Un par de
horas después, Francisco relataba y Segundo prestaba sus oídos, escuchando con
avidez cada detalle de los vertiginosos episodios que se habían desatado en el Casino.
Parecía un oyente encantado por un cuento, pero no estaba oyendo un cuento, oía
un hecho real, una realidad que Francisco no quería ni podía dejar de contar.
Estaban sentados en una reposera de la terraza de su hotel, en el mismo lugar
que una tarde los había presentado, pero era de noche y Amalia no estaba,
tampoco estaban sus jadeos ni las armas de los custodios que alguna vez le
apuntaron a Segundo, estaban solos, entusiasmados, entibiados por el aire que
soplaban las ventiscas desde el río, iluminados por las farolas que se repartían
a lo largo de la piscina. Bebían champagne, no era para menos, una botella
descansaba en el interior de un balde que también contenía una hielera. Por
primera vez Segundo se sentía forzado a interrumpirlo, sus jocosas palabras
rogaban exposición:
—Salió el
veintitrés, ¿y luego?
—Y luego ganamos
una fortuna. Pero la cosa no terminó ahí, sabía muy bien que Felipe es un
jugador compulsivo, de hecho te lo comenté en el gimnasio, es un jugador
empedernido que le interesa sentir adrenalina, la adrenalina del riesgo. Si
hubieras estado ahí opinarías lo mismo.
—Pero, ¿luego?
—Liberaba su ansiedad—, ¿qué pasó luego?
—Después de
esperar a que nos repartieran las fichas ganadas, seguimos apostando y…
…Fundamos a
estos canallas —insultaba Felipe a viva voz.
Los pómulos
del crupier estaban sudados. Su supervisor había pasado de la preocupación al
fastidio, lo miraba y presionaba a lanzar una bolilla que favoreciera a la
banca del Casino. En ese ínterin, Felipe llamaba a una camarera que desfilaba
por el paño contiguo, tenía unos pechos gigantescos:
—Hola linda.
¿Podrías servirme un whiskey? ¿Toma whiskey, cierto? —le consultaba a
Francisco.
—Claro, este
acontecimiento merece un whiscacho.
—Entonces queremos
dos caballitos blancos —le decía a la camarera.
— ¿Con hielo?
—preguntaba ella.
—Con hielo,
mis venas acogen demasiada sangre caliente —ironizaba Felipe y se reía.
Sus custodios
de traje gris seguían inmóviles como estatuas marmoladas, en realidad no hacían
otra cosa más que inspeccionar las inmediaciones de la mesa donde ellos apostaban.
— ¿Y ahora qué
hacemos? —le preguntaba Felipe mientras la camarera se retiraba.
—Dejemos que
el renacuajo lance su bola y luego apostamos.
—Bárbaro.
Lance la bola —le ordenaba de inmediato al crupier.
La bolilla
retomaba su travesía por el cilindro. Ya había girado unas dos o tres veces.
— ¡Ataquemos!
—anunciaba a viva voz Francisco y comenzaba a arrastrar una pila de fichas
rojas al casillero número tres.
—Salió el
veintitrés, la suma da cinco —deliraba Felipe, presionado por la cuenta
regresiva del “no va más”—, si lo invertimos obtenemos el treinta y dos.
Apostemos también a esos números.
—Vayamos por
esos números pero no se olvide de jugar también al tres.
—Si jugamos al
tres, tenemos que jugar también al doce, y al… —pensaba— al treinta y cinco.
—De acuerdo,
juguemos rápido.
La bolilla
estaba por caer. El crupier ya había detenido las apuestas. Finalmente caía moribunda
en un casillero aunque el cilindro siguiera girando.
— ¡Qué lo
pario, hemos ganado! —exclamaba Felipe completamente desequilibrado.
Era la primera
vez que sus custodios de traje gris enseñaban una sonrisa.
—Colorado el
tres —balbuceaba el crupier.
El supervisor estaba
incrédulo, claramente angustiado, otro duro golpe dinamitaba sus esperanzas de
lucro.
—Esto es
demasiado —exageraba Francisco—. ¡Qué equipo, por favor!
—Querido
Francisco, la noche es nuestra…
…— ¿Acertaste
dos número consecutivos? —irrumpía Segundo con su asombro—. No es posible, no
puede ser. ¿Cómo reaccionaba el crupier?
—Como un pavo.
Parecía mentira pero sucedió, y yo… yo estaba muy inspirado. Menos mal que no
frecuento esas apuestas sino sería un ludópata.
— ¿Y Felipe…
Felipe qué hacía?
—El infeliz
estaba enloquecido.
