Corría el año
1973. El invierno cedía protagonismo a la primavera: extrañas insignias de amor
y paz se adueñaban de los ideales adolescentes, simbolizados también por
atuendos multicolores que odiaban la guerra maldita pero alababan la libertad ilimitada.
Las fumarolas fluían por los aires, las Cataratas de Iguazú creaban nubes
espesas y convertían los paisajes en escenarios formidables, como espectáculos
a la intemperie con decorados imponentes. Los turistas quedaban cautivos de sus
encantos naturales, esas tierras magníficas seducían hasta a las lombrices que
solían desviar el curso de sus obras arquitectónicas como consecuencia de la
humedad de las napas crecientes. El aire olía a aire, mientras las urbes
respiraban humo tóxico de caños de escape. Las larvas se independizaban para
permitirse a la libertad de los vuelos en calidad de mariposas, multicolores,
como también lo hacían varios artistas que se refugiaban en la soledad de la
provincia misionera en el afán de hallar musas inspiradoras. Podían oírse
diferentes idiomas, diferentes tonadas, la universalidad de los pueblos del
planeta tierra olvidaba, transitoriamente, los límites fronterizos, conformando
una sociedad libre de prejuicios, sin distinción de sexo, raza o religión. Todo
giraba en torno a la grandeza, la bondad, la generosidad, pero también al amor
porque muchos enamorados declaraban sus sentimientos frente a la majestuosidad
de unas cascadas que conformaban “La Garganta del Diablo”. La vista panorámica era grandiosa.
A pocos kilómetros, la selva centenaria purificaba los pulmones de la gran
manzana terrestre, libre de la destrucción humana, al menos por un tiempo. Las
imponentes Cataratas estaban rodeadas de palcos, en realidad eran pasajes
públicos con barandas de madera desde donde se podía apreciar a simple vista la
magia desmedida y natural de las cascadas. Eran palcos, como en los teatros,
aunque sin butacas, dignos de ser visitados hasta el hartazgo. Con los codos
apoyados en una de esas barandas, estaba Antonio Noruega, conversando con su
socio y amigo personal, Felipe Gianittore. El calor se hacía prácticamente
insoportable pero ellos vestían ropa veraniega y de alguna manera gozaban de
buena ventilación: usaban pantalones cortos, bien parecidos a los shorts, el de
Antonio era clarito como el agua que caía desde las Cascadas, y el de Felipe
del mismo color que podía contemplarse en el horizonte, un verde oscuro como el
de la selva misionera. Protegían sus cabezas con unos sombreros pajosos, eran idénticos.
Antonio tenía muchos admiradores, sobre todo admiradoras: ¿qué mejor que un
sombrero para que nadie lo reconociera? Ese encuentro requería privacidad, el
piloto rompía corazones y cautivaba a miles de apasionados por el vértigo y la
velocidad.
—Felipe: ¿te
parece confiable Franco?
—Totalmente
confiable. Ese bicho es un hombre de negocios, un emprendedor nato.
—Pero tengamos
presente que ordenó matar a un periodista por el simple hecho de tomarle una
fotografía cuando veraneaba con su amante en las playas de Las Grutas —se
pausaba para secarse el sudor que recorría su frente, con un pañuelo de seda—,
es muy impulsivo y sabés muy bien que a mí los impulsivos no me simpatizan.
—Es que todos
somos impulsivos, mi querido campeón. Tu mujer debe de serlo.
— ¿Por qué
decís eso?
—Llevar una
criatura en el vientre no debe ser una tarea sencilla.
—Lleva cuatro
meses de embarazo y estamos ansiosos.
— ¿Cómo
piensan llamarlo?
—Acordamos
llamarla Martina, pero si nace un varón se llamará Segundo. Ella está en
desacuerdo pero terminará resignándose en sus intentos para imponer la última
palabra.
