domingo, 4 de noviembre de 2012

Entrega nro. 17


Tras unos diez minutos de viaje por las calles del barrio Palermo, la misteriosa rubia del cementerio abría en una esquina la puerta del coche taxi, más allá del viaducto Carranza que ya habían atravesado. Segundo estaba al tanto de sus movimientos y era por eso que ordenaba estacionar el coche a unos pocos metros de su posición, tal vez veinte, lugar desde donde la inspeccionaba rigurosamente. Se resguardaba en el asiento trasero. La rubia caminaba por una vereda en dirección al barrio Belgrano, así que pagó con más dinero de lo que el taxímetro marcaba y abandonó dos pesos porque estaba apurado, nunca lo hacía pero esos segundos valían platino. Respirando hondo, bajó del coche para seguirla desde las veredas paralelas, rozando las paredes de las casas que ocupaban toda la cuadra. La rubia caminaba sin apuros ni sobresaltos, distendida, pero se había parado frente a una casa pintada de blanco con un grafiti ilegible que alteraba todos los matices de la fachada. Él también se detuvo, no le quedaba otra alternativa, por detrás del tronco de un árbol. Entre ramas y cortezas comenzó a inspeccionarla por si acaso ella se volteaba y detectaba su presencia. La calle estaba desolada, curiosamente las veredas estaban desalmadas, pero ellos seguían ahí, hasta que la rubia metió una mano en la cartera y sacó una llave que luego usó para penetrar la cerradura de la puerta, también blanca como la casa. Segundo no podía esperar a que se metiera en la casa. Comenzó a cruzar la calle. A unos cinco o seis metros de la rubia, parado en el cordón de la vereda, le lanzó una pregunta:
—Disculpe, señora: ¿podría hablar con usted?
— ¿Quién sos? —indagaba ella sin siquiera mirarlo, con la puerta entreabierta.
—Soy, yo soy —titubeaba—, soy Segundo Noruega.
La rubia oyó su nombre y giró el cuerpo para mirarlo, tenía una cara de asombro que hablaba por sí misma, pero al mismo tiempo empujaba la puerta con la cadera hasta meterse en la casa y dar un portazo que Segundo padeció cual latigazo en los omóplatos, parado en la vereda, completamente desconcertado, cuestionándolo todo, careciendo de respuestas, pero se acercó a la puerta y la golpeó dos veces con los nudillos de la mano, hasta que no pudo contenerse más y echó rienda suelta a sus súplicas:
— ¡Por favor! Necesito hablarle. ¡Usted conoció a mi padre!
Más allá de su postura de niño incomprendido, no obtenía respuestas. Se la imaginaba apoyada en la puerta, oyéndolo, de hecho no estaba errado.
— ¿Por qué huís al verme? ¡Hablemos, por favor!
Y pum, la puerta se abría: tenía a la rubia a medio metro, parada, con las manos ubicadas por detrás de la cintura, con lágrimas en los pómulos y una mirada sufrida. Segundo se le acercaba, extendiéndole el brazo izquierdo:
—Sin miedo, no te haré daño. Solamente necesito hacerte algunas preguntas.
Ella estaba temerosa, temblaba, pero retrocedía un par de pasos para dejarlo ingresar. Segundo entró y cerró la puerta con el antebrazo derecho, sin correr la mirada de sus ojos, como si quisiera anestesiarla o al menos calmarla. Estaban a solas.
La casa lucía ordenada, cada objeto aparentaba estar ubicado en el sitio adecuado, brindando señales de una dama que le dedicaba gran parte del tiempo al orden hogareño. A pocos metros del hall de entrada había dos sillones, enfrentados, cada uno con un cuadro por detrás. Estaban colgados en las paredes. Contenían dos pinturas de F. Molina Campos. En uno de los rincones había una mesita de luz, tenía un velador encendido que proyectaba sombras en el empapelado de la pared: unas manchas oscuras comparables con cadenas montañosas. Todas las paredes estaban empapeladas de color celeste, con rayas blancas en los extremos superiores. Más lejos, en el living, podía verse un enorme televisor, posiblemente fabricado en la década de los ´80. El artefacto estaba apoyado en un mueble de roble, apagado pero con el reflejo de un sofá en su pantalla, era un sofá tapizado de rojo de unos cuatro metros de largo con cinco almohadones repartidos a lo largo de todas sus extensiones. No había portarretratos ni elementos que evidenciaran la convivencia con seres de su ámbito.
