oído las captaba con sus chillidos intermitentes. Sus custodios estarían situados en el salón vip. Hacia ellos iba. A medida que subía por unas escaleras, el ambiente olía a fragancias desagradables pero en el casino sólo importaba distraerse y ganar, hasta las bellas señoritas pasaban por desapercibidas.
El barco se dividía en cuatro niveles: el primero alojaba máquinas tragamonedas; el segundo concentraba a los crupieres, habilidosos especialistas en los lanzamientos de bolillas y los atentados contra el ritmo cardíaco de los jugadores de ruleta americana, y el tercero albergaba más paños color esperanza, cuadriculados por treinta y seis números bicolores y otros treinta y seis sintetizados por el cero, acompañados también por unas mesas donde se podía apostar al Póker, Punto y Banca y Black Jack. Este último nivel tenía exclusividad, estaba habilitado para aquellos afortunados que podían apostar con dólares americanos, generalmente individuos que contaban con importantes cuentas bancarias o disponían de abultados fajos de dinero en algunos sitios de sus casas, aunque también solían elegirlo los turistas extranjeros, aventajados por la devaluación del peso argentino (poco tiempo antes, el gobierno nacional había decretado el fin de la convertibilidad entre la moneda local y el dólar estadounidense). A Francisco no le importaba la condición monetaria porque su bolsillo pesaba demasiado, y su misión, reitero, era otra. Subía por la escalera hasta el segundo nivel, y esa escalera continuaba en otro nivel pero bien al fondo había un ascensor. No lo pensó dos veces y a este último acudió, demorando poco menos de un par de minutos en esperarlo y acceder al tercer nivel. Las puertas corredizas del ascensor se abrían y las mesas de azar no aparecían, aunque sí aparecía un letrero luminoso de color verdoso, con unas letras negras que informaban la ubicación del tercer nivel: “subiendo por la escalera”. Así fue como subió por esa escalera conformada por veinte escalones tapizados con un alfombrado verde oscuro que conducían a la sala buscada, y recién ahí pudo ver las mesas de azar. Las ruletas y bolillas estaban a la vista. Había crupieres y gente vestida con elegancia. Hasta el ambiente olía diferente. Muchos apostadores fumaban puros, otros cigarrillos, pero no se notaba, quizá porque sus cuerpos estaban demasiado fragantes. Bellísimas camareras se sucedían, alzando bandejas con tragos y fichas de propina. Desfilaban como conejitas de Playboy entre ropa de alta costura, perfumes importados y un conglomerado de idiomas parlados, creando una lengua tan compleja como la mismísima humanidad que representaban. De una mirada, Francisco estimó que estaban presentes entre cincuenta y setenta apostadores, sin embargo no ubicaba a su presa.
— ¡No va más! —ordenaba un crupier ante la apuesta desmedida de una cuarentona que jugaba a la ruleta.