—Pero… ¿cuánto
ganaron?
—No sé, a esa
altura no sabía ni dónde estaba parado, pero teníamos muchas fichas, las mías
era rojas y las de Felipe, amarillas.
—Imagino que
dejaron de apostar.
—Era eso lo
que más quería pero no, el maldito hijo de perra quería continuar con sus apuestas,
y no tuve más alternativa que seguirle la corriente. Su avaricia lo impulsaba a
ganar cada vez más y los ojos del casino ya posaban sobre nosotros. En un
momento dado, estábamos rodeados de gente, nadie podía creer la suma de dinero
que estábamos cosechando.
— ¿Y qué
hicieron luego?
—El supervisor
reemplazó al crupier por otro muchacho que tenía cara de mal tipo, o al menos
se hacía el malo para intimidarnos. Mis custodios seguían el juego desde el
paño contiguo pero los de Felipe habían formado una muralla humana como para
que nadie pudiera interceptar nuestras apuestas. La camarera alcanzó los tragos
y seguimos apostando…
…—Gracias,
bombón. ¿Cuál es tu nombre? —le preguntaba Felipe a la camarera.
—Rosario.
— ¿Rosario?
Habría que rezarle un rosario a tus padres. ¿Qué opina, Francisco?
—Opino que es
una mujer bendecida.
La bella camarera
les guiñaba con un ojo, luego con el otro mientras apoyaba los tragos en el
borde del paño, en las cavidades de unos hoyos de bronce que supuestamente
cumplían ese propósito. También había ceniceros pero estaban cubiertos de
colillas. Felipe se sentía agradecido, extraía cinco fichas de uno de sus
pilones, por la suma total de cincuenta dólares, o unos doscientos pesos
argentinos, y se los entregaba a la camarera en calidad de propina, ella
respondía con un gesto de agradecimiento: aflojaba las rodillas y agachaba la
cabeza cual súbdito ante un reinado. Lucía feliz Felipe, mojándose los labios con
un sorbo. Le brillaban las pupilas. Después se acercó a Francisco para decirle
con la boca bien próxima al lóbulo de su oreja izquierda:
—Se me ha
ocurrido una idea brillante: apostemos poco, cuando el crupier suelte la bola
apostamos todas las fichas al sector del cero. ¿Qué le parece? Es una estrategia
arriesgada pero muy prometedora.
Francisco
conocía de antemano que no estaba tratando con un sujeto cualquiera, trataba
con un sujeto preponderadamente ambicioso que no aceptaba los rechazos, un
malparido acostumbrado a ejercer poder. Ganar o perder la última apuesta
aportaría la prueba que para Felipe valía oro: la confianza.
—A mayor
riesgo, mayor ganancia —opinaba Francisco—. Hagamos saltar la banca.
—Así me gusta
caballero, quiero más riesgo.
— ¿Van a
seguir apostando? —les preguntaba con desprecio el supervisor, parado del otro
lado del paño.
—Queremos
cerrar la noche con una ganancia redonda —miraba con complicidad a Francisco y
le preguntaba: ¿jugamos las veinte fichas sobrantes?
—Sí, claro, en
mi billetera no hay lugar para los Sarmientos. ¿En la suya?
—En la mía
tampoco. Lance la bola, por favor.
El crupier
hacía girar el cilindro, era un treintañero que de hecho actuaba cual robot
porque no pestañeaba y apenas brindaba señales de que respiraba. Giraba la
bolilla en los dedos de una mano, tenía una habilidad sorprendente, pero
repentinamente la soltaba en el cilindro y la bolilla comenzaba a rodar. Ellos
no hablaban. Todas las fichas estaban al margen del tablero. Felipe comenzaba a
arrastrarlas, quería apostarlas a los números vecinos del cero. Francisco
aportaba lo suyo con sus fichas rojizas. Estaban apostando fuertísimo. El
supervisor lo veía todo con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Por
momentos las sacaba y después las volvía a meter. Estaba tensionado, rogaba en
su interior que el diablo metiera la cola. El silencio era abrumador, hasta que
la bolilla picó en unos casilleros del cilindro y finalmente caía. Ellos habían
visto el número ganador pero no comentaban. Tenían la respiración entrecortada.
Estaban pasmados. El crupier se esmeraba para levantar la voz, también le
costaba hablar, tenía un nudo en la garganta:
—Colorado el
treinta y dos —informaba a duras penas.
Y recién en
ese momento Felipe podía desahogarse, emitiendo ondas sonoras que acaparaban la
atención de los setenta y dos jugadores que apostaban en el salón:
— ¡La
reputísima madre que lo re mil parió! Permítame un abrazo, don Francisco.
