¿Qué pasa,
Segundo? ¿Por qué estás tan tenso?, le preguntaba Martina, preocupándose. Es
que Segundo estaba tenso, claro, ella era psicóloga y podía percibirlo con
facilidad pero lo cierto era que cualquiera podía notarlo: le temblaban las
manos como si padeciera el Mal de Parkinson.
Estaban
echados en el diván de su consultorio, ella arrinconada contra el respaldo.
Segundo estaba quieto, tieso, excepto por esas manos que no paraban de temblarle.
La observaba con ojos de pánico, confundido. Había sucedido tan sólo una hora
desde que se había despedido de Francisco y tenía muchas cosas para contar. Era
la hora de la cena pero él había perdido el apetito, habían sido demasiadas las
tensiones masticadas en esas horas previas.
—Te llamé por
teléfono cinco veces —le comentaba ella—, ¿dónde estabas?
Poco a poco,
Segundo comenzaba a separar los labios, y de pronto la tomaba de las manos como
si persiguiera contención, hasta que se confesó, ya no podía ocultar tanta
mentira acumulada, cual vómito que ya no podía contener en su garganta:
—Hoy conocí a
Francisco Reina.
— ¿Cómo? —se
exaltaba ella, recogiéndose el cabello y llevándolo a la espalda.
—Mi amigo
Pedro me ayudó a conocerlo. Lo conocí en su hotel de Puerto Madero, pero antes
tengo que contarte lo que me dijo. Es muy importante que me escuches atentamente.
Unas lágrimas
caían desde las mejillas de Segundo. Ella lo tomaba de los hombros y por
momentos lo sacudía como quien buscaba destruirle una pesadilla. Estaba tan
conmovido que parecía otro. Era razonable después de todo, había experimentado
una pesadilla espantosa, la peor, aquella que no le permitía esclarecer ese
pasado tan sospechado: la dudosa muerte de sus padres.
—Estoy acá
para escucharte —lo alentaba ella—. Contame por favor. Transmitías bienestar
pero ahora te quebraste. Es muy importante que me lo cuentes. ¿Qué pasó?
Segundo tenía
erizada la piel de los brazos. Suspiraba y respiraba hondo. Seguía temblando
sin cesar pero, tras recobrar algo de coraje, comenzó a descargar:
—Francisco
Reina tiene un hotel en Puerto Madero. Estuve con él en su hotel pero de ahí
nos fuimos en su coche a una de las puertas laterales del Luna Park. Bajamos
del coche y…
…¿Cómo estás,
Segundo? —le preguntaba Francisco una vez cerrada la puerta de su vehículo.
Se habían
trasladado en un coche de alta gama, custodiados por tres individuos que más
que custodios parecían boxeadores profesionales, eran musculosos y vestían
trajes hechos a medida. Cruzaron la calle a mitad de cuadra. Segundo lo seguía,
hasta que se detuvieron frente a una de las puertas traseras del Luna Park,
complejo artístico que ocupaba una manzana, lo más parecido a un estadio de
basquetbol, pero ellos entraban por una puerta secundaria desde la calle menos
transitada que solía utilizarse para el ingreso de escenografías. La puerta que
Francisco abría con una llave era comparable con la de cualquier casa hogareña.
Primero entró Francisco. Le siguió Segundo al ser empujado sin torpeza por uno
de los custodios, custodios que luego cerraron la puerta y se quedaron
esperando en la vereda. Segundo caminaba a la par de Francisco. Estaban
adentrándose a paso lento. Escaseaba la luz pero podía verse un ring. Sin dudas
estaban en un gimnasio. El silencio del coliseo porteño era abrumador, estaba
totalmente desolado. Sobre el centro del ring caía un haz de luz proyectado por
un reflector, estaba colgado de una tarima del techo, como en las películas boxísticas.