Caminaron hacia los sillones, en realidad ella lo condujo al adelantarse y atraerlo con sus curvas omnipotentes. Segundo estaba perdiendo los escrúpulos con esa cola moldeada que resaltaba su pollera y unas piernas impecables que no llevaban medias porque no las necesitaba. La rubia lo miraba. Posicionada a muy pocos centímetros de su cuerpo, comenzaba a hablarle con una frescura que lo dejaba boquiabierto:
—Podés tomar asiento en el sillón, ya mismo regreso.
Su boca rojiza estaba pintada con lápiz labial, y cuando le habló de cerca pudo contemplar la blancura de su dentadura y una lengua aseada que lo fantaseaba.
—Sí, claro, ya mismo me siento. La espero.
La rubia se alejaba, con pasos cortos y elegantes, modelando por ese alfombrado verdoso que se extendía hasta una puerta, puerta por donde se perdió de vista y que, sin duda alguna, conducía a un baño porque se oía el sonido de agua circulando por un grifo, probablemente del lavatorio. La puerta seguía entreabierta. Segundo tomó asiento en el sillón y aprovechó esos instantes para inspeccionar el interior de la casa. A unos cuatro metros de su posición había un armario, tenía cinco estantes. En el primer estante asomaban los libros “El Principito” y una Biblia apoyada en una alcancía con forma de cuadrícula. Aguardando su regreso, comenzó a contar números del uno al diez, cruzando las piernas por encima de la rodilla izquierda, hasta que el sonido del grifo se apagó y ella reaparecía, con otro rostro, con una sonrisa digna de alguien feliz. Tomó asiento en el otro sillón, sentándose con delicadeza tal cual lo hacen las damas de buenas costumbres, y se cruzó de piernas, la pierna izquierda por encima de la rodilla derecha, como él pero en sentido inverso.
—Gracias por esperar —le expresó ella con sensualidad—. Necesitaba retocarme.
—No hay problema, señora.
—Me llamo Teresa. Tuteame que no quiero sentirme vieja.
—Será mejor tutearnos, entonces.
Teresa lo miraba a los ojos, parpadeando, hasta preguntar:
— ¿Qué increíble, no?
— ¿Por qué?
—Porque estoy con vos, con el hijo del gran Antonio Noruega.
Sin duda alguna parecía otra mujer, aunque sus ojos seguían irritados, irritación que a Segundo le hacía recordar a su amigo Pedro cada vez que fumaba marihuana, porque tenía los ojos enrojecidos como fumador de porros.
—Así es Teresa. Soy el hijo de Antonio Noruega y Constanza Villegas. Como sabrás, papá falleció en la década de los setenta.
—A tu madre no la conocí pero sabía que Antonio era un hombre comprometido. ¡Qué buen mozo era… y qué caballero!
Segundo se estaba atragantando con saliva, y entre salivas comentaba:
—No tengo recuerdos de mis padres pero Carolina solía recordarlos de la misma manera.
— ¿Carolina, tu abuela Carolina? —asentía con la cabeza.
—Mi abuela, claro, que más que una abuela ha sido como mi madre.
— ¿Por qué hablás en pasado?
—Porque su fallecimiento es muy reciente.
La noticia le agrandaba los ojos, dejándole al descubierto unas venas que atravesaban de lado a lado sus párpados:
— ¡Ay, Segundo, qué en paz descanse!
—Que así sea. Cambiando de tema —endurecía la voz—, quisiera preguntarte mil cosas y no sé por dónde comenzar.
— ¿Acaso estás apurado? Si es por mí no te hagas problema porque podemos conversar todo el tiempo que quieras.
—Nuevamente, gracias. Siempre me sorprendió tu forma de ser. Las veces que te vimos en el cementerio huías como si escaparas de alguien. ¿De quién, por qué?
—Seré sincera, ¿okey?
—Y yo un agradecido.
—Tu abuela no me quería y nunca la juzgué por ello.
— ¿Perdón?
