sábado, 10 de noviembre de 2012

Entrega nro. 24


¿Qué pasa, Segundo? ¿Por qué estás tan tenso?, le preguntaba Martina, preocupándose. Es que Segundo estaba tenso, claro, ella era psicóloga y podía percibirlo con facilidad pero lo cierto era que cualquiera podía notarlo: le temblaban las manos como si padeciera el Mal de Parkinson.
Estaban echados en el diván de su consultorio, ella arrinconada contra el respaldo. Segundo estaba quieto, tieso, excepto por esas manos que no paraban de temblarle. La observaba con ojos de pánico, confundido. Había sucedido tan sólo una hora desde que se había despedido de Francisco y tenía muchas cosas para contar. Era la hora de la cena pero él había perdido el apetito, habían sido demasiadas las tensiones masticadas en esas horas previas.
—Te llamé por teléfono cinco veces —le comentaba ella—, ¿dónde estabas?
Poco a poco, Segundo comenzaba a separar los labios, y de pronto la tomaba de las manos como si persiguiera contención, hasta que se confesó, ya no podía ocultar tanta mentira acumulada, cual vómito que ya no podía contener en su garganta:
—Hoy conocí a Francisco Reina.
— ¿Cómo? —se exaltaba ella, recogiéndose el cabello y llevándolo a la espalda.
—Mi amigo Pedro me ayudó a conocerlo. Lo conocí en su hotel de Puerto Madero, pero antes tengo que contarte lo que me dijo. Es muy importante que me escuches atentamente.
Unas lágrimas caían desde las mejillas de Segundo. Ella lo tomaba de los hombros y por momentos lo sacudía como quien buscaba destruirle una pesadilla. Estaba tan conmovido que parecía otro. Era razonable después de todo, había experimentado una pesadilla espantosa, la peor, aquella que no le permitía esclarecer ese pasado tan sospechado: la dudosa muerte de sus padres.
—Estoy acá para escucharte —lo alentaba ella—. Contame por favor. Transmitías bienestar pero ahora te quebraste. Es muy importante que me lo cuentes. ¿Qué pasó?
Segundo tenía erizada la piel de los brazos. Suspiraba y respiraba hondo. Seguía temblando sin cesar pero, tras recobrar algo de coraje, comenzó a descargar:
—Francisco Reina tiene un hotel en Puerto Madero. Estuve con él en su hotel pero de ahí nos fuimos en su coche a una de las puertas laterales del Luna Park. Bajamos del coche y…

…¿Cómo estás, Segundo? —le preguntaba Francisco una vez cerrada la puerta de su vehículo.
Se habían trasladado en un coche de alta gama, custodiados por tres individuos que más que custodios parecían boxeadores profesionales, eran musculosos y vestían trajes hechos a medida. Cruzaron la calle a mitad de cuadra. Segundo lo seguía, hasta que se detuvieron frente a una de las puertas traseras del Luna Park, complejo artístico que ocupaba una manzana, lo más parecido a un estadio de basquetbol, pero ellos entraban por una puerta secundaria desde la calle menos transitada que solía utilizarse para el ingreso de escenografías. La puerta que Francisco abría con una llave era comparable con la de cualquier casa hogareña. Primero entró Francisco. Le siguió Segundo al ser empujado sin torpeza por uno de los custodios, custodios que luego cerraron la puerta y se quedaron esperando en la vereda. Segundo caminaba a la par de Francisco. Estaban adentrándose a paso lento. Escaseaba la luz pero podía verse un ring. Sin dudas estaban en un gimnasio. El silencio del coliseo porteño era abrumador, estaba totalmente desolado. Sobre el centro del ring caía un haz de luz proyectado por un reflector, estaba colgado de una tarima del techo, como en las películas boxísticas. También había dos sillas en el ring, enfrentadas y distanciadas por poco menos de un metro. Más allá del ring podía verse una tribuna que no superaba los cinco metros de alto, por encima de la misma había carteles publicitarios con mensajes ilegibles por la oscuridad. Francisco caminaba como un niño que esperaba cumplir su sueño, Segundo se sentía partícipe de una fábula extraña. En esas condiciones, se detuvieron frente a las cuerdas del ring y cinco escalones de una especie de rampa que permitía acceder a la lona. Antes de subir, Francisco lo miró con seriedad, y con su cuerpo en dirección al ring le dijo:
—Subamos.