También había dos sillas en el ring, enfrentadas y distanciadas por poco menos
de un metro. Más allá del ring podía verse una tribuna que no superaba los
cinco metros de alto, por encima de la misma había carteles publicitarios con mensajes
ilegibles por la oscuridad. Francisco caminaba como un niño que esperaba
cumplir su sueño, Segundo se sentía partícipe de una fábula extraña. En esas
condiciones, se detuvieron frente a las cuerdas del ring y cinco escalones de
una especie de rampa que permitía acceder a la lona. Antes de subir, Francisco
lo miró con seriedad, y con su cuerpo en dirección al ring le dijo:
—Subamos.
Primero subió
él, pasando su cuerpo completo entre un par de cuerdas de la esquina del ring.
Fueron contados los segundos que demoró en traspasarlas y separarlas para que
Segundo pudiera pasar con comodidad, y él pasó, con la mirada puesta en la lona
y sus zapatos lustrados. Después se sentaron en las sillas y se miraron sin
gestos ni ademanes, como dos boxeadores que se estudiaban desde las esquinas a
la espera del primer campanazo. Francisco tenía la camisa desabotonada, de su
pecho asomaban vellos castaños. Se observaban sigilosamente, ninguno de los dos
quería hablar, o al menos insinuaban esa postura, hasta que Francisco dejó caer
su pierna derecha por encima de la izquierda y, con una voz simpática, lanzó:
—Escucho
preguntas.
— ¿Qué clase
de lazo tenías con mi viejo?
La pregunta
retumbaba en los oídos de Francisco, quien separaba las pestañas y abría su boca
cual pescado moribundo, parpadeando con reiteración, los nervios parecían
delatarlo. Su silencio lo decía todo pero se incorporó e irradiando euforia
alzó los brazos en aras de un abrazo. Segundo se paró, muy confundido, pero lo
abrazó bajo ese haz de luz que los iluminaba. Era perceptible la alegría que
Francisco descargaba en sus hombros y omóplatos:
— ¡Te quiero,
carajo! ¿Tenés una idea lo que significa estar con el hijo de mi mejor amigo?
Segundo estaba
asustado, su versatilidad lo desconcertaba demasiado, eso lo llevó a efectuar
un movimiento torpe que logró distanciarlo.
—Tu padre era
como un hermano —agregaba luego—. Tomemos asiento.
Se estaba
sentando pero Segundo no podía, hasta que cedió y se ubicó en la silla:
— ¿Qué sabés
de la muerte de mis padres? ¿Por qué te nombró Florencio antes de morir? ¿Quién
sos? —le preguntó acelerado y con las pupilas dilatadas.
—Tranquilo
hijo, que hay muchas cosas que antes necesitás conocer. Segundito: tu padre y
yo hemos sido grandes amigos. Tu viejo era tan generoso que me ayudó a crecer
incondicionalmente. Lo admiraba con pasión pero un día le quitaron la vida.
Segundo se
había quedado sin aliento, no podía acotar palabras, mucho menos preguntar, las
palabras de ese Francisco que asentía con la cabeza le habían extirpado la
lengua, solamente se limitaba a escuchar.
—Tu padre era
un excelente piloto, realmente tenía mucho talento para serlo pero mantenía
negocios paralelos con un círculo cerrado que jamás llegué a conocer con
profundidad, porque tu viejo era un tipo leal. Con el tiempo, y a medida que
fue alcanzando la gloria deportiva, comenzó a ganar mucho dinero, tanto que no
sabía cuándo ni dónde invertirlo. ¡Era mucho dinero, mucho! —Abría y cerraba los
puños, reiteradamente—. Una tarde, los sabuesos de la entonces D.G.I. iniciaron
una ardua investigación de sus declaraciones juradas y lo jodieron, fueron
momentos duros pero confiaba tanto en mí que me declaró su testaferro, y fue así
como edificamos nuestro prestigioso hotel que, alguna vez, estuvo domiciliado
en el barrio Monserrat.
Segundo
recordaba las declaraciones de Teresa, quería relacionarlas con los dichos
recientes de Francisco y todo cerraba con todo. A pesar de ello, se sentía
inseguro porque uno de los custodios entraba y salía por la puerta del gimnasio
como si buscara confirmar la integridad física de su patrón. Si tanto dice
quererme, ¿por qué lo vigilan en este gimnasio cuando estamos a solas?, se cuestionaba,
ojeando al custodio.
