Era la noche
del jueves, de un jueves cubierto de nieblas, porque en Puerto Madero las
nieblas solían aparecer con frecuencia. Ese barrio estaba cimentado en lo que
antes era un río, superficie que la civilización humana fue conquistando con el
afán de conquistar espacios habitables, superando así los poderes de la madre
naturaleza, muchas veces con resultados nefastos. La bella princesa de San
Isidro estaba dispuesta a dejarse encantar por sus sentimientos, favorecida por
las malas costumbres de su custodio, siempre sobornado hasta las medias.
Aquella noche, casi a las nueve, estaba instalada en la suite de Segundo.
Caminaba por un pasillo en dirección al baño. En la suite contigua estaba
Francisco, acompañado por Amalia, distanciados solamente por esa pared de
concreto, así de cerca vivían, y Segundo estaba echado en el sofá, el mismo
mueble que antes estaba instalado en su departamento. Se había mudado. La
mudanza había incluido todos los muebles, hasta se había llevado los macetones
del balcón. Por detrás de su espalda, un ventanal corrido cedía el grato ingreso a una
ventolina, reconfortante. Las cortinas de tela danzaban como atuendos de
odaliscas en plena ceremonia arábiga. Tenían pensado cenar en el restaurante
del hotel, de hecho Francisco les había reservado una mesa con vista a lo que
alguna vez había sido un puerto y ahora era el estacionamiento de yates costosos.
El custodio de Priscilla la esperaba desde su coche, estacionado en la playa
del hotel, en el subsuelo, con demasiada impaciencia porque estaba poniendo en
riesgo su trabajo, pero el dinero lo seducía, eso suele sucederle a muchos
empleados ambiciosos, sobremanera en aquellos tiempos convulsionados donde
pensar en el futuro era lo mismo que proyectar el mañana o, en el mejor de los
casos, el pasado mañana. De fondo y muy bajito sonaba una canción suave, interpretada
en inglés. Ella se había metido en el baño, se retocaba la cara con la ayuda de
un amplio espejo instalado en una de las paredes, aquella que enfrentaba a la
cortina de la ducha; quería lucir sus encantos físicos y para eso se maquillaba
hasta el más mínimo detalle. Después de tantas horas en las mejores peluquerías
de la ciudad había aprendido a retocarse. Tras dar por terminado su maquillaje,
salió del baño y regresó de inmediato al sofá desde donde Segundo seguía
recostado, con los ojos cerrados. Quería descansar. La cita se había limitado a
unos besos furtivos y más que algún otro mimo que no había sobrepasado las
caricias atrevidas. En esos instantes de intervalo musical, se oían gritos provenientes
de la suite de Francisco. Todo parecía indicar que discutía con
Amalia.
—Segundo —le decía
Priscilla al regresar—, ruego sepas disculpar la demora pero las mujeres somos
demasiadas exigentes a la hora de coquetearnos —y expulsaba unas risitas.
— ¡Por Dios!
—se incorporaba deslumbrado—. ¡Pobre maquillaje, cuanta humillación!
Su imponente
belleza lo impulsaba a enroscar los brazos en su cintura, una silueta de
maniquí digna de ser tocada y acariciada. Su piel era suave, como su cabello.
Después le estampó un beso seco en los labios, también eran suaves y estaban
pintados de color fucsia. Ella adoraba ese color y hacía bien en utilizarlo
porque la relucía.
— ¿Con ganas
de cenar? —le susurraba él.
—Tengo
apetito, vamos.
En contados
segundos desalojaron la suite para repartir huellas en los alfombrados del pasillo.
