jueves, 8 de noviembre de 2012

Entrega nro. 22


Por segunda vez en la tarde, y con una diferencia horaria de treinta minutos, Segundo recurría a la recepcionista del hotel, en esta ocasión, con un plan alternativo, algo así como un plan “b”. De hecho, su plan “a” había sido precario, medio improvisado, porque Segundo creía en la espontaneidad, con resultados favorables en pocos casos y desfavorables en muchos otros. La recepcionista seguía sentada del otro lado del mostrador, ocupada con el teclado de la computadora y atenta a algo que proyectaba el monitor: lo más parecido a un chat, tal cual lo hacía la secretaria del estudio donde Segundo trabajaba cada vez que chateaba. Es más, la recepcionista le hacía muecas al monitor.
—Hola, Sofía —la saludó al llegar—, olvidé preguntarte algo.
—Ay… hola —se sorprendía ella—, sí… decime, ¿en qué puedo ayudarte?
—Quería preguntarte si…
— ¿Si?
—Quería preguntarte si… ma… mañana, si mañana puedo…
Segundo se había callado porque la voz esperada finalmente llegaba desde la puerta principal del hotel. Pedro se había hecho esperar pero en buen momento reaparecía con su guitarra, cantando y rasgueando las cuerdas con unos acordes. Afinaba porque era músico. Cantaba a viva voz. Los turistas le abrían paso, nadie entendía nada pero le prestaban atención, y él se movía tocando la guitarra como una celebridad musical. Se acercaba al mostrador, siempre cantando: “Ese lunar que tienes, cielito lindo junto a tu boca, no se lo des a nadie, cielito lindo que a mí me toca”. Vestía una remera blanca que estaba pintada con fibra negra, la había escrito con letras mayúsculas, bastante desparejas que manifestaban: ¡Sofía te amo, muñeca! Se les acercaba, ella se esforzaba para comprender lo incomprensible: un extraño le estaba cantando una canción, alguien que en su corta vida jamás había conocido le declaraba su amor, encima, en su puesto de trabajo. Se estaba sonrojando, pobre Sofía, acosada por los ojos de Pedro que estaban irritados: había fumado un porro de marihuana mientras se preparaba para adentrarse en el hotel. Los tres ya estaban juntitos, ella por detrás del mostrador, tiesa, Segundo del otro lado y corriéndose de lugar en dirección a la puerta maldita, como él la había bautizado en sus pensamientos, y Pedro se había arrodillado, rasgueando las cuerdas de la guitarra, fingiendo un amor inexistente y sonriendo al mismo tiempo con altas dosis de cinismo. Las cámaras de seguridad de la puerta maldita giraban hacia el lado del mostrador. Segundo lo estaba advirtiendo. Dos empleados de seguridad le preguntaban a la recepcionista quién era ese loco que le cantaba, se referían a Pedro, claro, loco con sus fumarolas pero haciendo honor a su amistad inquebrantable, porque lo quería como a un hermano, y en esos instantes sentía unas manos fuertes en sus brazos, los empleados de seguridad lo estaban agarrando con sus dedos puntiagudos, querían levantarlo y echarlo del hotel pero lo estaban arrastrando porque él se resistía. Segundo estaba tensionado pero era el momento ideal para disimular su ingreso por la puerta maldita. Casi en puntas de pie se fue desplazando, oyendo los forcejeos de los musculosos empleados de seguridad, y a Pedro que seguía cantando, como podía. Segundo ya había traspasado la puerta maldita, recorría un pasillo con terminación en otra puerta. Hacia la puerta fue, casi a las corridas. Al llegar se detuvo para inspeccionarla. Tenía una manija y la giró: otro pasillo pero menos largo y más estrecho posaba frente a sus ojos. Comenzó a recorrerlo, con el corazón en la garganta. Halló un ascensor, lo más parecido a un elevador de servicio. Corrió la puerta del elevador —una puerta corrediza— y entró en el habitáculo, tocando la última tecla del tablero electrónico, una tecla que estaba posicionada por encima de la tecla que conducía al tercer nivel. No estaba numerada pero contaba con una letra y era la “t”, posiblemente de terraza. Al cabo de siete segundos que Segundo contó, porque estaba nervioso y siempre contaba números cuando los nervios lo atormentaban, el ascensor se detuvo y finalmente salió. A su izquierda había una escalera con tan sólo tres escalones. A su derecha, un pasillo con terminación en una cortina de tela que caía desde el marco superior de la abertura. Tenía que elegir, la cortina o los escalones, y se decidió por la cortina, sin embargo una voz viril lo sorprendía desde atrás, una voz ciertamente inquietante:
— ¿Qué hacés acá?
