Tras unos diez minutos de viaje por las calles del
barrio Palermo, la misteriosa rubia del cementerio abría en una esquina la
puerta del coche taxi, más allá del viaducto Carranza que ya habían atravesado.
Segundo estaba al tanto de sus movimientos y era por eso que ordenaba estacionar
el coche a unos pocos metros de su posición, tal vez veinte, lugar desde donde la
inspeccionaba rigurosamente. Se resguardaba en el asiento trasero. La rubia
caminaba por una vereda en dirección al barrio Belgrano, así que pagó con más
dinero de lo que el taxímetro marcaba y abandonó dos pesos porque estaba
apurado, nunca lo hacía pero esos segundos valían platino. Respirando hondo,
bajó del coche para seguirla desde las veredas paralelas, rozando las paredes
de las casas que ocupaban toda la cuadra. La rubia caminaba sin apuros ni
sobresaltos, distendida, pero se había parado frente a una casa pintada de
blanco con un grafiti ilegible que alteraba todos los matices de la fachada. Él
también se detuvo, no le quedaba otra alternativa, por detrás del tronco de un
árbol. Entre ramas y cortezas comenzó a inspeccionarla por si acaso ella se
volteaba y detectaba su presencia. La calle estaba desolada, curiosamente las
veredas estaban desalmadas, pero ellos seguían ahí, hasta que la rubia metió
una mano en la cartera y sacó una llave que luego usó para penetrar la
cerradura de la puerta, también blanca como la casa. Segundo no podía esperar a
que se metiera en la casa. Comenzó a cruzar la calle. A unos cinco o seis
metros de la rubia, parado en el cordón de la vereda, le lanzó una pregunta:
—Disculpe, señora: ¿podría hablar con usted?
— ¿Quién sos? —indagaba ella sin siquiera mirarlo,
con la puerta entreabierta.
—Soy, yo soy —titubeaba—, soy Segundo Noruega.
La rubia oyó su nombre y giró el cuerpo para
mirarlo, tenía una cara de asombro que hablaba por sí misma, pero al mismo
tiempo empujaba la puerta con la cadera hasta meterse en la casa y dar un
portazo que Segundo padeció cual latigazo en los omóplatos, parado en la
vereda, completamente desconcertado, cuestionándolo todo, careciendo de
respuestas, pero se acercó a la puerta y la golpeó dos veces con los nudillos
de la mano, hasta que no pudo contenerse más y echó rienda suelta a sus
súplicas:
— ¡Por favor! Necesito hablarle. ¡Usted conoció a
mi padre!
Más allá de su postura de niño incomprendido, no
obtenía respuestas. Se la imaginaba apoyada en la puerta, oyéndolo, de hecho no
estaba errado.
— ¿Por qué huís al verme? ¡Hablemos, por favor!
Y pum, la puerta se abría: tenía a la rubia a
medio metro, parada, con las manos ubicadas por detrás de la cintura, con
lágrimas en los pómulos y una mirada sufrida. Segundo se le acercaba,
extendiéndole el brazo izquierdo:
—Sin miedo, no te haré daño. Solamente necesito hacerte
algunas preguntas.
Ella estaba temerosa, temblaba, pero retrocedía un
par de pasos para dejarlo ingresar. Segundo entró y cerró la puerta con el
antebrazo derecho, sin correr la mirada de sus ojos, como si quisiera
anestesiarla o al menos calmarla. Estaban a solas.
La casa lucía ordenada, cada objeto aparentaba
estar ubicado en el sitio adecuado, brindando señales de una dama que le
dedicaba gran parte del tiempo al orden hogareño. A pocos metros del hall de
entrada había dos sillones, enfrentados, cada uno con un cuadro por detrás. Estaban
colgados en las paredes. Contenían dos pinturas de F. Molina Campos. En uno de
los rincones había una mesita de luz, tenía un velador encendido que proyectaba
sombras en el empapelado de la pared: unas manchas oscuras comparables con cadenas
montañosas. Todas las paredes estaban empapeladas de color celeste, con rayas
blancas en los extremos superiores. Más lejos, en el living, podía verse un
enorme televisor, posiblemente fabricado en la década de los ´80. El artefacto
estaba apoyado en un mueble de roble, apagado pero con el reflejo de un sofá en
su pantalla, era un sofá tapizado de rojo de unos cuatro metros de largo con
cinco almohadones repartidos a lo largo de todas sus extensiones. No había
portarretratos ni elementos que evidenciaran la convivencia con seres de su ámbito.