Estaban en el tercer nivel. Acudieron al ascensor. El restaurante estaba
ubicado en la planta baja. Caminaban con las manos tomadas. Ella irradiaba
felicidad con su sonrisa vistosa, daba la impresión de que quería exponer el
orgullo que tenía por su pareja, y él lo percibía de esa manera porque cada vez
que se mostraban en público ella lo sujetaba con más firmeza, le presionaba la
mano y hasta lo besaba más de lo habitual. Poco antes de que el ascensor
llegase a su destino, Segundo recordó que tenía que llamar a su custodio. Tomó
el celular para informar el inminente arribo al restaurante, pero ella ya
pisaba el alfombrado de la planta baja y el custodio no respondía. Qué raro,
no está, pensaba él y luego decía: nos vamos de todos modos pero antes llamaré
a Francisco. Muchos turistas entraban y salían por la puerta principal del
hotel, como hormigas recorriendo los pasajes laberínticos de la tierra
amontonada y transportada a costa de sudor. Curiosamente no había custodios de
Francisco a la vista. Ellos estaban detenidos, a un lado del ascensor, cerca de
unos macetones con unas plantas que parecían artificiales. Priscilla seguía a
su lado, esperando que Segundo hiciera la llamada, aprovechaba la ocasión para
inspeccionar el color de sus labios —también color fucsia— con un espejito que
llevaba en la cartera.
—Francisco,
soy yo —le informaba Segundo por el celular—, quería avisarte que tu custodio
no está y estamos a punto de cenar.
—De acuerdo,
hijo. Ya mismo lo rastreo.
En esos
instantes Amalia le arrojaba un plato de porcelana que terminó estallando en la
pared. Francisco había reaccionado a tiempo, sus reflejos funcionaban a la
perfección. Segundo había oído un estruendo y no dudaba en consultar:
— ¿Todo bien
ahí?
—Sí, perfecto
—titubeaba—, acá no ha pasado nada.
De fondo se oían
los gritos de Amalia, no paraba de quejarse, como si estuviera reprobando
conductas. Francisco se había arrinconado entre la pared y la furia de su dama,
o entre la ira personificada y un armario repleto de enciclopedias. Tapaba el
celular con su mano libre, no quería que Segundo oyera que Amalia se le
acercaba y le ladraba, lanzando quejas al celular:
— ¡Tu padre es
un maldito infiel! ¿Quién es Teresa? Me largo ya mismo de este loquero.
— ¿Qué pasa,
Francisco? —indagaba Segundo.
—Tengo que
cortar. Diviértanse.
Y eso pasó, cortaron
la llamada, en realidad había cortado Francisco ya que no sabía qué hacer y
seguía con el celular en la mano, bien pegado a su oreja. Segundo también se
había quedado con esa misma postura, dubitativo, justo cuando Priscilla se le
acercaba para abrazarlo desde la cintura y preguntarle:
— ¿Pasó algo?
—Nada,
princesa. Vayamos al restaurante.
Unos cincuenta
pasos los distanciaban del salón comedor, pasos que en contados segundos
pasaron a ser cuarenta, y luego menos de dos docenas, pero se pausaban, alguien
estaba deteniendo el andar de Segundo, alguien había apoyado la mano en su
hombro derecho, una mano pequeña que se hacía sentir porque tenía las uñas
filosas, era la mano de Martina:
—Hola nene.
¡Tanto tiempo, qué placer verte nuevamente! —se presentaba con ironía.
¡Era Martina!
No estaba sola, la acompañaba su amiga Laura. Segundo ya había volteado el
cuerpo en su dirección, perplejo ante la inquietante sorpresa que posaba frente
a sus retinas, tan tieso que ni siquiera le soltaba la mano a Priscilla. Su
mente ordenaba soltarla, sin embargo no podía. Tenía una cara de asombro
espeluznante. ¿Cómo digerir semejante reencuentro? Se perseguía
psicológicamente, temía que Priscilla tomase conocimiento de su verdadera
identidad. Su apellido no era el que ella conocía. Priscilla daba por sentado
que era el hijo de Francisco Reina. Encima Martina acababa de reservar una
habitación en el mismo hotel, con Laura, su amiga cómplice. Su ex novia se reía
socarronamente, eran unas risas burlonas pero por dentro se ahogaba en penas:
¿qué iba imaginarse que su promesa de amor la había olvidado, cómo iba a
aceptar que lo acompañaba otra mujer? Encima Priscilla era hermosa, muy
elegante, contaba con unos atributos físicos muy por encima de la media, sus
facciones eran perfectas, como moldeadas, pero ese rostro bello alternaba sus
facciones porque Priscilla presentía que algo no encajaba, ese rostro reflejaba
desconcierto.
— ¿Qué pasa?,
—preguntaba Martina burlonamente—. ¿Acaso no te alegra verme?