—Por supuesto
—se dejaba abrazar—, esta velada merece una celebración. Lo invito a cenar en
mi hotel.
Felipe no lo
soltaba, estaba prendido a su espalda como una garrapata:
—Será un honor
compartir la cena con usted, porque usted es una sensación. De casualidad, ¿es
el propietario del hotel en Puerto Madero?
—El mismo, soy
propietario de “La
Estrella Fugaz ”.
Seguía sin
soltarlo, hasta le hacía sentir el filo de las uñas en los omóplatos.
— ¡Con razón!
Me resultaba conocido. Sólo quiero decirle que jamás he ganado tanto dinero.
—En la ruleta,
no tengo dudas de que usted es un exitoso emprendedor.
Increíblemente,
seguían abrazados. Felipe no lo soltaba. El supervisor entablaba una comunicación
a través de un celular, usaba la mano izquierda para taparse la boca mientras
dialogaba.
…— ¿Qué pasa,
Segundo?
Es que Segundo
había abandonado la reposera y ya estaba parado, mirando el horizonte oscuro
que se recostaba a lo lejos en el río.
— ¿Cómo haces?
—le decía él en voz baja.
— ¿Cómo hago
qué?
— ¿Cómo haces
para alcanzar todos tus propósitos?
—Son años de
calle, pibe. Tampoco olvides que llevo décadas programándolo todo. Lo
importante es que somos un equipo y tenemos en claro nuestros objetivos.
Francisco
seguía sentado en la reposera, apoyaba la espalda en el respaldo, descansando
los pies en el piso embaldosado. Estaba estudiando sus comportamientos porque
Segundo actuaba con extrañeza.
— ¿Cuánto
ganaron? —murmuraba sin desviar la mirada del horizonte.
—Quebramos la
banca. Nos entregaron dos cheques porque Felipe quería repartir la ganancia de
manera equitativa. Dinero le sobra a ese infeliz, lo único que le interesaba era
despreciar a los dueños del Casino. ¿Estás bien? Mañana lo tenemos acá, en
nuestro hotel.
— ¿Perdón? —se
volteaba abruptamente.
—Que mañana lo
tenemos acá, lo invité a cenar en nuestro hotel.
—No lo puedo
creer.
—Créelo.
Segundo se
estaba inquietando, iba y venía por el borde de la piscina con la mirada echada
en las baldosas, pero de pronto se le acercaba enérgicamente hasta pararse
entre sus piernas:
— ¿Podrías
despojar esas nalgas de la reposera?
—No entiendo.
—Que te pares.
¡Dale!
Mientras
Francisco se incorporaba, él se desprendía los botones de la camisa, no sólo
eso, también se la quitaba. Después prosiguió con el pantalón, desabrochándose
el cierre de una única tirada. Francisco no entendía nada:
— ¿Qué hacés?
—le preguntaba asombrado.
—Me saco la
ropa. ¿No ves?
— ¿Se puede
saber para qué?
—Para celebrar
—arrojaba de una patada el pantalón hacia una de las macetas—. Todo esto se
merece un sacudón.
— ¿Un sacudón?
—Sí, dale,
sacate la ropa.
—Con una
condición —Segundo asentía—, ¿qué te mudes a nuestro hotel? Quiero que mañana
mismo vayas por tus cosas y te instales en la suite que me sucede.
—Trato hecho.
Ahora sacate la ropa.
Francisco
seguía sin entender nada pero comenzaba a sacarse todo, dejando a la intemperie
un bóxer negro con una franja blanca en su extremo superior, entre su ombligo y
unos vellos púbicos muy pendejos que asomaban desde sus genitales.
—A la cuenta
de tres, corremos y nos lanzamos a la pileta —deliraba Segundo con altas dosis
de simpatía.
— ¿Por qué?
—Porque si no
te pueden balear.
No demoraron
dos segundos en reírse a las carcajadas. Era más que evidente que recordaban la
turbulenta tarde en que se habían conocido, aquella tarde en el mismo lugar
donde ahora sonreían.
—Uno —contaba
Segundo—, dos y… ¡tres!
Y ahí nomás
corrieron hacia la piscina como dos niños que, con euforia, soñaban con
lanzarse en la pileta, y se tiraron en forma de bombitas, removiendo lo que
instantes previos era una calma manta acuática. Generaban olas con las piernas.
Francisco se esforzaba para flotar pero nadó algunos metros para acercársele y
expresarle con una gratitud desbordante:
— ¡Me hacés
sentir un pendejo!
Segundo le estaba haciendo
experimentar esa infancia que tanto había deseado.