Por segunda vez en la tarde, y con una diferencia
horaria de treinta minutos, Segundo recurría a la recepcionista del hotel, en
esta ocasión, con un plan alternativo, algo así como un plan “b”. De hecho, su
plan “a” había sido precario, medio improvisado, porque Segundo creía en la
espontaneidad, con resultados favorables en pocos casos y desfavorables en
muchos otros. La recepcionista seguía sentada del otro lado del mostrador,
ocupada con el teclado de la computadora y atenta a algo que proyectaba el
monitor: lo más parecido a un chat, tal cual lo hacía la secretaria del estudio
donde Segundo trabajaba cada vez que chateaba. Es más, la recepcionista le
hacía muecas al monitor.
—Hola, Sofía —la saludó al llegar—, olvidé
preguntarte algo.
—Ay… hola —se sorprendía ella—, sí… decime, ¿en
qué puedo ayudarte?
—Quería preguntarte si…
— ¿Si?
—Quería preguntarte si… ma… mañana, si mañana puedo…
Segundo se había callado porque la voz esperada
finalmente llegaba desde la puerta principal del hotel. Pedro se había hecho
esperar pero en buen momento reaparecía con su guitarra, cantando y rasgueando
las cuerdas con unos acordes. Afinaba porque era músico. Cantaba a viva voz.
Los turistas le abrían paso, nadie entendía nada pero le prestaban atención, y
él se movía tocando la guitarra como una celebridad musical. Se acercaba al
mostrador, siempre cantando: “Ese lunar que tienes, cielito lindo junto a tu
boca, no se lo des a nadie, cielito lindo que a mí me toca”. Vestía una remera
blanca que estaba pintada con fibra negra, la había escrito con letras
mayúsculas, bastante desparejas que manifestaban: ¡Sofía te amo, muñeca! Se les
acercaba, ella se esforzaba para comprender lo incomprensible: un extraño le
estaba cantando una canción, alguien que en su corta vida jamás había conocido
le declaraba su amor, encima, en su puesto de trabajo. Se estaba sonrojando,
pobre Sofía, acosada por los ojos de Pedro que estaban irritados: había fumado
un porro de marihuana mientras se preparaba para adentrarse en el hotel. Los
tres ya estaban juntitos, ella por detrás del mostrador, tiesa, Segundo del
otro lado y corriéndose de lugar en dirección a la puerta maldita, como él la
había bautizado en sus pensamientos, y Pedro se había arrodillado, rasgueando
las cuerdas de la guitarra, fingiendo un amor inexistente y sonriendo al mismo
tiempo con altas dosis de cinismo. Las cámaras de seguridad de la puerta maldita
giraban hacia el lado del mostrador. Segundo lo estaba advirtiendo. Dos
empleados de seguridad le preguntaban a la recepcionista quién era ese loco que
le cantaba, se referían a Pedro, claro, loco con sus fumarolas pero haciendo
honor a su amistad inquebrantable, porque lo quería como a un hermano, y en
esos instantes sentía unas manos fuertes en sus brazos, los empleados de
seguridad lo estaban agarrando con sus dedos puntiagudos, querían levantarlo y
echarlo del hotel pero lo estaban arrastrando porque él se resistía. Segundo
estaba tensionado pero era el momento ideal para disimular su ingreso por la
puerta maldita. Casi en puntas de pie se fue desplazando, oyendo los forcejeos
de los musculosos empleados de seguridad, y a Pedro que seguía cantando, como
podía. Segundo ya había traspasado la puerta maldita, recorría un pasillo con
terminación en otra puerta. Hacia la puerta fue, casi a las corridas. Al llegar
se detuvo para inspeccionarla. Tenía una manija y la giró: otro pasillo pero
menos largo y más estrecho posaba frente a sus ojos. Comenzó a recorrerlo, con
el corazón en la garganta. Halló un ascensor, lo más parecido a un elevador de
servicio. Corrió la puerta del elevador —una puerta corrediza— y entró en el
habitáculo, tocando la última tecla del tablero electrónico, una tecla que
estaba posicionada por encima de la tecla que conducía al tercer nivel. No
estaba numerada pero contaba con una letra y era la “t”, posiblemente de
terraza. Al cabo de siete segundos que Segundo contó, porque estaba nervioso y
siempre contaba números cuando los nervios lo atormentaban, el ascensor se
detuvo y finalmente salió. A su izquierda había una escalera con tan sólo tres
escalones. A su derecha, un pasillo con terminación en una cortina de tela que
caía desde el marco superior de la abertura. Tenía que elegir, la cortina o los
escalones, y se decidió por la cortina, sin embargo una voz viril lo sorprendía
desde atrás, una voz ciertamente inquietante:
— ¿Qué hacés acá?
Era un muchacho treintañero, morocho, de cabello
corto y con cara de malparido; llevaba puesto un ambo color negro azabache bien
apretado a su cuerpo, y una corbata plateada, era fortachón, como todos los
custodios del hotel. El muchacho acortaba distancia, irradiando fuego con sus
ojos saltones y unos labios rectos, inexpresivos pero para nada simpáticos.