Primero subió él, pasando su cuerpo completo entre un par de cuerdas de la esquina del ring. Fueron contados los segundos que demoró en traspasarlas y separarlas para que Segundo pudiera pasar con comodidad, y él pasó, con la mirada puesta en la lona y sus zapatos lustrados. Después se sentaron en las sillas y se miraron sin gestos ni ademanes, como dos boxeadores que se estudiaban desde las esquinas a la espera del primer campanazo. Francisco tenía la camisa desabotonada, de su pecho asomaban vellos castaños. Se observaban sigilosamente, ninguno de los dos quería hablar, o al menos insinuaban esa postura, hasta que Francisco dejó caer su pierna derecha por encima de la izquierda y, con una voz simpática, lanzó:
—Escucho preguntas.
— ¿Qué clase de lazo tenías con mi viejo?
La pregunta retumbaba en los oídos de Francisco, quien separaba las pestañas y abría su boca cual pescado moribundo, parpadeando con reiteración, los nervios parecían delatarlo. Su silencio lo decía todo pero se incorporó e irradiando euforia alzó los brazos en aras de un abrazo. Segundo se paró, muy confundido, pero lo abrazó bajo ese haz de luz que los iluminaba. Era perceptible la alegría que Francisco descargaba en sus hombros y omóplatos:
— ¡Te quiero, carajo! ¿Tenés una idea lo que significa estar con el hijo de mi mejor amigo?
Segundo estaba asustado, su versatilidad lo desconcertaba demasiado, eso lo llevó a efectuar un movimiento torpe que logró distanciarlo.
—Tu padre era como un hermano —agregaba luego—. Tomemos asiento.
Se estaba sentando pero Segundo no podía, hasta que cedió y se ubicó en la silla:
— ¿Qué sabés de la muerte de mis padres? ¿Por qué te nombró Florencio antes de morir? ¿Quién sos? —le preguntó acelerado y con las pupilas dilatadas.
—Tranquilo hijo, que hay muchas cosas que antes necesitás conocer. Segundito: tu padre y yo hemos sido grandes amigos. Tu viejo era tan generoso que me ayudó a crecer incondicionalmente. Lo admiraba con pasión pero un día le quitaron la vida.
Segundo se había quedado sin aliento, no podía acotar palabras, mucho menos preguntar, las palabras de ese Francisco que asentía con la cabeza le habían extirpado la lengua, solamente se limitaba a escuchar.
—Tu padre era un excelente piloto, realmente tenía mucho talento para serlo pero mantenía negocios paralelos con un círculo cerrado que jamás llegué a conocer con profundidad, porque tu viejo era un tipo leal. Con el tiempo, y a medida que fue alcanzando la gloria deportiva, comenzó a ganar mucho dinero, tanto que no sabía cuándo ni dónde invertirlo. ¡Era mucho dinero, mucho! —Abría y cerraba los puños, reiteradamente—. Una tarde, los sabuesos de la entonces D.G.I. iniciaron una ardua investigación de sus declaraciones juradas y lo jodieron, fueron momentos duros pero confiaba tanto en mí que me declaró su testaferro, y fue así como edificamos nuestro prestigioso hotel que, alguna vez, estuvo domiciliado en el barrio Monserrat.
Segundo recordaba las declaraciones de Teresa, quería relacionarlas con los dichos recientes de Francisco y todo cerraba con todo. A pesar de ello, se sentía inseguro porque uno de los custodios entraba y salía por la puerta del gimnasio como si buscara confirmar la integridad física de su patrón. Si tanto dice quererme, ¿por qué lo vigilan en este gimnasio cuando estamos a solas?, se cuestionaba, ojeando al custodio.
