Eran las dos
de una cálida tarde ventilada por los aires ventosos que los dioses del mar
soplaban desde el Atlántico. Segundo sentía esas ventoleras en la piel de su
cuerpo, de sus antebrazos, estaba en un yate junto a Priscilla, en una
embarcación de recreo que pertenecía a su familia, en realidad era un obsequio
que ella había recibido con motivo de su último cumpleaños pero Felipe solía
usarlo con más frecuencia, a veces la gente regala objetos apreciados porque
justamente los valora tanto que ansía usarlos, incluso, más que el propio
agasajado. Ella quería privacidad, no había elegido la mesa de un bar ni la
butaca de un gran teatro, había optado por su yate en la soledad del río
platense, con un custodio que no se dejaba ver porque se había quedado en la
costanera, a su pedido explícito, sobornado hasta las mangas, ella lo sobornaba
porque detestaba sentirse vigilada, sobremanera en esa ocasión que lo único que
le importaba era estar a solas con su muchacho. Muchos yates y veleros costosos
navegaban por las aguas dulces del Plata, el río más ancho del mundo, bueno eso
decían, con una extensa desembocadura en el mar argentino. A pocos kilómetros
más al este, en el claro horizonte estaba la ciudad de Montevideo, capital de la República Oriental
del Uruguay. Del otro lado, al oeste, podía verse el constante ascenso y descenso
de los aviones que cumplían horarios predeterminados en el aeropuerto de la
costanera. Buenos Aires era bella por donde se la mirase. El yate se llamaba
“De los Sueños”, eran esas las palabras que llevaba impresas en su casco, era
ese el nombre con que había sido registrado, una embarcación con propulsión a
motor integrado en el casco de la nave, casco que contaba con una eslora de
doce metros de longitud. Lo tripulaba un piloto desde una cabina techada. Ellos
estaban echados sobre la popa, habían echado una manta blanca en el piso de
madera para refrescarse con naranjandas, tan juntos estaban que los cabellos de
Priscilla cosquilleaban su cuello. El yate estaba anclado en una superficie
barrosa, bueno, todo el fondo del río siempre estuvo cubierto de lodo, era un
río como cualquier otro a pesar de su anchura tan peculiar. Estaban estancados
a unos quinientos metros de la costa argentina. Priscilla cubría su cuerpo con
una pollera de tela azulada que se extendía hasta sus rodillas, y una blusa del
mismo color aunque menos extravagante que le marcaba los pezones. Segundo
vestía un pantalón de vestir algodonado, color beige, estaba arropado también
con una camisa color salmón como si hubiera querido ponerse a tono con el
paisaje convenido. Para él, ese paseo representaba un evento importante, tenía
que seducirla costara lo que costase. Por momentos las ventoleras se
comportaban como ventiscas, y ellos descansaban las miradas en el horizonte
manso porque el viento estaba calmo y más que un río parecía un lago, aunque
esas ventiscas insolentes le corrían la pollera de lugar, exhibiéndole sus
muslos fibrosos. Su largo cabello rubio y lacio le masajeaba la frente, y sus
labios, sus bellos labios, se resecaban con el aire salado que el viento
rebelde soplaba desde el mar. Llevaban poco más de media hora en esas aguas
turbias, intercambiando palabras y miradas, unas miradas cómplices y
penetrantes, más allá de todo Priscilla era una muchacha divina, apetecible por
donde se la mirara, realmente sensual, de esas muchachas que pueden tentar a
los más santos, una mujer que nunca podría pasar por desapercibida ni siquiera
en los desfiles de modelajes.
—Tenía tantas
ganas de presentarte este espectáculo —le expresaba ella—. Además moría de
ganas de estar con vos.
—Sos especial,
me hacés sentir muy cómodo.
A simple
vista, ella había puesto en venta su corazón, sentía una atracción explosiva
por ese muchacho que decía llamarse Segundo Reina. Él, en cambio, estaba al
tanto de sus sentimientos pero necesitaba explorar sus pensamientos, a
diferencia de ella alquilaba su corazón.
— ¿Puedo
hacerte una pregunta íntima? —le consultaba él.
—Sí, claro,
estamos solos. ¿Qué mejor momento para conocernos mejor?
Ella había
estirado las piernas, haciendo apoyo con las manos sobre la popa, y después se
inclinaba hacia atrás como si se echara en una reposera. Sus pechos estaban
erguidos, era muy fácil percibirlo. Su cabello caía más allá de su espalda y la
convertía en una sirena, una sirena de los ríos calmos.
—Entonces
quisiera saber si alguna vez te enamoraste.
— ¿Yo?,
—pestañeaba con reiteración—, bueno, nunca me enamoré porque en realidad sólo
tuve un noviazgo que no prosperó. Pensábamos diferente y mi padre no lo
toleraba, siendo más directa, lo detestaba.
Segundo la
escuchaba con avidez y confirmaba los dichos de Felipe durante la cena en el
hotel: su padre era enfermizo, enfermizo de celos y sumamente protector.
—Digamos que
esa relación no les deparaba un futuro promisorio.
—Absolutamente.