—Eso es un
macho —asentía con la cabeza—. A las mujeres nunca hay que cederles territorio,
desde el anonimato tejen sus redes y asumen el poder natural que la vida nos
concede. Son listas, muy astutas.
—En esto
estamos de acuerdo.
Habían dejado
de dialogar porque necesitaban oxigenarse, no podían prescindir de un hondo
respiro de pureza ante tanta humedad que las fumarolas elevaban cual producción
en serie, pero Antonio seguía pensando en ese empresario en quien Felipe
depositaba todas sus esperanzas lucrativas, de hecho su cara verseaba una severa
confusión, más allá del calor insoportable que acomplejaba sus pensamientos.
Tenían las espaldas sudadas y demasiado dinero en las cabezas como para acallar
tantos intereses:
—Retomando el
tema que me preocupa —hablaba Francisco—, quisiera disponer de más información
con respecto a ese tal Franco. Más allá de que sostengas tu confianza en él,
necesitamos conocer su pasado, todos sus contactos y sus influencias más
relevantes, entre otros asuntos de interés.
—Siempre
igual, Tony —cabeceaba en señal de enfado—, en su momento desconfiabas de
Araña, ¿y cómo nos fue? ¿Acaso te he defraudado?
—Eran otras
las circunstancias. Además, Araña es un hombre leal.
—Pero da la
sensación de que desconfiás de todo el mundo, incluyéndome a mí que me rompo el
culo trabajando para vos.
—Hay mucha
guita en juego, Felipe. Ahora soy un hombre famoso y no hay margen para los
errores.
—Podés dejar
de quejarte, todo está bajo control. Si Felipe Gianittore te asegura que Franco
es confiable es porque Franco es confiable. No entiendo por qué dudás tanto.
Mejor vayamos a apostar —se daba vuelta para irse—, tengo pálpitos que no
quiero desperdiciar.
—El casino
puede esperar —lo detenía agarrándolo de su hombro derecho—. No habrá negocio
alguno hasta tanto consigas esa puta información.
Además de
vapor, se respiraba tensión, tanta que Felipe se rascaba las mejillas,
horneadas por el intenso sol de ese clima tropical. A toda costa quería
concretar la transacción pero dependía de Antonio para avanzar con las
negociaciones. Si bien en el trato aparentaban ocupar el mismo puesto
jerárquico, Antonio supervisaba su trabajo, siendo siempre el dueño de la
última palabra, en realidad de su última palabra porque ambos dependían de una
cúspide oscura que muy pocos conocían. Felipe solamente pensaba en lucrar,
quería enriquecerse para convertirse en alguien poderoso y respetado, y odiaba
las órdenes, sobremanera cuando eran impartidas por Antonio porque era él quien
se ganaba todos los reconocimientos y sus méritos eran siempre ignorados.
Felipe tenía bien en claro por qué y para quién trabajaba pero su trabajo era
su vida, más importante que su madre, lo era absolutamente todo; tenía un buen
pasar económico pero se hallaba anclado jerárquicamente y su ambición lo
empujaba hacia el maldito camino de la envidia, sentimiento revulsivo que en
esos instantes rebrotaba con fiereza y lo impulsaba a la reacción:
—Tus caprichos
me tiene harto. Mientras vos conducís los carros y disfrutás de tu fama, yo me
rompo el culo para que nuestros planes resulten exitosos, y como si eso fuera
poco, después reaccionás con cobardías dignas de alguien que ya no tiene las
pelotas en su lugar.
— ¿Me estás
hablando en serio?
— ¿Te parece
que estoy bromeando?
Antonio lo
miraba con perplejidad, también con extrañeza porque Felipe solía reaccionar
con agresividad pero nunca lo había hecho como en esa ocasión, ahora estaba
violento y dos venas de su frente se le hinchaban. No sabía qué decirle aunque
quería retarlo, para eso imponía su cuerpo, apoyando la cintura en la baranda
del precipicio, cediéndole la espalda a la bravura de las cataratas. Felipe lo
enfrentaba con las manos ubicadas por detrás de la cintura, se había acercado
tanto que casi le pisaba los pies. A lo lejos, el sonido de las aguas inquietas
perseguía una relajación que apenas lograba concretar.