Pobre Segundo,
estaba sintiendo un iceberg en las cuerdas vocales. Lo cierto era que la
extrañaba en demasía, sentía que tenía cuentas pendientes para con ella, de las
buenas, pero esa última pregunta había logrado romperle el iceberg, tenía que
decirle algo antes de que lo metiera en serios problemas.
—Hola… claro
queque —tartamudeaba—, claro queque me alegra.
La situación
era crítica, una simple acotación de su pasado podía desmoronar su causa: para
infiltrarse en el ámbito de Felipe tenía que simular ser Segundo Reina, para
comprometerse con Priscilla tenía que demostrar ser el hijo de Francisco.
Martina desconocía su doble identidad pero podía meter la pata, podía llamarlo
por su apellido real. La venganza recaía momentáneamente en sus manos. Ella se
había sonrojado y tenía los ojos irritados, estaba nerviosa y se sentía
ninguneada por ese muchacho que la desvelada por las noches y que ahora acompañaba
a otra muchacha. Se le acercaba, había desplazado un par de pasos hasta plantársele
de frente, con ese flequillo suelto que tan bien le quedaba y que a Segundo
tanto le gustaba, pero se había parado frente a Priscilla, con los brazos en
cruz y las piernas un poco estiradas tal cual suelen hacerlo las mujeres cuando
quieren imponer autoridad:
—Así que vos
sos la nueva pareja de Segundo Noruega. Mirá vos —giraba la cabeza y lo
miraba—. No sos ningún tontito para elegir a tus víctimas.
Priscilla
estaba confundida, su pareja acababa de ser llamado con otro nombre. Eso la
estaba perturbando. Encima él no la ignoraba. A esa altura de los hechos no
sospechaba que esa bella muchacha que los había sorprendido se había
relacionado con su pareja. Pero prefería guardar silencio. Martina irradiaba
bronca y su compañera la agarraba del antebrazo derecho, atrayéndola como si persiguiera
evitar una reacción violenta. Segundo estaba abatido, consternado, angustiado,
siempre callado, pero tenía que actuar antes de que su presa huyera, más allá
de todo Priscilla era justamente eso, una presa, una víctima indefensa.
—Pará un
segundo —le alzaba él la voz a Martina—, bajo ningún concepto voy a permitirte
que le faltes el respeto a mi pareja. Hemos compartido cosas que ya forman
parte de nuestro pasado. Nunca fuimos el uno para el otro, a veces hay que
aceptar que las cosas no se dan como queremos.
¡Tenemos que
retirarnos!, terminó vociferando el pretendido mientras tomaba de la mano a su
pareja. Se estaban retirando, cediéndole la espalda a Martina que lo veía alejarse
y se angustiaba, con los ojos llenos de lágrimas, desilusionada, jamás hubiera
apostado a tanta indiferencia de su parte. Segundo acababa de ignorarla con
mucha firmeza, había defendido a su nueva pareja. Su amor por él se quebraba y
desarmaba en mil pedazos, su declaración le había caído cual bomba en el alma.
Estaba destrozada. Por su parte, Segundo se adentraba en el salón del
restaurante; sentía enfado consigo mismo pero tenía que aguantar: sus intereses
pesaban más que sus sentimientos. A veces los pensamientos pesan más que los
sentimientos. Sin embargo se sentía un traidor, no podía quitarse de encima
esos ojitos tristes con que Martina lo había mirado. Padecía impotencia pero
tenía que ignorarla, eran esas las nuevas reglas del juego; simular un nuevo
romance era un juego después de todo, un juego miserable, y él se sentía eso,
un maldito jugador de sentimientos.
Martina se
había quedado con los ojos puestos en el pasillo por donde ellos habían
desaparecido, como si aún pudiera verlos, acongojada, pasmada, todos sus sueños
se habían desmoronado en un solo segundo y por Segundo. Sufría la traición y
padecía la muerte de su lengua, no podía hablar, tan sólo deseaba hacerse
polvo, atravesaba esos momentos en los cuales uno puede llegar a anhelar cosas
nefastas, como si nada tuviera sentido, y para ella nada tenía sentido. Quería
llorar y las lágrimas no le salían. Laura se le acercaba y la tomaba de los
brazos para darle un sacudón, persiguiendo su reacción pero ella no hacía ni decía
nada. Parecía un vegetal.