Todos los jugadores concentraban sus miradas en las escurridizas bolillas de la ruleta, como si persiguieran influenciarlas para que sus apuestas resultaran exitosas. Al inspeccionar el quinto paño, Francisco tomó conocimiento de que sus custodios jugaban en la anteúltima mesa de ruleta y detrás de ellos pasó, ignorándolos como lo habían estipulado en la playa de estacionamiento. Ellos también lo habían visto pasar pero miraban el paño y se desentendían de su presencia. Francisco estaba tan concentrado que hasta olvidaba contar con protección. Restaban cuatro paños y su presa no aparecía. Le faltaba visitar el último paño: en esa mesa, dos sujetos de traje gris tapaban a un apostador que poco a poco se dejaba ver entre sus espaldas trabajadas. El apostador vestía un pantalón de vestir blanco y una camisa color lila, arremangada por debajo de los codos, pero Francisco no lograba verle la cara porque el individuo tenía la cabeza gacha en dirección al paño. Estaba apostando muchas fichas, todas amarillas, pilones de fichas como torres amarillas. Francisco silbó bajo y pasó por detrás del apostador, justo cuando el crupier detenía su apuesta con el clásico “no vas más”. El hombre se erguía, recién ahí podía verlo de perfil. Era Felipe Gianittore. Francisco se había detenido a unos cinco metros de su presa y disimulaba su presencia desde la barra de un bar, parado entre dos taburetes. Felipe estaba apostando en ese paño que, curiosamente, no compartía con otros apostadores. A simple vista daba la impresión de que había alquilado ese paño, o que al menos tenía exclusividad. Los individuos que lo escoltaban se comportaban como custodios, no le cabían dudas de que lo eran. Ese mismo hombre que había trabajado durante años con el padre de Segundo estaba situado a pocos metros de su nariz. Francisco lo olfateaba, lo odiaba desmedidamente pero no podía demostrarlo. Para relajarse comenzó a encender un puro, el único cigarro que llevaba en el bolsillo de su saco. Expulsaba humo hacia sus mejillas como una chimenea. En esos momentos, Felipe no hacía otra cosa más que maldecir, acababa de perder la apuesta y el crupier barría con sus manos las fichas apostadas. La banca había ganado. Francisco también había ganado, lo había hallado, suspiraba y, con el puro aferrado a los dedos de su mano derecha, comenzaba a acortar distancia dispuesto a presentarse, percibiendo que sus custodios lo estudiaban y por momentos se inquietaban al verlo llegar.
— ¡Buenas noches! —lo saludaba Francisco con mesura.
Era consciente de que Felipe no le devolvía el gesto, también que los custodios lo observaban con atención. Felipe le daba la espalda, tenía mala cara. Lo ignoraba, no era para menos considerando la fortuna que la banca le había arrebatado, pero metía la mano en el bolsillo del pantalón y sacaba un fajo de billetes verdes que luego le hizo contar al crupier tras arrojarlos con furia en el paño:
—Cuéntelos que quiero más fichas —le ladró cual perro maldito.
Desde el paño contiguo, Dante y Rengo simulaban interés por sus apuestas pero estaban en constante alerta. Los custodios suelen desarrollar sextos sentidos y ellos los aplicaban a la perfección, como así también lo hacían los astutos custodios de Felipe.
—Buenas noches —reiteraba el saludo—, ¿podríamos compartir el paño?
En buena hora Felipe cedía, girando su cuerpo de manera brusca para mirarlo a los ojos y saludarlo:
—Buenas noches, caballero. El respeto merece respeto. No debería dejarlo jugar pero este renacuajo es demasiado astuto y necesito marearlo.
—Veamos que tan astuto es. ¡Color, por favor!, —le ordenaba Francisco al crupier, dejando caer en el paño un fajo de dólares—. Son quinientos y quiero de las rojas.
Pero el crupier apenas terminaba de contar el dinero que Felipe había arrojado, desbordado de presión:
—Son mil seiscientos dólares. ¿Quiere jugarlos?
—Todo en fichas y del mayor valor.
En cuestión de segundos, el crupier hacía entrega de todas las fichas pero, a diferencia de las anteriores, éstas doblaban su valor. Felipe renovaba sus esperanzas con las torres de fichas amarillas; Francisco seguía esperando su turno, viendo como el crupier terminaba de armar los pilones de fichas rojas y los arrastraba con la mano abierta. Con el clásico “juego”, comenzaban a apostar, chocándose los brazos por momentos al apostar en los mismos casilleros. La bolilla había sido lanzada y ya giraba por el cilindro. El tiempo de apuesta estaba por culminar. El casillero número veintitrés no había sido apostado, estaba desolado, tanto era así que Francisco lo advertía y con mucha sutileza se acercaba a Felipe para murmurarle al oído:
—Coronemos el veintitrés, ¿contempla su soledad?
—Me quedé sin fichas —se lamentaba sin correr la mirada del cilindro.
—No importa, aún tengo estas, quédese con la mitad.
Felipe lo miraba plácidamente, y sin pensarlo dos veces las recogió y comenzó a coronar el número indicado. Francisco no se quedaba atrás, ayudándolo a asfixiarlo. Le habían apostado tantas fichas que resultaba imposible su identificación en el paño.
