lunes, 19 de noviembre de 2012

Entrega nro. 35


Corría el año 1973. El invierno cedía protagonismo a la primavera: extrañas insignias de amor y paz se adueñaban de los ideales adolescentes, simbolizados también por atuendos multicolores que odiaban la guerra maldita pero alababan la libertad ilimitada. Las fumarolas fluían por los aires, las Cataratas de Iguazú creaban nubes espesas y convertían los paisajes en escenarios formidables, como espectáculos a la intemperie con decorados imponentes. Los turistas quedaban cautivos de sus encantos naturales, esas tierras magníficas seducían hasta a las lombrices que solían desviar el curso de sus obras arquitectónicas como consecuencia de la humedad de las napas crecientes. El aire olía a aire, mientras las urbes respiraban humo tóxico de caños de escape. Las larvas se independizaban para permitirse a la libertad de los vuelos en calidad de mariposas, multicolores, como también lo hacían varios artistas que se refugiaban en la soledad de la provincia misionera en el afán de hallar musas inspiradoras. Podían oírse diferentes idiomas, diferentes tonadas, la universalidad de los pueblos del planeta tierra olvidaba, transitoriamente, los límites fronterizos, conformando una sociedad libre de prejuicios, sin distinción de sexo, raza o religión. Todo giraba en torno a la grandeza, la bondad, la generosidad, pero también al amor porque muchos enamorados declaraban sus sentimientos frente a la majestuosidad de unas cascadas que conformaban “La Garganta del Diablo”. La vista panorámica era grandiosa. A pocos kilómetros, la selva centenaria purificaba los pulmones de la gran manzana terrestre, libre de la destrucción humana, al menos por un tiempo. Las imponentes Cataratas estaban rodeadas de palcos, en realidad eran pasajes públicos con barandas de madera desde donde se podía apreciar a simple vista la magia desmedida y natural de las cascadas. Eran palcos, como en los teatros, aunque sin butacas, dignos de ser visitados hasta el hartazgo. Con los codos apoyados en una de esas barandas, estaba Antonio Noruega, conversando con su socio y amigo personal, Felipe Gianittore. El calor se hacía prácticamente insoportable pero ellos vestían ropa veraniega y de alguna manera gozaban de buena ventilación: usaban pantalones cortos, bien parecidos a los shorts, el de Antonio era clarito como el agua que caía desde las Cascadas, y el de Felipe del mismo color que podía contemplarse en el horizonte, un verde oscuro como el de la selva misionera. Protegían sus cabezas con unos sombreros pajosos, eran idénticos. Antonio tenía muchos admiradores, sobre todo admiradoras: ¿qué mejor que un sombrero para que nadie lo reconociera? Ese encuentro requería privacidad, el piloto rompía corazones y cautivaba a miles de apasionados por el vértigo y la velocidad.
—Felipe: ¿te parece confiable Franco?
—Totalmente confiable. Ese bicho es un hombre de negocios, un emprendedor nato.
—Pero tengamos presente que ordenó matar a un periodista por el simple hecho de tomarle una fotografía cuando veraneaba con su amante en las playas de Las Grutas —se pausaba para secarse el sudor que recorría su frente, con un pañuelo de seda—, es muy impulsivo y sabés muy bien que a mí los impulsivos no me simpatizan.
—Es que todos somos impulsivos, mi querido campeón. Tu mujer debe de serlo.
— ¿Por qué decís eso?
—Llevar una criatura en el vientre no debe ser una tarea sencilla.
—Lleva cuatro meses de embarazo y estamos ansiosos.
— ¿Cómo piensan llamarlo?
—Acordamos llamarla Martina, pero si nace un varón se llamará Segundo. Ella está en desacuerdo pero terminará resignándose en sus intentos para imponer la última palabra.
—Eso es un macho —asentía con la cabeza—. A las mujeres nunca hay que cederles territorio, desde el anonimato tejen sus redes y asumen el poder natural que la vida nos concede. Son listas, muy astutas.
—En esto estamos de acuerdo.
Habían dejado de dialogar porque necesitaban oxigenarse, no podían prescindir de un hondo respiro de pureza ante tanta humedad que las fumarolas elevaban cual producción en serie, pero Antonio seguía pensando en ese empresario en quien Felipe depositaba todas sus esperanzas lucrativas, de hecho su cara verseaba una severa confusión, más allá del calor insoportable que acomplejaba sus pensamientos. Tenían las espaldas sudadas y demasiado dinero en las cabezas como para acallar tantos intereses:
—Retomando el tema que me preocupa —hablaba Francisco—, quisiera disponer de más información con respecto a ese tal Franco. Más allá de que sostengas tu confianza en él, necesitamos conocer su pasado, todos sus contactos y sus influencias más relevantes, entre otros asuntos de interés.
—Siempre igual, Tony —cabeceaba en señal de enfado—, en su momento desconfiabas de Araña, ¿y cómo nos fue? ¿Acaso te he defraudado?
—Eran otras las circunstancias. Además, Araña es un hombre leal.
—Pero da la sensación de que desconfiás de todo el mundo, incluyéndome a mí que me rompo el culo trabajando para vos.
—Hay mucha guita en juego, Felipe. Ahora soy un hombre famoso y no hay margen para los errores.
—Podés dejar de quejarte, todo está bajo control. Si Felipe Gianittore te asegura que Franco es confiable es porque Franco es confiable. No entiendo por qué dudás tanto. Mejor vayamos a apostar —se daba vuelta para irse—, tengo pálpitos que no quiero desperdiciar.
—El casino puede esperar —lo detenía agarrándolo de su hombro derecho—. No habrá negocio alguno hasta tanto consigas esa puta información.
