Los minutos
corrían, como liebres. La velada prosperaba, con éxito. Segundo había
postergado los malos recuerdos para desatar una ingeniosa actuación que jamás
había imaginado poder realizar. Tantos remordimientos y rencores se postergaban
gracias a la brillante preparación psicológica de Francisco. Más allá de las
delicias, los diálogos se habían ido centrando en temas que poco —o casi nada—
podían aportar: Felipe tenía pensado viajar al Litoral Argentino para comprar
una estancia agrícola; le fascinaba pescar; practicaba golf al menos una vez a
la semana y estaba solo, es decir, sin pareja; por su parte, Priscilla amaba el
cine, leía literatura francesa y solía nadar en la piscina de su mansión.
Alrededor de una hora estuvieron charlando sobre asuntos de poca importancia
hasta que el postre ganó protagonismo y bebieron café, con unas masas que
Francisco había ordenado comprar en la confitería más prestigiosa de la ciudad,
excepto Priscilla que pidió una copa de jugo de naranja, desazucarada. Y la música
comenzaba a sonar con mayor intensidad, se oía una canción brasilera, festiva,
de esas que suelen bailarse en los carnavales cariocas o en los casamientos
para revivir el espíritu de fiesta, fiesta que las camareras promovían de
inmediato al reaparecer con dos bolsas repletas de cotillón: máscaras,
cornetas, antifaces, serpentinas y muchas bolsitas que contenían papel picado.
Todos seguían sentados, los invitados sorprendidos porque justamente se trataba
de eso, de una sorpresa pensada para ellos, y Felipe también se sorprendía
cuando al pararse y comenzar a escarbar una de las bolsas hallaba una máscara
que inmediatamente utilizó para enmascararse. Era la máscara de Einstein, el
científico. Un mafioso que simulaba ser Einstein, pensaba Segundo adaptándose a
lo inadaptable. Después le seguía su hija al elegir un antifaz con el que se
cubrió la cara desde la frente hasta los labios, fijándolo con una cintita
elástica que le envolvía la nuca: sus ojos, sus bellos ojos sobresalían como
dos linternitas por ese par de orificios que le permitían enfocar la mirada.
Francisco y Segundo también abandonaron las sillas y escogían cotillón, pero elegían
papel picado y unas cornetas, en ese orden. Todos se iban alejando de la mesa
para situarse entre una pared empapelada de blanco y otra de donde colgaba un
espejo enorme. Se hacía casi imposible dialogar porque la música sonaba a todo
volumen y Felipe bailaba sin cesar, como un niño contento. De todos modos
Francisco necesitaba emitirle a Segundo un mensaje que consideraba primordial. No
dudó en arrinconarlo con mucho disimulo para chillarle en el lóbulo de su
oreja: en un ratito me lo llevo para que puedas seducirla. Segundo asentía con
la cabeza y, sin decir una palabra, volvían con los invitados. En esos
momentos, Felipe se acercaba a Francisco, con la misma máscara y la misma
gracia propia de un adolescente:
— ¿Algún
problema, don Francisco? —le gritó bien cerca de su oído.
—Ninguno. ¿Qué
le parece la fiesta?
—Hermosa —se
reía—, tan buena que hasta me hace bailar.
— ¿Le gustaría
conocer las instalaciones de mi hotel?
—No lo escucho
—se tocaba el lóbulo de la oreja.
— ¿Quiere
conocer los interiores de mi hotel?
—Sería un
placer —gritaba como si se dirigiera a alguien con problemas de audición—, ya
estoy viejo y mis piernas no son las de un pendejo.
Segundo y
Priscilla, habían comenzado a sacudir sus caderas, bailaban separados aunque poco
a poco iban conformando una pareja de baile, baile que su padre interrumpía para
informar su partida poco antes de que ella se quitara el antifaz.
—Princesa: me
invitaron a conocer el hotel. ¿Querés venir?
—No, papi, me
quedo acá —le respondía con agitación.
—La dejo en
tus manos: ¡cuidala! —le ordenaba a Segundo con el dedo índice apuntándole a
los ojos.
—La deja en
buenas manos, señor Gianittore —respondía él—, disfrute las comodidades de
nuestro hotel.
Y ahí nomás,
Francisco y Felipe comenzaron a abandonar el salón, escoltados por dos
custodios de ambos mandos. Segundo y Priscilla, retomaban el baile como si nada
ni nadie pudieran detenerlos:
—Priscilla:
hay algo que no me cierra —le decía al oído, descansando las manos en sus
hombros.
— ¿Qué cosa?
—Que siendo
tan bella no tengas novio.
—Qué
casualidad, lo mismo pensaba de vos.
Y sí, como
tantas veces suele ocurrir, la música los encapsulaba en una noche perfilada
para el levante. Segundo tomaba consciencia de la oportunidad que se le estaba
presentando. Prácticamente compartían la misma edad: ¿qué mejor estrategia que
ingresar al círculo de su padre, conquistando los sentimientos de su princesa?
Era una bella muchacha que encima devolvía atracción. A esa altura, la única
perjudicada era Martina pero sería el destino quien se encargaría de decidir
qué sería de aquella relación que prometía un amor verdadero y luego se esfumó.