— ¡No va más! —les anunciaba el atónito crupier.
El paño parecía una cordillera, estaba cubierto de montañas de fichas. La bolilla corría a menor velocidad, era inminente su caída en algún casillero. Felipe le respiraba en la cara, tenía la boca abierta y despedía un aliento desagradable. De pronto la bolilla picó en unos casilleros hasta clavarse y…
— ¡Vamos carajo! —exclamaba Felipe muy exaltado.
La bolilla había caído en el casillero número doce, número preferido que jamás había salido en el último semestre de sus apuestas. Estaba eufórico, le había apostado fuerte como en todas sus jugadas pero esta vez en mayor cantidad, y Francisco le palmeaba la espalda, seguido de cerca por los custodios de traje gris que lo observaban como leones.
— ¿Cómo se llama? —le preguntaba Felipe.
—Reina, Francisco Reina. ¿Y usted?
—Felipe Gianittore. Este hombre me ha traído suerte —le comentaba a sus custodios—. ¿Sabe qué pasa? De un saque he recuperado tres cuartas partes de lo que perdí durante una hora de juego.
—Si mi presencia le aporta suerte, ¡bienvenida sea! —gesticulaba Francisco con exageración.
—Claro que sí, de ahora en más usted será mi cábala.
Se lo veía muy contento con todas las fichas amarillas que ahora tenía en su poder. Francisco había perdido la apuesta pero sacaba más dinero de la billetera. Quería fichas, su apuesta se elevaba a los mil dólares.
—Tome estas fichas —le cedía Felipe una torre de fichas amarillas—. Ha sido muy generoso. Acéptelas, es una cortesía.
—No, por favor. Es muy cortés pero no puedo aceptarlas.
—Por favor, son suyas.
—Está bien, las acepto, pero las apostaré al mismo número —le decía en voz baja como si compartiera un secreto—, si sale el veintitrés repartimos la ganancia.
De inmediato se estrecharon las manos en señal de pacto. El crupier lanzaba la bolilla, en esta ocasión sin el clásico “juego”. El pobre hombre se había empalidecido, de hecho su supervisor lo condicionaba con la mirada. Ellos seguían cubriendo el paño con fichas, de norte a sur y de este a oeste, casi todos los números estaban cubiertos. Felipe creía en las cábalas y había adoptado a su compañero circunstancial como parte de ellas. La bolilla giraba en el cilindro con su maratónica vuelta por la esfera de metal. El número 23 estaba colmado de fichas rojas y amarillas, era el que más apuestas había reunido. Finalmente la bolilla detenía su andar y caía en un casillero, esta vez sin sobresaltos.
— ¡No lo puedo creer, Santo Dios! —vociferaba Felipe desorbitadamente, aferrándose al brazo de Francisco.
—Le tenía fe, ¿vio?
—Colorado el veintitrés —anunciaba el crupier con cara de desgano.
El estado de ánimo de Felipe se resumía en la euforia total, era la primera vez que apostaba tantas fichas a un número y encima ganaba. Con una sonrisa que hablaba por sí misma, se volteaba y extendía los brazos, insinuándole un abrazo que Francisco aceptaba sin parpadear:
—Usted es… usted es increíble. ¿Tiene una idea cuánto dinero acabamos de ganar? —le preguntaba sobre su hombro.
—Lo suficiente como para reír durante toda una semana.
Y ahí nomás Felipe rió por lo bajo y lo soltó para tomarlo de los antebrazos, tan contento que la sonrisa de su cara no se desdibujaba ni siquiera de casualidad:
—Encantado, Don Francisco.
—Encantado, Don Felipe.
Mientras ellos se elogiaban, el crupier calculaba las ganancias y se apenaba. Se sentía un perdedor. Encima lo seguía de cerca el supervisor que, en esos instantes, comenzaba a hablarle a alguien por unos auriculares, exteriorizando gestos de preocupación, propios de alguien que ya estimaba una gran baja… en las arcas del Casino.