—Entonces, ¿el
hotel también me pertenece? —rompía el silencio.
—Definitivamente,
¡sí! Alguna vez intenté hacérselo saber a tu abuela pero no tuve coraje: tus
padres fallecieron y quedé sumergido en una depresión indestructible que, con
el correr de los años y varios litros de alcohol, logré superar.
— ¿Quiénes son
los asesinos de mi familia?
—Te voy a
corregir: no fueron varios los que asesinaron a nuestra familia, fue tan sólo
un sujeto, un individuo preponderadamente ambicioso y poderoso que aún comanda
carreras automovilísticas para enmascarar los negocios ilegales.
— ¿Por qué
estás tan seguro?
—Porque fueron
asesinados por ese hombre influyente hasta en el ámbito político. Segundo: la
muerte de tus padres tienen nombre y apellido: Felipe Gianittore —revelaba con
la voz quebrada.
— ¿Quién es…
quién es ese Felipe?
— ¿Gianittore?
Un flor de hijo de puta, por cierto. Un guacho muy astuto pero un maldito
desleal —comentaba exasperado—. Ese infeliz reside en San Isidro, es un
empresario de perfil bajo, exitoso, viudo y muy mujeriego, un jugador
compulsivo de la ruleta en los casinos. Conoció a tu padre cuando trabajaba en
la aduana. Durante su juventud, el imbécil era despachante y solía contactarse
con tu viejo cada vez que Antonio importaba repuestos para sus coches.
Segundo lo
escuchaba con avidez pero las preguntas huían de sus labios:
— ¿Es un
sujeto peligroso?
—Es el diablo
en persona. Todas las amenazas que recibía tu padre eran impartidas por ese
canalla. Si bien trabajaban juntos, ese infeliz sólo pensaba en lucrar, no le
importaba la modalidad, y para lograrlo no tuvo mejor idea que acabar con la
vida de tus padres.
— ¿De qué
hablás? ¿Florencio Restrepo conocía a mi padre?
—Florencio era
su asistente personal, un experto en logística, y todo un caballero. Un tipo
que admiraba la carrera de tu viejo, era su protector incondicional.
Lamentablemente nunca se percató de que querían asesinar a tu viejo pero nos
dejó un legado tan bello como su persona que es… ¡la lealtad! Florencio quiso
informártelo pero su asma lo impidió, aquel amanecer en el hospital —terminaba
de explicar con la mirada puesta en la lona.
Segundo
recopilaba información como si ejerciera una labor detectivesca. Sus padres
habían desaparecido de manera misteriosa y cargaba con la pesada cruz de
investigarlo todo. Necesitaba esclarecer el crimen familiar. Más allá de
enjuiciar a los asesinos, necesitaba borrar ese pasado que tantas penas despertaba.
Todo parecía cerrar con todo pero no confiaba en Francisco, a pesar de todo,
era un sujeto desconocido.
—Si toda esa
historia es real, ¿qué se supone que debería hacer?
—Vengarte —no
vaciló en contestarle.
— ¿Vengarme?
No estoy para venganzas. Además, si tanto lo querías a mi viejo, ¿por qué no lo
vengaste por tus propios medios?
—Es una gran
pregunta y te paso a explicar: nuestro pasado tiene muchas cosas en común: mi
padre también fue asesinado pero yo hice justicia. Ahora estoy viejo y no soy
el mismo de antes, pero por sobre todas las cosas no podría ajusticiar un
crimen que te pertenece. No voy a negarte que me he sentido tentado miles de
veces pero tuve que contenerme porque esa venganza debe recaer necesariamente
en tus manos.
— ¿Por qué
desapareciste, Francisco Reina?
—Segundo: fui
yo quien le ordenó a Florencio que este encuentro tuviera lugar. Soy consciente
de que han pasado muchos años pero tu abuela vivía y no podía comprometerlos.
Tu padre la amaba, hacerla sufrir era lo mismo que hacerlo sufrir a tu viejo…
aunque ya no estuviera con nosotros.
La muerte de
los padres de Segundo, más el deseo de ajusticiar sus desapariciones, parecían
revivir el pasado de Francisco y esclavizarlo en un estado de odio desmedido.
