El día de la
solución había llegado. Francisco tenía previsto reencontrarse con Felipe, a
las tres de la tarde, en un paradisíaco campo de golf, y a las tres se veían la
cara, más allá del aeroparque, en un predio verdoso donde las turbinas de los
aviones solían ventilar las nucas de los golfistas. De un lado descansaban las
aguas mansas del Río de la Plata ,
del otro emergía el deseo grandilocuente de lograr aceptación en una relación
que, sin duda alguna, serviría de base para encausar un plan: finalmente había
llegado el momento de informarle a Felipe que su hija salía con Segundo.
Necesitaban su autorización antes de que Priscilla se rehusare a continuar con
la relación. Martina había puesto en riesgo la continuidad de dicho noviazgo:
¿qué mejor que su padre lo supiera todo y la aceptase para consolidar la
relación? De todos modos necesitaban lograr su autorización porque Felipe lo decidía
todo, así lo había remarcado en la cena del hotel.
Dos cortados
de café acababan de ser vertidos en sus estómagos, habían bebido dos tazas en la
mesa de un restó ubicado a la vera del campo de golf. Francisco no podía
informarle la noticia sin antes conversar sobre otros asuntos menores. El viento rebelde hacía flamear los
banderines que penetraban los hoyos del campo de golf. Muchos aficionados
desplegaban los palos de media distancia y taqueaban las bolas, pero ellos se
dirigían al hoyo número quince en un carro transportador que solamente disponía
de un par de asientos y suficiente espacio en la caja trasera como para
transportar diez palos de golf y dos docenas de bolas. Conducía Felipe, a unos
quince kilómetros por hora. Poco a poco se dejaba ver el banderín a rayas
número quince, situado en una zona del predio que estaba desolada. Era el
banderín más próximo a la rivera. Detenía el carro a unos diez metros del
banderín y después apagaba el motor para bajar y comenzar a descargar el equipo
deportivo que llevaba en la caja trasera. Felipe vestía un pantalón algodonado,
blanco como las pocas nubes que desentonaban con el cielo azulado, una camisa
color salmón y calzaba unos zapatos con tacos del mismo color que su cinto
marrón oscuro. Francisco, en cambio, llevaba puesto un pantalón de vestir beige
y una chomba anaranjada con escote en v, más unas zapatillas de suela lisa que
uno de sus empleados le había comprado la tarde anterior porque era la primera
vez que pisaba un campo de golf. Detestaba ese deporte, el socio traidor que
había arruinado la vida de su padre solía jugarlo.
—El deporte es
mi pasión —comentaba Felipe—, por eso comando las carreras de turismo
carretera.
Estaba eligiendo
un palo de golf. Francisco lo miraba, otra cosa no podía hacer, era la primera
vez que se acercaba tanto a un banderín de golf.
—Los deportes son
apasionantes —le decía Francisco—, pero estoy desilusionado con el manejo
gerencial de algunas instituciones deportivas. Demasiada violencia. ¿Cómo
explicar que un partido de fútbol termine con muertos?
—Los tiempos
han cambiado demasiado, don Francisco. Tenga en cuenta que el deporte actúa
como un espejo de nuestras conductas. ¿Cuál es la fórmula mágica para combatir
la violencia cuando muchos políticos desperdician su tiempo con absurdas
promesas que jamás cumplirán? Eso también implica violencia —se alejaba unos
metros en dirección al banderín, tal vez cinco—. Además la sociedad utiliza los
eventos deportivos como terapia —exclamaba dándole la espalda y dejando caer la
bola sobre el césped—, todos descargan sus broncas por frustraciones que no
pueden superar —se posicionaba para el primer lanzamiento—. Quienes pagan esos
malestares son los pobres deportistas.
Francisco lo
escuchaba sorprendido desde el carro motorizado, se había sentado otra vez y
sus piernas caían en dirección al césped sin llegar a tocarlo.
—Coincido —le
respondía a los gritos—, pero para eso les pagan fortunas después de todo.
¿Puedo hacerle una pregunta?
—Diga.
Felipe buscaba
la mejor posición para su primer lanzamiento. Estaba parado a unos quince
metros del banderín, o del hoyo, en el centro de una loma.
