martes, 6 de noviembre de 2012

Entrega nro. 19


Segundo tenía que lograr un reencuentro con Teresa y hacia su casa fue, la tarde siguiente. Parado frente a la puerta de su hogar, tocó el timbre una, dos y hasta cuatro veces. Nadie lo recibía. La calle seguía desolada. Cuatro coches estaban estacionados a lo largo del cordón de la vereda de enfrente. Echándole un ojo a las casas linderas, comenzó a golpear la puerta con el nudillo de la mano, varias veces lo hizo pero no se oía ni una mosca, entonces dejó de golpear para cruzar la calle y sentarse en el escalón de la puerta de una casona que parecía deshabitada. Se sentó y sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo del pantalón. Fumaba, mirando las esquinas por si ella reaparecía. En ese ínterin, la puerta de la casa misteriosa se abría y Teresa salía, inspeccionando las inmediaciones. Asomaba su cabeza y un mechón de cabello suelto que danzaba más allá de sus orejas. Segundo estaba resguardado por los vehículos estacionados y el tronco de una planta que lo cubría completamente. No se paró, continuó sentado en el escalón, con ese cigarrillo en la mano que poco a poco se consumía hasta que lo pisó y se paró porque ella ya había cerrado la puerta y caminaba por la vereda en dirección al viaducto.
¿Qué extraño?, reflexionaba Segundo, si la tarde anterior habían intimidado: ¿por qué habría de esconderse ahora? Lo cierto era que ella caminaba distendida, con una cartera amarillenta colgada de su hombro y un vestido azulado para nada introvertido que cada tanto exhibía sus muslos. La seguía por la vereda paralela hasta llegar a la avenida y ocultarse dentro de un kiosco. Compró unos chicles sin perderla de vista, vista que estaba perdiendo porque ella se subía a un coche taxi que poco antes había detenido con su dedo índice. Segundo no la veía, tapado por una luminaria que promocionaba cervezas. Pagó como pudo, extrayendo un billete del bolsillo, y sin esperar el vuelto egresó del kiosco para no perderle los rastros. Se acercó al cordón de la avenida y de casualidad la vio pasar, sentada en el habitáculo trasero del taxi. Al menos tenía identificado su coche pero no hallaba taxis disponibles, eran muchos los que circulaban y todos estaban ocupados. El coche taxi que la transportaba ya se había distanciado, sin embargo estaba detenido frente a un semáforo que, para la suerte de Segundo, estaba de rojo. Se estaba desesperando, no podía dejarla ir en una ciudad que albergaba a millones de personas, algo así como un hormiguero superpoblado de hormigas inquietas que nunca paraban de moverse, pero un coche taxi aparecía desde una calle lateral: el cartelito luminoso que indicaba su disponibilidad estaba encendido. Además tenía el asiento trasero desocupado. Sin pensarlo ni una vez, reclamó sus servicios con la mano, entrando en un segundo y cerrando la puerta en otro, justo a tiempo porque el taxi que la transportaba ya había arrancado y circulaba a media marcha por avenida Santa Fe. Segundo no hacía otra cosa que pedirle al taxista que la siguiera, por esa avenida, a la espera de nuevas indicaciones. Así fue como circularon por plaza Italia y bordearon el Jardín Botánico hasta detenerse frente a la entrada del Zoológico. Teresa había bajado del coche e ingresaba al Zoo. ¿Para qué? Segundo no podía parar de cuestionárselo. No parecía trabajar en ese zoológico, su vestimenta se asemejaba más a la de una turista adinerada que a la de una celadora de animales, pero no disponía de tiempo para tantos replanteos, tenía que seguirla y hacia la boletería iba, para comprar a las apuradas un vale que le permitiera ingresar sin ardua espera.
Por los caminos del zoológico caminaban muchas familias. Uno pibes se enfervorecían viendo a un mono que se rascaba la cabeza y les hacía muecas, pero Teresa no se detenía, caminando siempre a pasos acelerados. Pasó por la jaula de unos leones y después por la de unas jirafas que en ese momento estiraban el cogote como si quisieran contemplarla. Segundo la seguía pero cada tanto se detenía y disimulaba la persecución parando en las jaulas de los animales. La ojeaba y luego caminaba, siguiendo sus pasos y un cabello suelto que el viento le sacudía. Finalmente Teresa tomaba asiento en un banco desocupado. Había dejado la cartera a su lado y cruzaba la pierna derecha por encima del muslo. Se había puesto unas gafas que él no había notado hasta verla y emprender otro camino que lo conducía a un banco ubicado por detrás, a unos veinte metros. Su ansiedad le consumía la paciencia, y ella estaba quietita, con la cabeza direccionada a una jaula inmensa habitada por pavos reales. Quizá quería tomar un poco de sol porque era una tarde cálida que por cierto se prestaba para el bronceado de la piel. Convencido de que estaba perdiendo el tiempo en ese banco, se paró y caminó los últimos metros que lo distanciaban hasta llegar y rozar su hombro izquierdo, que era el primero que tenía al alcance de su mano inquieta:
— ¡Qué sorpresa hallarte por acá! —la sorprendía con voz de macho porteño.