Sus vidas tenían una estrecha relación de injusticia, muerte y traición:
Segundo era el reflejo de todo el sufrimiento que había padecido durante la
infancia, y que se había profundizado durante la adolescencia. Segundo era el
espejo de su alma.
Como sufría,
pobre Segundo, afligido y debilitado, temblando como si un lecho de agua helada
recorriera sus venas. Los fantasmas del pasado acampaban en los pagos de su
mente. Francisco percibía su malestar y se veía forzado a animarlo:
—Tranquilo,
hijo, no sufras más, ya no estás solo. Podemos hacer justicia siempre y cuando
trabajemos en equipo.
Las emociones
de Segundo se quebraban cual tronco recién talado. Lagrimeaba, triste y
solitario en el centro del ring. Estaba zapateando porque los nervios
repercutían en todo su cuerpo, sobremanera en sus piernas. Tenía el rostro
sudado. Estaba estupefacto. Francisco se limitaba a mirarlo, con una cara de
pena que de alguna manera lo consolaba, pero repentinamente se paró y comenzó a
acariciarle el cabello que caía hacia la lona: Segundo estaba con la cabeza
gacha.
—Nos necesitamos,
hagamos justicia juntos —lo alentaba Francisco.
—No creo que
pueda vencer a un asesino que encima tiene poder, no podré —expresaba resignado,
sin erguir la cabeza.
—Pero para eso
estoy, para conformar un equipo. No puedo tolerar tu resignación.
Y ese último
término (resignación) lo impulsaba a levantar la mirada. Francisco estaba
formando puños con las manos, tenía la frente fruncida, contenía nervios, pero
Segundo no podía con su orgullo decaído y se paró, deshaciéndose de los brazos
de Francisco que intentaban retenerlo. Caminó en dirección a una de las
esquinas, la de los escalones, y al llegar se agachó para pasar el cuerpo entre
las cuerdas. Francisco acortaba distancia y poniendo las manos en su cintura
lograba detenerlo:
— ¿A dónde
vas?
—Necesito
pensar en soledad, soltame.
Segundo se
aferraba a la cuerda del ring, quería escapar de esas manos que lo seguían reteniendo,
hasta que se soltó y logró traspasar las cuerdas para descender por los
escalones. Corría desesperado hacia la puerta de la calle. Francisco lo observaba,
desde la esquina del ring, un torbellino de palabras sucias escapaba de sus
labios:
— ¡Segundo
Noruega: sos un cagón! ¡Hasta caminás como una perra prostituta!
A punto de
manotear la manija de la puerta, se detuvo. Los ladridos de Francisco le habían
herido el orgullo aunque ya lo tuviese en la lona. Entonces giró el cuerpo y lo
miró a la distancia, desde la oscuridad, experimentado esa misma fuerza
desconocida que lo había acosado al golpear al custodio poco antes de invadir
la terraza del hotel. Sus piernas estaban paralizadas, su mente no, masa
cerebral que lo arrastraba hasta el ring desde donde Francisco se agachaba para
meter las manos en las cavidades de un bolsón grisáceo, echado sobre la lona en
la esquina más lejana. Con toda la furia a cuestas, regresó corriendo a los
escalones y los subió, traspasando nuevamente las cuerdas para adentrarse en el
ring. Francisco lo sorprendía con dos pares de guantes de boxeo, eran negros y uno
de ellos fue cedido de inmediato al verlo regresar:
—Póntelos, por
favor —le ordenaba muy nervioso.
Segundo estaba
desenfrenado pero cogió los guantes para cubrirse las manos, era consciente de
que podía desfigurarle la cara si no los usaba. La tensión deambulaba por ese ring.
—Si tenés las
pelotas bien puestas, y realmente no sos una perra prostituta, demostralo como
lo hacía Ringo… ¡Ringo Bonavena! —agregaba sin sonrojarse.