Segundo retrocedió algunos pasos hasta chocarse con una pared, cerraba los
puños, dispuesto a defenderse porque el morocho atacaba, con los puños en alto.
Lo sorprendía con una trompada que Segundo esquivó como si fuese un boxeador
profesional. Una fuerza desconocida lo sometía a la defensiva, sintiendo un
impulso arrasador que desembocaba en sus manos y lo motivaba a lanzarle un
trompazo en la sien. El morocho caía al suelo, noqueado, completamente
desvanecido. La adrenalina fluía por las venas de Segundo, era la primera vez
que se veía forzado a pegarle una trompada a alguien. Estaba confundido por ese
coraje jamás conocido ni aplicado. Se sentía un torero. Sin pensarlo dos veces,
saltó las piernas del morocho y corrió para el lado de la cortina, exaltado,
sudado, con una vena hinchada en la frente. La corrió con la mano y tomó
conocimiento de que estaba en la terraza. Vio una barra techada con tres
estantes repletos de bebidas alcohólicas. Metros atrás había una piscina, en su
interior un hombre de espalda que tapaba a una morocha, era Amalia, estaba
desnuda y el hombre parecía penetrarla con su órgano sexual. Ella jadeaba entre
el borde de la piscina y una escalera de hierro que la mantenía a flote. La
sensual morocha tenía los ojos cerrados pero una cara de goce fenomenal. El
hombre tenía el cabello castaño, bien cortito, con un lunar en el omóplato
derecho que sobresalía en su espalda, encorvada por momentos al penetrarla.
Segundo se les acercaba por un caminito empedrado que bordeaba toda la pileta,
pero se escondió detrás de un arbusto que casi superaba su estatura, justo en
el momento en que ella liberaba un orgasmo descomunal, pero estaba abriendo los
ojos y se percataba de su presencia. El hombre continuaba penetrándola, sin
cesar, ella lo empujaba con las manos, como si quisiera sacárselo de encima, lo
arañaba en el pecho como una gata, hasta que lo apartó y chilló:
— ¡Pará, pará, hay un intruso!
El cincuentón se volteaba, flotaba y se agarraba
de la escalera para mirar hacia atrás. Tenía el rostro fatigado. Lo miró unos
segundos y nadó algunos metros, sumergiéndose luego para poder emerger y apoyar
los codos en el borde de la piscina. Había tomado un celular y alertaba a
alguien, pero de pronto se sumergió para taparla con su cuerpo velludo y medio
panzón. Parecía preocupado. Segundo seguía parado detrás del arbusto, sin saber
que hacer ni decir, le temblaban las piernas, tenía miedo, estaba respirando
confusión y tensión, hasta que reaccionó y se les acercó tímidamente para
decirles, tartamudeando:
—Soy Segundo, Segundo Noruega.
— ¿Quién sos? —le ladró el hombre, muy agitado.
—Florencio Restrepo lo nombró poco antes de su
muerte —explicaba acelerado—, soy el hijo de Antonio Noruega.
— ¡Al agua, carajo, te pueden matar! —le advertía
el hombre.
— ¿Cómo?
—Que te metas al agua, si te ven mis custodios te
pueden balear.
Segundo estaba más que confundido pero presentía sinceridad en sus palabras
siniestras.
Empalideciendo, cerró los ojos y saltó a la
piscina en el preciso instante en que tres custodios armados traspasaban la
cortina y se repartían a lo largo y ancho de la terraza. Le apuntaban a
Segundo, en esos instantes, mojado hasta los huevos.
— ¡No disparen! —les ordenaba el cincuentón.
Estaba alzando la mano derecha mientras con la
otra se esforzaba para flotar. Los custodios seguían apuntándole, concentrados
en quien ya consideraban un enemigo.
— ¡Bajen las armas, carajo! —les exigía su jefe y
se acercaba a Segundo.
— ¿Qué pasa, Francisco? —preguntaba Amalia desde
la escalera.
—No pasa nada, cariño, hoy es un día muy especial.
El rostro de Segundo estaba pálido, tenía la cara
de un enfermo terminal.
—Les doy cinco minutos para que traigan una bata y
lo lleven a mi suite —le ordenaba Francisco a los custodios.
Segundo sentía la lengua adormecida y los
testículos, helados.
—Calma pibe, soy Francisco Reina, ahora estás en
buenas manos.
— ¿Francisco Reina? —le preguntaba él sin caer en
la realidad.
—Así es, hijo, yo era amigo de tu viejo, lo adoraba.
Mis muchachos te conducirán hasta mi suite y quiero que te vistas porque en
media hora te paso a buscar —sorprendía escupiendo agua retenida.
Amalia salía de la piscina desde la escalera,
desnuda pero se tapaba con una toalla amarillenta que estaba echada sobre una
reposera. Francisco nadaba hacia la escalera. Uno de los custodios le acercaba
a Segundo la bata, otro le extendía el brazo para ayudarlo a emerger. Segundo necesitaba
serenarse, al menos un pantalón y una camisa podían secar su pánico.