—Entonces, ¿el hotel también me pertenece? —rompía el silencio.
—Definitivamente, ¡sí! Alguna vez intenté hacérselo saber a tu abuela pero no tuve coraje: tus padres fallecieron y quedé sumergido en una depresión indestructible que, con el correr de los años y varios litros de alcohol, logré superar.
— ¿Quiénes son los asesinos de mi familia?
—Te voy a corregir: no fueron varios los que asesinaron a nuestra familia, fue tan sólo un sujeto, un individuo preponderadamente ambicioso y poderoso que aún comanda carreras automovilísticas para enmascarar los negocios ilegales.
— ¿Por qué estás tan seguro?
—Porque fueron asesinados por ese hombre influyente hasta en el ámbito político. Segundo: la muerte de tus padres tienen nombre y apellido: Felipe Gianittore —revelaba con la voz quebrada.
— ¿Quién es… quién es ese Felipe?
— ¿Gianittore? Un flor de hijo de puta, por cierto. Un guacho muy astuto pero un maldito desleal —comentaba exasperado—. Ese infeliz reside en San Isidro, es un empresario de perfil bajo, exitoso, viudo y muy mujeriego, un jugador compulsivo de la ruleta en los casinos. Conoció a tu padre cuando trabajaba en la aduana. Durante su juventud, el imbécil era despachante y solía contactarse con tu viejo cada vez que Antonio importaba repuestos para sus coches.
Segundo lo escuchaba con avidez pero las preguntas huían de sus labios:
— ¿Es un sujeto peligroso?
—Es el diablo en persona. Todas las amenazas que recibía tu padre eran impartidas por ese canalla. Si bien trabajaban juntos, ese infeliz sólo pensaba en lucrar, no le importaba la modalidad, y para lograrlo no tuvo mejor idea que acabar con la vida de tus padres.
— ¿De qué hablás? ¿Florencio Restrepo conocía a mi padre?
—Florencio era su asistente personal, un experto en logística, y todo un caballero. Un tipo que admiraba la carrera de tu viejo, era su protector incondicional. Lamentablemente nunca se percató de que querían asesinar a tu viejo pero nos dejó un legado tan bello como su persona que es… ¡la lealtad! Florencio quiso informártelo pero su asma lo impidió, aquel amanecer en el hospital —terminaba de explicar con la mirada puesta en la lona.
Segundo recopilaba información como si ejerciera una labor detectivesca. Sus padres habían desaparecido de manera misteriosa y cargaba con la pesada cruz de investigarlo todo. Necesitaba esclarecer el crimen familiar. Más allá de enjuiciar a los asesinos, necesitaba borrar ese pasado que tantas penas despertaba. Todo parecía cerrar con todo pero no confiaba en Francisco, a pesar de todo, era un sujeto desconocido.
—Si toda esa historia es real, ¿qué se supone que debería hacer?
—Vengarte —no vaciló en contestarle.
— ¿Vengarme? No estoy para venganzas. Además, si tanto lo querías a mi viejo, ¿por qué no lo vengaste por tus propios medios?
—Es una gran pregunta y te paso a explicar: nuestro pasado tiene muchas cosas en común: mi padre también fue asesinado pero yo hice justicia. Ahora estoy viejo y no soy el mismo de antes, pero por sobre todas las cosas no podría ajusticiar un crimen que te pertenece. No voy a negarte que me he sentido tentado miles de veces pero tuve que contenerme porque esa venganza debe recaer necesariamente en tus manos.
— ¿Por qué desapareciste, Francisco Reina?
—Segundo: fui yo quien le ordenó a Florencio que este encuentro tuviera lugar. Soy consciente de que han pasado muchos años pero tu abuela vivía y no podía comprometerlos. Tu padre la amaba, hacerla sufrir era lo mismo que hacerlo sufrir a tu viejo… aunque ya no estuviera con nosotros.