Segundo no
hablaba, le lanzaba trompadas con la mirada. Francisco se estaba posicionando como
suelen hacerlo los boxeadores que no tienen talento, pero estaba listo para la
ofensiva, fijando los puños a la altura del mentón. Estaban recorriendo la
lona, hacían giros completos pero ninguno se atrevía a lanzar el primer golpe
de puño.
—Levantá las manos
—le exigía Francisco—. ¡Protección, protección!
—Estás
completamente loco… pero te daré una merecida lección.
—Dale, peleá
como un macho. ¡Tirá la primera! Haz de cuenta que soy Felipe, el asesino de
tus viejos —se agitaba.
Pero Segundo
estaba bajando la defensa de sus guantes, desmotivado a pegarle un trompazo.
Francisco advertía su desgano y en consecuencia le lanzó una trompada, en el
pecho, piña que Segundo esquivó a tiempo al girar rebuscadamente y reacomodarse
para responderle con una trompada bien puesta en la boca. Fue un golpe
demoledor. La golpiza lo había tirado a la lona, quedando boquiabierto y con el
labio superior partido, sangraba, tenía los ojos cerrados, parecía desvanecido,
había caído cual boxeador brutalmente castigado y noqueado en el primer round.
—Dale,
levantate —le ordenaba Segundo, mirándolo desde arriba—. ¡Perra prostituta! ¿No
querías pelear?
Su cuerpo no
respondía, y eso que Segundo le estaba pisando las piernas para motivar algún
tipo de reacción. Entonces se quitó los guantes y los arrojó fuera del ring
para arrodillarse e inclinarle la cabeza a través de la nuca; buscaba
oxigenarlo, viendo como un hilillo de sangre caía desde su labio partido, se
dirigía hacia el mentón y se amontonaba en el cuello como un gran charco
sangriento. Francisco no movía ni una pestaña, hasta que repentinamente
sorprendía con sus guantes al presionarle los pómulos, se los presionaba con
fuerza como lo haría una tenaza. Había abierto bien grande los ojos, los tenía
irritados. En esa postura, le preguntó con una voz grave:
— ¿Somos o no
somos un equipo de trabajo?
Resultaba
imposible ignorarlo. Segundo le extendía la mano derecha para facilitar su incorporación.
Ya estaban los dos parados, tan cerca que se olían el aliento. Francisco
comenzaba a abrazarlo y él se dejaba abrazar, demasiado desorientado, intentando
rearmar la sucesión de tantos episodios extraños, sin embargo estaba sintiendo
ese calor paternal que nunca había conocido, en definitiva se sentía amparado.
Después lo separó con los brazos para agarrarlo de los antebrazos, expresándole
con brillo en las pupilas:
—Somos un
equipo y vamos a destrozar a ese asesino.
Francisco
hacía muecas, estaba gesticulando cierta molestia en su mandíbula hasta que
sacó la lengua y escupió un diente que dejó caer en su guante derecho. Era un diente
pero no cualquiera, era un diente de oro.
— ¿Un diente,
te partí un diente? —se asombraba Segundo.
—No pasa nada,
carajo. Casi te rompí el estómago, ahora estamos a mano…
…El relato de
Segundo se había prolongado tanto que ya no estaba recostado con Martina en el
diván: él estaba sentado en el sillón del escritorio, el mismo que había
escogido el día que comenzaron la terapia, y Martina iba y venía por el living,
con una cara de preocupación que en cierta forma lo alarmaba:
— ¿Y ahora qué?
—Alzaba ella los brazos—, ¿también vas a matar a un mafioso?
—Tranquila… sólo
haremos justicia. Se merece una cadena perpetua ese miserable.
—Andate
Segundo, has llegado muy lejos pero ya no cuentes conmigo. ¡Andate! —le chillaba
y lo expulsaba con su brazo en alto, señalándole la puerta de salida.
Segundo la
miraba, pasmado. Ella estaba parada, con ese brazo firme que señalaba la puerta:
parecía un espantapájaros. Estaba enfadada y muy irritada. Sin más que hacer,
Segundo se paró y caminó hasta la puerta, no la miraba ni mucho menos la
saludaba, pegando un portazo al salir que sintió como una patada en el pecho.
Su vida seguía un rumbo incierto, ideal para un novelón.