Caminaron hacia los sillones, en realidad ella lo
condujo al adelantarse y atraerlo con sus curvas omnipotentes. Segundo estaba
perdiendo los escrúpulos con esa cola moldeada que resaltaba su pollera y unas
piernas impecables que no llevaban medias porque no las necesitaba. La rubia lo
miraba. Posicionada a muy pocos centímetros de su cuerpo, comenzaba a hablarle
con una frescura que lo dejaba boquiabierto:
—Podés tomar asiento en el sillón, ya mismo regreso.
Su boca rojiza estaba pintada con lápiz labial, y
cuando le habló de cerca pudo contemplar la blancura de su dentadura y una
lengua aseada que lo fantaseaba.
—Sí, claro, ya mismo me siento. La espero.
La rubia se alejaba, con pasos cortos y elegantes,
modelando por ese alfombrado verdoso que se extendía hasta una puerta, puerta
por donde se perdió de vista y que, sin duda alguna, conducía a un baño porque
se oía el sonido de agua circulando por un grifo, probablemente del lavatorio.
La puerta seguía entreabierta. Segundo tomó asiento en el sillón y aprovechó
esos instantes para inspeccionar el interior de la casa. A unos cuatro metros
de su posición había un armario, tenía cinco estantes. En el primer estante
asomaban los libros “El Principito” y una Biblia apoyada en una alcancía con
forma de cuadrícula. Aguardando su regreso, comenzó a contar números del uno al
diez, cruzando las piernas por encima de la rodilla izquierda, hasta que el
sonido del grifo se apagó y ella reaparecía, con otro rostro, con una sonrisa
digna de alguien feliz. Tomó asiento en el otro sillón, sentándose con
delicadeza tal cual lo hacen las damas de buenas costumbres, y se cruzó de
piernas, la pierna izquierda por encima de la rodilla derecha, como él pero en
sentido inverso.
—Gracias por esperar —le expresó ella con
sensualidad—. Necesitaba retocarme.
—No hay problema, señora.
—Me llamo Teresa. Tuteame que no quiero sentirme
vieja.
—Será mejor tutearnos, entonces.
Teresa lo miraba a los ojos, parpadeando, hasta preguntar:
— ¿Qué increíble, no?
— ¿Por qué?
—Porque estoy con vos, con el hijo del gran
Antonio Noruega.
Sin duda alguna parecía otra mujer, aunque sus
ojos seguían irritados, irritación que a Segundo le hacía recordar a su amigo
Pedro cada vez que fumaba marihuana, porque tenía los ojos enrojecidos como
fumador de porros.
—Así es Teresa. Soy el hijo de Antonio Noruega y
Constanza Villegas. Como sabrás, papá falleció en la década de los setenta.
—A tu madre no la conocí pero sabía que Antonio
era un hombre comprometido. ¡Qué buen mozo era… y qué caballero!
Segundo se estaba atragantando con saliva, y entre
salivas comentaba:
—No tengo recuerdos de mis padres pero Carolina
solía recordarlos de la misma manera.
— ¿Carolina, tu abuela Carolina? —asentía con la
cabeza.
—Mi abuela, claro, que más que una abuela ha sido
como mi madre.
— ¿Por qué hablás en pasado?
—Porque su fallecimiento es muy reciente.
La noticia le agrandaba los ojos, dejándole al
descubierto unas venas que atravesaban de lado a lado sus párpados:
— ¡Ay, Segundo, qué en paz descanse!
—Que así sea. Cambiando de tema —endurecía la
voz—, quisiera preguntarte mil cosas y no sé por dónde comenzar.
— ¿Acaso estás apurado? Si es por mí no te hagas
problema porque podemos conversar todo el tiempo que quieras.
—Nuevamente, gracias. Siempre me sorprendió tu
forma de ser. Las veces que te vimos en el cementerio huías como si escaparas
de alguien. ¿De quién, por qué?
—Seré sincera, ¿okey?
—Y yo un agradecido.
—Tu abuela no me quería y nunca la juzgué por
ello.
— ¿Perdón?