La muerte de los padres de Segundo, más el deseo de ajusticiar sus desapariciones, parecían revivir el pasado de Francisco y esclavizarlo en un estado de odio desmedido. Sus vidas tenían una estrecha relación de injusticia, muerte y traición: Segundo era el reflejo de todo el sufrimiento que había padecido durante la infancia, y que se había profundizado durante la adolescencia. Segundo era el espejo de su alma.
Como sufría, pobre Segundo, afligido y debilitado, temblando como si un lecho de agua helada recorriera sus venas. Los fantasmas del pasado acampaban en los pagos de su mente. Francisco percibía su malestar y se veía forzado a animarlo:
—Tranquilo, hijo, no sufras más, ya no estás solo. Podemos hacer justicia siempre y cuando trabajemos en equipo.
Las emociones de Segundo se quebraban cual tronco recién talado. Lagrimeaba, triste y solitario en el centro del ring. Estaba zapateando porque los nervios repercutían en todo su cuerpo, sobremanera en sus piernas. Tenía el rostro sudado. Estaba estupefacto. Francisco se limitaba a mirarlo, con una cara de pena que de alguna manera lo consolaba, pero repentinamente se paró y comenzó a acariciarle el cabello que caía hacia la lona: Segundo estaba con la cabeza gacha.
—Nos necesitamos, hagamos justicia juntos —lo alentaba Francisco.
—No creo que pueda vencer a un asesino que encima tiene poder, no podré —expresaba resignado, sin erguir la cabeza.
—Pero para eso estoy, para conformar un equipo. No puedo tolerar tu resignación.
Y ese último término (resignación) lo impulsaba a levantar la mirada. Francisco estaba formando puños con las manos, tenía la frente fruncida, contenía nervios, pero Segundo no podía con su orgullo decaído y se paró, deshaciéndose de los brazos de Francisco que intentaban retenerlo. Caminó en dirección a una de las esquinas, la de los escalones, y al llegar se agachó para pasar el cuerpo entre las cuerdas. Francisco acortaba distancia y poniendo las manos en su cintura lograba detenerlo:
— ¿A dónde vas?
—Necesito pensar en soledad, soltame.
Segundo se aferraba a la cuerda del ring, quería escapar de esas manos que lo seguían reteniendo, hasta que se soltó y logró traspasar las cuerdas para descender por los escalones. Corría desesperado hacia la puerta de la calle. Francisco lo observaba, desde la esquina del ring, un torbellino de palabras sucias escapaba de sus labios:
— ¡Segundo Noruega: sos un cagón! ¡Hasta caminás como una perra prostituta!
A punto de manotear la manija de la puerta, se detuvo. Los ladridos de Francisco le habían herido el orgullo aunque ya lo tuviese en la lona. Entonces giró el cuerpo y lo miró a la distancia, desde la oscuridad, experimentado esa misma fuerza desconocida que lo había acosado al golpear al custodio poco antes de invadir la terraza del hotel. Sus piernas estaban paralizadas, su mente no, masa cerebral que lo arrastraba hasta el ring desde donde Francisco se agachaba para meter las manos en las cavidades de un bolsón grisáceo, echado sobre la lona en la esquina más lejana. Con toda la furia a cuestas, regresó corriendo a los escalones y los subió, traspasando nuevamente las cuerdas para adentrarse en el ring. Francisco lo sorprendía con dos pares de guantes de boxeo, eran negros y uno de ellos fue cedido de inmediato al verlo regresar:
—Póntelos, por favor —le ordenaba muy nervioso.
Segundo estaba desenfrenado pero cogió los guantes para cubrirse las manos, era consciente de que podía desfigurarle la cara si no los usaba. La tensión deambulaba por ese ring.
—Si tenés las pelotas bien puestas, y realmente no sos una perra prostituta, demostralo como lo hacía Ringo… ¡Ringo Bonavena! —agregaba sin sonrojarse.