Parece ser que la virginidad es una mala palabra en esta sociedad —lo miraba
con los ojos achinados—. Todos quieren acceder a nuestros cuerpos sin antes
explorar nuestros sentimientos, como si hacer el amor fuese algo primordial
entre dos personas que recién se conocen.
Su voz sonaba
a decepción, a angustia, era evidente que estaba desesperanzada en el amor.
Segundo era consciente de ello, pero por sobre todo intentaba digerir esa
noticia que jamás había imaginado: la princesa de Felipe era virgen e inexperta
en materia del amor. También era una presa fácil aunque plagada de custodios,
eso mismo pensaba él mientras la observaba con sus ojos compasivos. Comenzaba a
estirarse tal cual lo había hecho ella aunque soportando el peso de su cuerpo
completo con el antebrazo derecho, y después se volcó en su dirección para
mirarla bien fijo a los ojos y expresarle:
—No existe
amor más grande que el de una mujer cuando entrega cuerpo, alma y corazón,
siempre y cuando exista amor.
Los ojos de la
joven millonaria brillaban, no era para menos, había expresado lo que ella
justamente deseaba escuchar. Él no compartía su principio de virginidad pero
sostenerlo le favorecía las cosas. Es que Segundo había sido partícipe de una
relación, concluida porque su entonces novia quería postergar su virginidad
hasta tanto se casase. La millonaria se estaba sonrojando, delineaba sonrisas y
lucía su encanto, totalmente complacida. Segundo estaba sacando ventaja de sus
sentimientos encantados, claro está, y se le acercaba para tocarle los pómulos,
con mucha cautela, después de todo no quería inhibirla. Poco antes de tocarle
los labios, la miró a los ojos y le dijo con una voz muy sensual que inclusive
esforzó buscando el impacto:
—Alguna vez
pensé que no todo lo que brilla es oro, pero ahora me siento confundido.
El tímido
oleaje los cercaba y ellos cerraban los ojos para prestarse los labios. Se besaban,
poco a poco se iban rozando las bocas. Él besaba su labio inferior y por
momentos asomaba la puntita de la lengua, amagando con enroscarla en la suya, o
quizá anticipando sus pretensiones inmediatas, y le sostenía las mejillas con
las manos, la tenía cautivada, de hecho abría los ojos y veía su rostro
angelical. Ella estaba entregadísima, tenía los ojos cerrados como si los
tuviera sellados con pegamento, pero justo cuando Segundo los cerraba ella los reabría,
y también lo tomaba de la cabeza pero desde la nuca, para con una tímida voz al
borde del susurro suplicarle:
—Segundo, por
favor: no le comentes nada de esto a tu padre —le ponía el dedo índice entre
los labios, insinuando un pacto de silencio—. Mi papá es muy celoso. Tuve que
pagarle a mi custodio para poder estar a solas con vos.
Resultaba
incomprensible tanta persecución psicológica, o en todo caso la ceguera de su
padre: ella era una veinteañera sobreprotegida como si todavía fuera una
adolescente, o en el peor de los casos, su mascota.
— ¿Tuviste que
pagarle a tu custodio? —le preguntaba, pasmosamente.
—De otra forma
sería imposible conocerte mejor. Papá piensa que soy su propiedad privada —le
echaba la frente en el hombro izquierdo para que él procediera a acariciarle el
cabello, prosiguiendo luego por su espalda—. Hasta llegó a decirme que él mismo se encargaría de elegir a mi
príncipe azul.
—Pues se ha
equivocado, ya lo has encontrado —la acallaba con seguridad.
Y él también
se había callado pero dedicaba esa mudez a la reflexión, pensando en lo
riesgoso que podría resultar el sostenimiento de tal romance. Ella continuaba
echada en su hombro, lo abrazaba desde la cintura y él hacía lo mismo pero le
acariciaba la espalda. Su largo cabello estaba fragante, olía a un perfume muy
parecido al del jazmín, pero Segundo necesitaba cimentar sus sentimientos,
tenía que acampar en su alma y corazón, y para lograrlo comenzaba a recostarla
sobre la popa con delicadeza, para luego rendirle los pectorales en sus pechos
sin llegar a ejercerle presión, solamente la rozaba, con los codos entre sus
axilas y las piernas bien próximas a su pierna izquierda. Avanzaba los labios
por sus pómulos, suaves y lisos como cáscaras de melón, y los besaba, los
besaba sin llegar a ensalivarlos, quería someterla a la seducción, ignorando
esos sentimientos reprimidos que aún recordaban a Martina. Al arribar con los
labios al lóbulo de su oreja izquierda, se detuvo y le susurró:
—Es la primera
vez que siento la necesidad de jugarme por una dama, y haré hasta lo imposible
para que nuestra relación tenga prosperidad. ¡Cuán afortunado me siento tras
haber hallado todo aquello que alguna vez fantaseé encontrar en una mujer!
Como si
viviera en un mundo de fantasías, ella cerraba los ojos y entregaba su boca,
labios que Segundo iba explorando a fuego lento con la lengua, adentrándose
cada vez más en su paladar con sabor a naranjos. Priscilla soñaba despierta,
gozaba cada beso, sentía cada caricia, desconociendo que Segundo no hacía otra
cosa más que pensar en lo trabajoso que resultaría convencer a su padre de que el
corazón de su hija hospedaba ahora un nuevo amor.