Lo que Felipe
desconocía era que su princesa estaba gozando algo deseado con ansias pero nunca
concretado, porque no se animaba: estaba con Segundo, en su suite del hotel,
recostada en la confortable cama de dos plazas que abarcaba gran parte de su
privilegiada habitación con vista al río. Lucía excitada, al borde del éxtasis
con una sábana blanca que le cubría las intimidades, entre su entrepierna y los
pechos, tan sensual como las sirenas de los mares imaginarios. Su cabello
estaba echado sobre la funda de la almohada. Sentía besos de lengua en sus
erectos pechos de miel virgen, es que Segundo se movía por debajo de la sábana,
saboreando su cuerpo, un bondadoso cuerpo de mujer recubierto por la suavidad
de una piel erizada porque su teléfono sonaba nuevamente.
— ¡Segundo!
¡Mi amor! ¿Por qué no paramos un poco? Puede estar llamando papá.
—Hagamos el
amor, te deseo —distorsionaba el sonido de la voz al refugiarse entre sus
piernas y una bombacha rosada que ya había corrido de lugar con los dientes.
El teléfono
sonaba ininterrumpidamente, no paraba de timbrar. Ellos practicaban el amor, se
exploraban por primera vez, nada ni nadie podían impedir la entrega de un
cuerpo completamente enamorado y otro excitado pero aquejado por la traición.
Ella abría las piernas y entregaba su sexo, sintiendo con timidez la
exploración de sus órganos explosivos. Por tercera vez consecutiva, su teléfono
comenzaba a sonar.