Segundo no hablaba, le lanzaba trompadas con la mirada. Francisco se estaba posicionando como suelen hacerlo los boxeadores que no tienen talento, pero estaba listo para la ofensiva, fijando los puños a la altura del mentón. Estaban recorriendo la lona, hacían giros completos pero ninguno se atrevía a lanzar el primer golpe de puño.
—Levantá las manos —le exigía Francisco—. ¡Protección, protección!
—Estás completamente loco… pero te daré una merecida lección.
—Dale, peleá como un macho. ¡Tirá la primera! Haz de cuenta que soy Felipe, el asesino de tus viejos —se agitaba.
Pero Segundo estaba bajando la defensa de sus guantes, desmotivado a pegarle un trompazo. Francisco advertía su desgano y en consecuencia le lanzó una trompada, en el pecho, piña que Segundo esquivó a tiempo al girar rebuscadamente y reacomodarse para responderle con una trompada bien puesta en la boca. Fue un golpe demoledor. La golpiza lo había tirado a la lona, quedando boquiabierto y con el labio superior partido, sangraba, tenía los ojos cerrados, parecía desvanecido, había caído cual boxeador brutalmente castigado y noqueado en el primer round.
—Dale, levantate —le ordenaba Segundo, mirándolo desde arriba—. ¡Perra prostituta! ¿No querías pelear?
Su cuerpo no respondía, y eso que Segundo le estaba pisando las piernas para motivar algún tipo de reacción. Entonces se quitó los guantes y los arrojó fuera del ring para arrodillarse e inclinarle la cabeza a través de la nuca; buscaba oxigenarlo, viendo como un hilillo de sangre caía desde su labio partido, se dirigía hacia el mentón y se amontonaba en el cuello como un gran charco sangriento. Francisco no movía ni una pestaña, hasta que repentinamente sorprendía con sus guantes al presionarle los pómulos, se los presionaba con fuerza como lo haría una tenaza. Había abierto bien grande los ojos, los tenía irritados. En esa postura, le preguntó con una voz grave:
— ¿Somos o no somos un equipo de trabajo?
Resultaba imposible ignorarlo. Segundo le extendía la mano derecha para facilitar su incorporación. Ya estaban los dos parados, tan cerca que se olían el aliento. Francisco comenzaba a abrazarlo y él se dejaba abrazar, demasiado desorientado, intentando rearmar la sucesión de tantos episodios extraños, sin embargo estaba sintiendo ese calor paternal que nunca había conocido, en definitiva se sentía amparado. Después lo separó con los brazos para agarrarlo de los antebrazos, expresándole con brillo en las pupilas:
—Somos un equipo y vamos a destrozar a ese asesino.
Francisco hacía muecas, estaba gesticulando cierta molestia en su mandíbula hasta que sacó la lengua y escupió un diente que dejó caer en su guante derecho. Era un diente pero no cualquiera, era un diente de oro.
— ¿Un diente, te partí un diente? —se asombraba Segundo.
—No pasa nada, carajo. Casi te rompí el estómago, ahora estamos a mano…

…El relato de Segundo se había prolongado tanto que ya no estaba recostado con Martina en el diván: él estaba sentado en el sillón del escritorio, el mismo que había escogido el día que comenzaron la terapia, y Martina iba y venía por el living, con una cara de preocupación que en cierta forma lo alarmaba:
— ¿Y ahora qué? —Alzaba ella los brazos—, ¿también vas a matar a un mafioso?
—Tranquila… sólo haremos justicia. Se merece una cadena perpetua ese miserable.
—Andate Segundo, has llegado muy lejos pero ya no cuentes conmigo. ¡Andate! —le chillaba y lo expulsaba con su brazo en alto, señalándole la puerta de salida.
Segundo la miraba, pasmado. Ella estaba parada, con ese brazo firme que señalaba la puerta: parecía un espantapájaros. Estaba enfadada y muy irritada. Sin más que hacer, Segundo se paró y caminó hasta la puerta, no la miraba ni mucho menos la saludaba, pegando un portazo al salir que sintió como una patada en el pecho. Su vida seguía un rumbo incierto, ideal para un novelón.