Era un muchacho treintañero, morocho, de cabello corto y con cara de malparido; llevaba puesto un ambo color negro azabache bien apretado a su cuerpo, y una corbata plateada, era fortachón, como todos los custodios del hotel. El muchacho acortaba distancia, irradiando fuego con sus ojos saltones y unos labios rectos, inexpresivos pero para nada simpáticos. Segundo retrocedió algunos pasos hasta chocarse con una pared, cerraba los puños, dispuesto a defenderse porque el morocho atacaba, con los puños en alto. Lo sorprendía con una trompada que Segundo esquivó como si fuese un boxeador profesional. Una fuerza desconocida lo sometía a la defensiva, sintiendo un impulso arrasador que desembocaba en sus manos y lo motivaba a lanzarle un trompazo en la sien. El morocho caía al suelo, noqueado, completamente desvanecido. La adrenalina fluía por las venas de Segundo, era la primera vez que se veía forzado a pegarle una trompada a alguien. Estaba confundido por ese coraje jamás conocido ni aplicado. Se sentía un torero. Sin pensarlo dos veces, saltó las piernas del morocho y corrió para el lado de la cortina, exaltado, sudado, con una vena hinchada en la frente. La corrió con la mano y tomó conocimiento de que estaba en la terraza. Vio una barra techada con tres estantes repletos de bebidas alcohólicas. Metros atrás había una piscina, en su interior un hombre de espalda que tapaba a una morocha, era Amalia, estaba desnuda y el hombre parecía penetrarla con su órgano sexual. Ella jadeaba entre el borde de la piscina y una escalera de hierro que la mantenía a flote. La sensual morocha tenía los ojos cerrados pero una cara de goce fenomenal. El hombre tenía el cabello castaño, bien cortito, con un lunar en el omóplato derecho que sobresalía en su espalda, encorvada por momentos al penetrarla. Segundo se les acercaba por un caminito empedrado que bordeaba toda la pileta, pero se escondió detrás de un arbusto que casi superaba su estatura, justo en el momento en que ella liberaba un orgasmo descomunal, pero estaba abriendo los ojos y se percataba de su presencia. El hombre continuaba penetrándola, sin cesar, ella lo empujaba con las manos, como si quisiera sacárselo de encima, lo arañaba en el pecho como una gata, hasta que lo apartó y chilló:
— ¡Pará, pará, hay un intruso!
El cincuentón se volteaba, flotaba y se agarraba de la escalera para mirar hacia atrás. Tenía el rostro fatigado. Lo miró unos segundos y nadó algunos metros, sumergiéndose luego para poder emerger y apoyar los codos en el borde de la piscina. Había tomado un celular y alertaba a alguien, pero de pronto se sumergió para taparla con su cuerpo velludo y medio panzón. Parecía preocupado. Segundo seguía parado detrás del arbusto, sin saber que hacer ni decir, le temblaban las piernas, tenía miedo, estaba respirando confusión y tensión, hasta que reaccionó y se les acercó tímidamente para decirles, tartamudeando:
—Soy Segundo, Segundo Noruega.
— ¿Quién sos? —le ladró el hombre, muy agitado.
—Florencio Restrepo lo nombró poco antes de su muerte —explicaba acelerado—, soy el hijo de Antonio Noruega.
— ¡Al agua, carajo, te pueden matar! —le advertía el hombre.
— ¿Cómo?
—Que te metas al agua, si te ven mis custodios te pueden balear.
Segundo estaba más que confundido pero presentía sinceridad en sus palabras siniestras.
Empalideciendo, cerró los ojos y saltó a la piscina en el preciso instante en que tres custodios armados traspasaban la cortina y se repartían a lo largo y ancho de la terraza. Le apuntaban a Segundo, en esos instantes, mojado hasta los huevos.
— ¡No disparen! —les ordenaba el cincuentón.
Estaba alzando la mano derecha mientras con la otra se esforzaba para flotar. Los custodios seguían apuntándole, concentrados en quien ya consideraban un enemigo.
— ¡Bajen las armas, carajo! —les exigía su jefe y se acercaba a Segundo.
— ¿Qué pasa, Francisco? —preguntaba Amalia desde la escalera.
—No pasa nada, cariño, hoy es un día muy especial.
El rostro de Segundo estaba pálido, tenía la cara de un enfermo terminal.
—Les doy cinco minutos para que traigan una bata y lo lleven a mi suite —le ordenaba Francisco a los custodios.
Segundo sentía la lengua adormecida y los testículos, helados.
—Calma pibe, soy Francisco Reina, ahora estás en buenas manos.
— ¿Francisco Reina? —le preguntaba él sin caer en la realidad.
—Así es, hijo, yo era amigo de tu viejo, lo adoraba. Mis muchachos te conducirán hasta mi suite y quiero que te vistas porque en media hora te paso a buscar —sorprendía escupiendo agua retenida.
Amalia salía de la piscina desde la escalera, desnuda pero se tapaba con una toalla amarillenta que estaba echada sobre una reposera. Francisco nadaba hacia la escalera. Uno de los custodios le acercaba a Segundo la bata, otro le extendía el brazo para ayudarlo a emerger. Segundo necesitaba serenarse, al menos un pantalón y una camisa podían secar su pánico.