—Una tarde me ordenó que dejara de frecuentar la
bóveda de tus padres —acercaba las manos a sus pechos—, yo a tu padre lo
adoraba, lo quería con toda mi alma.
—No comprendo. Hace poco te cruzamos y mi abuela
comentó que no sabía quién eras. ¿Ella te conocía? ¿Qué relación tenías con mi
padre?
—Calma, joven, que paso a paso intentaré
explicarlo todo.
—Te escucho.
—En realidad… —se pausaba—, en realidad jamás he
conocido a tu padre en persona. Yo lo quería por ser un ejemplo de vida, un
hombre que tuvo un sueño y se esforzó para concretarlo.
—No lo tomes a mal pero cada vez entiendo menos.
—Yo no escondo nada, soy una mujer transparente —hacía
una mueca.
—Entonces quisiera saber, ¿por qué huías? ¿Por qué
llorabas y dejabas jazmines en la puerta de la bóveda?
—Porque Antonio ha significado mucho en mi vida.
Mi padre lloraba de emoción al seguir sus carreras por la televisión, y me
hacía feliz porque eran esos los únicos momentos en que lo veía sonreír. Mi
papá padecía un cáncer pulmonar y tu papi lo ayudaba a calmar sus dolores con
destrezas. ¿Te das cuenta?
—Lo siento mucho. ¿Cuánto tiempo lleva fallecido?
—Murió cuando tenía cuatro años. No sabés cuánto
adoraba a tu padre. Es hasta el día de hoy que lo echo de menos.
— ¿Visitar su bóveda despierta recuerdos, cierto?
—Así es, bebé.
Ella se encogía de hombros. Más allá de todo,
Segundo sentía atracción por su cuerpo maduro, resaltado por los pezones de sus
enormes pechos puntiagudos. Encima ella le miraba las piernas, rozándole la
entrepierna con una mirada intensa, insinuando fantasías tal vez. Por momentos
ensalivaba con la punta de la lengua el labio superior de su boca y eso lo
seducía.
—Tenés la misma mirada de tu padre, es intensa y
seductora. ¿Estás en pareja?
— ¿Yo? Eh… —titubeaba—, estoy sólo. ¿Y vos?
—Sola, totalmente desprotegida —le sonreía, resaltando
las facciones de su rostro.
Por las venas de Segundo fluía deseo, su sangre
caliente lo avivaba, hasta se la imaginaba desnuda con el encaje de una tanga
verde tatuada en su entrepierna, como el color de sus imponentes ojos color esmeralda.
Daba la sensación de que ella leía sus pensamientos, de que era consciente de
lo mucho que lo tentaba, de hecho Segundo se había sonrojado cual tomate
maduro, y ella no se detenía, le guiñaba con el ojo izquierdo y se abría de
piernas, lentamente, enseñándole la negrura de una tanga de alta costura tan
bien encajada que parecía una extensión de su cuerpo, y él no podía ignorarla,
era irresistible, encima ella se inclinaba hacia adelante y sus pechos se
sacudían. Ninguno de los dos hablaba, no hacía falta usar la lengua aunque ella
la usara para mojarse los labios, con saliva, excitándolo cada vez más, y más,
y mucho más. Segundo sentía el calor de su cuerpo a la altura de la
entrepierna, tanto que una erección arrasaba con la rectilínea de su pantalón.
Teresa suspiraba, de pronto se paró y se acercó para rendirse en sus piernas,
perforándole los ojos con su mirada de gata afiebrada.
— ¿Te gusto? —le susurró ella al oído con las
garras puestas en sus hombros.
Segundo no podía resistirse a sus labios carnosos,
sus pechos le rozaban el mentón. Sentía la dureza de sus nalgas en la
entrepierna. No le respondía con palabras pero sí con la suavidad de los dedos,
de sus manos, porque había comenzado a acariciarle la espalda, y bajó
lentamente hasta correrle de lugar la pollera. Percibía el calor de sus nalgas
acaloradas, y la besó, con picos al comienzo seguidos por lengüetazos,
tocándole los pechos, fogosa y apasionadamente. Los deseos fluían por las venas
de Segundo, su sangre caliente los multiplicaba. Mientras tanto, su celular
congelaba ese intercambio de gemidos y jadeos. Él actuaba cual ola arrasadora
que, en ese momento, sólo buscaba separar la arena rasposa de una concha de mar,
sabrosa y salada pero pocas veces saciada.