—Tampoco es
justo que me trates así —Antonio se decidía a retarlo—. ¿Quién sos vos para
hablarme de esa manera?
—Felipe
Gianittore. ¿Te parece poco?
Y la tregua
perduraba tan sólo unos pocos segundos —tres en total— ya que Antonio reaccionaba
con toda su irritación a cuestas:
—Creo que
necesitás tomarte unas vacaciones. Tanto trabajo te está afectando la cabeza.
Felipe tenía
un rostro de impotencia que se conjugaba con la ira. Nadie valoraba sus
esfuerzos. Tanta bronca acumulada durante tanto tiempo estaba al borde de su
erupción, como un volcán que quería escupir su lava. Cerraba los ojos y los
reabría, posiblemente intentando persuadir sus pensamientos alocados sin llegar
a lograrlo: una fuerza interior lo impulsaba a levantar las manos hasta terminar
prendido a su cuello. Lo presionaba como un tigre que buscaba desgarrar el
cogote de su presa. Antonio padecía su ira en la indefensión total, estaba
entre su fuerza y el precipicio misionero.
— ¡Me estás
dejan…do sin aire! —alcanzó a decirle con la garganta seca.
Se estaba
asfixiando, le faltaba el aire. Felipe le enterraba las uñas en el cuello.
—Hace tiempo
que me estoy quedando sin aire, Antonio Noruega.
Felipe estaba
endemoniado, presionaba su cuello y descargaba su bronca en su castigada
yugular. Actuaba cual mercenario. Encima lo estaba empujando más allá de la
baranda, una baranda de madera que se las rebuscaba para soportar el peso completo
de dos hombres forcejeando por la vida y el honor.
—Me voy a
caer, ¡solta…me! —le suplicaba Antonio.
Pero Felipe
seguía aferrado a su cuello, estaba totalmente cegado. Lo empujaba cada vez
más, como si hubiese perdido la noción del espacio. La voraz “Garganta del Diablo”
parecía preparar sus colmillos para devorar a quien cayera dentro de su
paladar. La tensión era espeluznante, horripilante, escalofriante.
—Te voy a
soltar siempre y cuando te quede claro que ya no soy un títere. ¡Cobarde! —lo
insultaba enfadado hasta finalmente soltarlo.
Antonio
inhalaba aire como podía, necesitaba oxigenarse, se sentía mareado, pero su
cuerpo se desvanecía y caía rendido sobre la baranda del precipicio, primero
con la cintura y después con el torso. Para su suerte, Felipe reaccionaba a
tiempo, temiendo lo peor: se había percatado de que estaba desmayado y su
cuerpo caía directamente hacia el acantilado. Encima una ráfaga de viento lo arrastraba
cada vez más, hasta traspasar la baranda y comenzar a caer. Milagrosamente, Felipe
había logrado sujetarlo desde la pierna derecha, se había lanzado cual arquero
de fútbol persiguiendo desesperadamente atrapar un balón. Antonio estaba
suspendido entre la baranda y la saliva del diablo que emergía en forma de
fumarola. Felipe lo sostenía, a pesar de todo no quería verlo morir. En esas
condiciones, Antonio parecía una bandera deshecha flameando en el cálido aire
tropical.
— ¡Ayuda…
ayuda por favor! —vociferaba Felipe hacia los alrededores sin quitarle la
mirada a su cuerpo tambaleante.
Tres muchachos
rubios que recorrían la zona corrían para socorrerlos. Antonio caía en picada
mortal. Felipe advertía que su pierna se le escapaba, había mucho vapor y eso
lo desesperaba, estaba tan indignado que no paraba de rogarle: “perdón Antonio,
perdón”.