Además de vapor, se respiraba tensión, tanta que Felipe se rascaba las mejillas, horneadas por el intenso sol de ese clima tropical. A toda costa quería concretar la transacción pero dependía de Antonio para avanzar con las negociaciones. Si bien en el trato aparentaban ocupar el mismo puesto jerárquico, Antonio supervisaba su trabajo, siendo siempre el dueño de la última palabra, en realidad de su última palabra porque ambos dependían de una cúspide oscura que muy pocos conocían. Felipe solamente pensaba en lucrar, quería enriquecerse para convertirse en alguien poderoso y respetado, y odiaba las órdenes, sobremanera cuando eran impartidas por Antonio porque era él quien se ganaba todos los reconocimientos y sus méritos eran siempre ignorados. Felipe tenía bien en claro por qué y para quién trabajaba pero su trabajo era su vida, más importante que su madre, lo era absolutamente todo; tenía un buen pasar económico pero se hallaba anclado jerárquicamente y su ambición lo empujaba hacia el maldito camino de la envidia, sentimiento revulsivo que en esos instantes rebrotaba con fiereza y lo impulsaba a la reacción:
—Tus caprichos me tiene harto. Mientras vos conducís los carros y disfrutás de tu fama, yo me rompo el culo para que nuestros planes resulten exitosos, y como si eso fuera poco, después reaccionás con cobardías dignas de alguien que ya no tiene las pelotas en su lugar.
— ¿Me estás hablando en serio?
— ¿Te parece que estoy bromeando?
Antonio lo miraba con perplejidad, también con extrañeza porque Felipe solía reaccionar con agresividad pero nunca lo había hecho como en esa ocasión, ahora estaba violento y dos venas de su frente se le hinchaban. No sabía qué decirle aunque quería retarlo, para eso imponía su cuerpo, apoyando la cintura en la baranda del precipicio, cediéndole la espalda a la bravura de las cataratas. Felipe lo enfrentaba con las manos ubicadas por detrás de la cintura, se había acercado tanto que casi le pisaba los pies. A lo lejos, el sonido de las aguas inquietas perseguía una relajación que apenas lograba concretar.
—Tampoco es justo que me trates así —Antonio se decidía a retarlo—. ¿Quién sos vos para hablarme de esa manera?
—Felipe Gianittore. ¿Te parece poco?
Y la tregua perduraba tan sólo unos pocos segundos —tres en total— ya que Antonio reaccionaba con toda su irritación a cuestas:
—Creo que necesitás tomarte unas vacaciones. Tanto trabajo te está afectando la cabeza.
Felipe tenía un rostro de impotencia que se conjugaba con la ira. Nadie valoraba sus esfuerzos. Tanta bronca acumulada durante tanto tiempo estaba al borde de su erupción, como un volcán que quería escupir su lava. Cerraba los ojos y los reabría, posiblemente intentando persuadir sus pensamientos alocados sin llegar a lograrlo: una fuerza interior lo impulsaba a levantar las manos hasta terminar prendido a su cuello. Lo presionaba como un tigre que buscaba desgarrar el cogote de su presa. Antonio padecía su ira en la indefensión total, estaba entre su fuerza y el precipicio misionero.
— ¡Me estás dejan…do sin aire! —alcanzó a decirle con la garganta seca.
Se estaba asfixiando, le faltaba el aire. Felipe le enterraba las uñas en el cuello.
—Hace tiempo que me estoy quedando sin aire, Antonio Noruega.
Felipe estaba endemoniado, presionaba su cuello y descargaba su bronca en su castigada yugular. Actuaba cual mercenario. Encima lo estaba empujando más allá de la baranda, una baranda de madera que se las rebuscaba para soportar el peso completo de dos hombres forcejeando por la vida y el honor.
—Me voy a caer, ¡solta…me! —le suplicaba Antonio.
Pero Felipe seguía aferrado a su cuello, estaba totalmente cegado. Lo empujaba cada vez más, como si hubiese perdido la noción del espacio. La voraz “Garganta del Diablo” parecía preparar sus colmillos para devorar a quien cayera dentro de su paladar. La tensión era espeluznante, horripilante, escalofriante.
—Te voy a soltar siempre y cuando te quede claro que ya no soy un títere. ¡Cobarde! —lo insultaba enfadado hasta finalmente soltarlo.
Antonio inhalaba aire como podía, necesitaba oxigenarse, se sentía mareado, pero su cuerpo se desvanecía y caía rendido sobre la baranda del precipicio, primero con la cintura y después con el torso. Para su suerte, Felipe reaccionaba a tiempo, temiendo lo peor: se había percatado de que estaba desmayado y su cuerpo caía directamente hacia el acantilado. Encima una ráfaga de viento lo arrastraba cada vez más, hasta traspasar la baranda y comenzar a caer. Milagrosamente, Felipe había logrado sujetarlo desde la pierna derecha, se había lanzado cual arquero de fútbol persiguiendo desesperadamente atrapar un balón. Antonio estaba suspendido entre la baranda y la saliva del diablo que emergía en forma de fumarola. Felipe lo sostenía, a pesar de todo no quería verlo morir. En esas condiciones, Antonio parecía una bandera deshecha flameando en el cálido aire tropical.
— ¡Ayuda… ayuda por favor! —vociferaba Felipe hacia los alrededores sin quitarle la mirada a su cuerpo tambaleante.
Tres muchachos rubios que recorrían la zona corrían para socorrerlos. Antonio caía en picada mortal. Felipe advertía que su pierna se le escapaba, había mucho vapor y eso lo desesperaba, estaba tan indignado que no paraba de rogarle: “perdón Antonio, perdón”.