—Una tarde me ordenó que dejara de frecuentar la bóveda de tus padres —acercaba las manos a sus pechos—, yo a tu padre lo adoraba, lo quería con toda mi alma.
—No comprendo. Hace poco te cruzamos y mi abuela comentó que no sabía quién eras. ¿Ella te conocía? ¿Qué relación tenías con mi padre?
—Calma, joven, que paso a paso intentaré explicarlo todo.
—Te escucho.
—En realidad… —se pausaba—, en realidad jamás he conocido a tu padre en persona. Yo lo quería por ser un ejemplo de vida, un hombre que tuvo un sueño y se esforzó para concretarlo.
—No lo tomes a mal pero cada vez entiendo menos.
—Yo no escondo nada, soy una mujer transparente —hacía una mueca.
—Entonces quisiera saber, ¿por qué huías? ¿Por qué llorabas y dejabas jazmines en la puerta de la bóveda?
—Porque Antonio ha significado mucho en mi vida. Mi padre lloraba de emoción al seguir sus carreras por la televisión, y me hacía feliz porque eran esos los únicos momentos en que lo veía sonreír. Mi papá padecía un cáncer pulmonar y tu papi lo ayudaba a calmar sus dolores con destrezas. ¿Te das cuenta?
—Lo siento mucho. ¿Cuánto tiempo lleva fallecido?
—Murió cuando tenía cuatro años. No sabés cuánto adoraba a tu padre. Es hasta el día de hoy que lo echo de menos.
— ¿Visitar su bóveda despierta recuerdos, cierto?
—Así es, bebé.
Ella se encogía de hombros. Más allá de todo, Segundo sentía atracción por su cuerpo maduro, resaltado por los pezones de sus enormes pechos puntiagudos. Encima ella le miraba las piernas, rozándole la entrepierna con una mirada intensa, insinuando fantasías tal vez. Por momentos ensalivaba con la punta de la lengua el labio superior de su boca y eso lo seducía.
—Tenés la misma mirada de tu padre, es intensa y seductora. ¿Estás en pareja?
— ¿Yo? Eh… —titubeaba—, estoy sólo. ¿Y vos?
—Sola, totalmente desprotegida —le sonreía, resaltando las facciones de su rostro.
Por las venas de Segundo fluía deseo, su sangre caliente lo avivaba, hasta se la imaginaba desnuda con el encaje de una tanga verde tatuada en su entrepierna, como el color de sus imponentes ojos color esmeralda. Daba la sensación de que ella leía sus pensamientos, de que era consciente de lo mucho que lo tentaba, de hecho Segundo se había sonrojado cual tomate maduro, y ella no se detenía, le guiñaba con el ojo izquierdo y se abría de piernas, lentamente, enseñándole la negrura de una tanga de alta costura tan bien encajada que parecía una extensión de su cuerpo, y él no podía ignorarla, era irresistible, encima ella se inclinaba hacia adelante y sus pechos se sacudían. Ninguno de los dos hablaba, no hacía falta usar la lengua aunque ella la usara para mojarse los labios, con saliva, excitándolo cada vez más, y más, y mucho más. Segundo sentía el calor de su cuerpo a la altura de la entrepierna, tanto que una erección arrasaba con la rectilínea de su pantalón. Teresa suspiraba, de pronto se paró y se acercó para rendirse en sus piernas, perforándole los ojos con su mirada de gata afiebrada.
— ¿Te gusto? —le susurró ella al oído con las garras puestas en sus hombros.
Segundo no podía resistirse a sus labios carnosos, sus pechos le rozaban el mentón. Sentía la dureza de sus nalgas en la entrepierna. No le respondía con palabras pero sí con la suavidad de los dedos, de sus manos, porque había comenzado a acariciarle la espalda, y bajó lentamente hasta correrle de lugar la pollera. Percibía el calor de sus nalgas acaloradas, y la besó, con picos al comienzo seguidos por lengüetazos, tocándole los pechos, fogosa y apasionadamente. Los deseos fluían por las venas de Segundo, su sangre caliente los multiplicaba. Mientras tanto, su celular congelaba ese intercambio de gemidos y jadeos. Él actuaba cual ola arrasadora que, en ese momento, sólo buscaba separar la arena rasposa de una concha de mar, sabrosa y salada pero pocas veces saciada.