—Más que una
pregunta es una declaración. Me veo obligado a comentarle algo que seguramente
desconoce. Lo aprecio mucho y considero que ha llegado el momento de que tome
conocimiento de lo que atraviesan nuestros hijos.
En esos
instantes Felipe elevaba el palo de golf, con los pies firmes en el césped
rebanado, como si los tuviera estaqueados. Era inminente su primer tiro.
— ¿Acaso son
novios? —vociferaba con tono burlón, desplegando el palo de golf.
—Digamos que…
sí.
La sorpresiva noticia
le había sacudido los sentidos, haciéndole perder la bola de golf entre unos
arbustos que estaban plantados a unos cincuenta metros del banderín. Después giraba
el cuello y observaba el carro, arrojando el palo hacia atrás, con tanta fuerza
que casi terminó clavándose en el hoyo. Estaba pasmado, y en esas condiciones
se le acercaba a paso lento hasta terminar parado entre sus piernas, con una
cara que por cierto verseaba asperezas. Lo miraba desde tan cerca que sus
rodillas rozaban las de Francisco, hasta no poder contenerse más y preguntar:
— ¿Es una
broma, cierto?
Francisco lo
miraba fijo a los ojos, intentaba transmitirle calma pero por sus venas corría adrenalina.
Al igual que la bola, temía que todo lo planeado se fuera por las ramas.
—Felipe: jamás
podría bromear con los sentimientos de nuestros hijos. Ellos sienten una
profunda atracción que ya no pueden ocultar, haciendo hasta lo imposible para
poder estar juntos. Créame que se adoran.
—Pero… ¡es mi
princesa! ¡No puede ser! —renegaba con los ojos enrojecidos—. Además… además mi
custodio ya lo hubiese informado.
Estaba tan
desconcertado que tomaba asiento en la caja trasera del carro, por detrás de
Francisco, y después se paraba para volverse a sentar.
—El amor es
impredecible —le expresaba Francisco, volteándose en su dirección—. Mi hijo es
un gran hombre, un muchacho formado con principios leales.
—No tengo
dudas de que lo sea pero mi princesa no está preparada para el amor, es una
señorita que aún tiene mucha inexperiencia.
Felipe miraba
el suelo y daba la sensación de que quería remover con las pupilas un yuyito
rebelde que sobresalía en el césped.
—Sepa
disculpar el atrevimiento pero… Priscilla es toda una mujer —agregaba Francisco.
— ¿También la
hizo mujer? —se volteaba enérgicamente para mirarlo a los ojos con fuego en las
pupilas.
—Tranquilo,
don Felipe, nuestros hijos han crecido y saben mejor que nadie lo que quieren
para sus vidas. Jamás he visto a mi querido hijo con tanto brillo en los ojos,
parece otro. Me prometió protegerla contra viento y marea.
—Pero no soy
un padre convencional, hay muchas cosas que usted desconoce de mis negocios y
mi difícil estilo de vida.
— ¡Por favor!
¿Cómo piensa que edifiqué mi hotel, con esfuerzos y sacrificios? He trabajado
duro para tener lo que tengo pero con eso sólo no alcanza.
—Sueño con ver
a mi hija conformando una familia. Su hijo es un hombre confiable porque usted
lo es pero…
— ¡Pero ellos
son libres y se atraen! —lo interrumpía, tomándolo del antebrazo izquierdo.
— ¿Cómo?
Usted… eh… no puede ser. Que sean pareja, vaya y pase, pero de ahí a que mi
nena sea libre, no puede ser.
Estaba
preocupado Felipe, tanto que salía del carro y caminaba de un lado a otro como
si buscara sus sentidos entre la hierba. No podía digerir semejante notición
pero reaccionaba tomando el celular. Con sus dedos inquietos comenzaba a marcar
unos números como si tocara las teclas de un piano.
—Encima se da
el gusto de no atender —exclamaba con el celular pegado a la oreja.
Francisco no
quería moverse, tan sólo se limitaba a observar los movimientos de un padre
enfermizo que no quería perder a su hija, muy consciente de que su obsesión
podía desviarlo por un sendero que podría peligrar sus propósitos más macabros.
—Insistiré
—agregaba embroncado—. No puede desatenderme. ¡Soy su padre, carajo! —y seguía
marcando los números en el teléfono.