La reacción de Teresa fue tal que casi se cayó del banco. Había girado el cuello y lo miraba, pasmada:
— ¿Qué hacés acá?
—Lo mismo podría preguntarte.
—Vení, sentate —lo invitaba palmeando el asiento con su mano izquierda.
Segundo bordeó el banco y se sentó, a muy pocos centímetros de sus piernas cruzadas:
—Estaba buscando un lugar donde distenderme y creo no haberme equivocado.
—Este lugar me fascina —juntaba ella su cabello con las manos, llevándolo hacia el hombro izquierdo—. Recuerdo que hace pocos años, bueno, unos cuantos, uno de mis novios se declaraba en frente de aquella jaula: los abuelitos de esos pavos eran nuestros testigos del amor que en aquel momento nos teníamos.
Teresa se había largado a sonreír sin llegar a reírse.
— ¿Y cómo le fue al pretendiente?
—Le fue muy bien, por cierto, pero la relación no duró demasiado. Con el tiempo nos dimos cuenta de que éramos diferentes, incompatibles.
—Y bueno, a veces se gana y a veces…
Ella lo había interrumpido, apoyando las manos en su rodilla:
—No, chiquito, yo diría que siempre se pierde pero se finge ganar.
— ¿Y por qué estás sola?
— ¿Y cómo sabés que estoy sola?
—Intuición, nosotros también sabemos intuir.
Esas palabras la habían pausado, ahora respiraba hondo y cada tanto suspiraba, pero de pronto tomó su mano y le dijo:
—Soy una mujer demasiado exigente. Todo parece indicar que los hombres huyen horrorizados después de conocerme.
— ¿Para tanto?
—Tuve mis épocas de gloria pero un amor no correspondido me golpeó demasiado. Debo decir que a partir de entonces no he sido la misma de antes —expresó con seriedad, desviando la mirada hacia las ramas de un árbol coposo.
—Aja… ¿y sufriste mucho por ese amor? ¿Por qué?
— ¿Por qué? Porque… porque no era para mí y punto.
—Sí, lo sé, por algo era un amor no correspondido pero, ¿qué fue lo que te causó tanto daño?
—Hablemos de cosas más importantes, no me agrada revivir el pasado —regresaba la mirada hacia la jaula de los pavos.
— ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Era casado?
— ¿A dónde querés llegar?
Había preguntado como si persiguiera defenderse de un insulto, o quizá de un agravio.
—No te enojes, sólo pretendo conocerte. ¿Por qué te enfadás? ¿Acaso dije algo indebido?
Claramente estaba ofendida, había movido el cuerpo para cederle la espalda, con la cabeza gacha y la cara cubierta de cabellos que brillaban ante el incesante aterrizaje de los rayos solares. Estaba soltando unas lágrimas que le recorrían las mejillas. No hablaba. Segundo estaba presenciando su pena, por lo que comenzó a acariciarle la espalda, con mucha suavidad. No emitía comentarios. Su llanto hablaba por ella misma y despertaba misterios, incógnitas, dudas tan certeras como su llanto, porque él había preguntado sin ánimos de ofensas, pero más allá de su tristeza tenía que indagarla:
—No llores, estoy con vos. ¿En qué puedo ayudarte?
—En nada. Soy una idiota que no sabe lo que quiere ni lo que hace. Me acosté con el hijo de… —se había pausado con un tembleque en los labios.
— ¡Calma! Estamos juntos, simplemente quiero ayudarte. Haz de cuenta que soy tu espejo. Vamos… descargá esas culpas, deberías liberar todo aquello que te aqueja.
—Sí, es cierto, pero me cuesta afrontarlo. Al fin y al cabo somos dos desconocidos que por primera vez se hablan seriamente —le explicaba absorbiéndose las lágrimas con un pañuelo sedoso que Segundo acababa de cederle.
Él la abrazaba desde los hombros, observando el perfil de su cara:
—Hablamos por primera vez, pero siempre existen esos momentos en que descargamos nuestras molestias, esas inquietudes que ni las almas liberan.
—Te ruego que posterguemos esta charla, me siento mal.
Su ánimo había decaído notablemente. Daba pena verla con esa cara entristecida pero algo tenía que hacer, y eso mismo pensaba, hasta que se le ocurrió acercársele para besarle la mejilla izquierda y tomarla de las manos, que ella descansaba en su vientre. Teresa lo miraba con los ojitos irritados y la piel brotada de pudor:
—Caminemos por el parque, ¿dale? —proponía ella.
—Caminemos, Tere, respiremos aire puro y caminemos por el parque.
Tensionada ella, ansioso él, se largaron a andar por los caminitos del zoológico. No intercambiaban palabras pero Segundo escondía otros propósitos: escarbar sus silencios para resolver sus misterios. Teresa era una extraña mujer, y un enigma latente.
Poco antes de arribar a una jaula habitada por una manada de rinocerontes, Teresa detenía la marcha por debajo de las ramas de un árbol que pintaba sombras entre el camino y un cesto lleno de residuos. Se había detenido sorpresivamente, y también sorpresivamente lo agarraba de los brazos, sujetándolos con fuerza, tanto que le estaba clavando las uñas en la piel, y lo miraba fijo a los ojos, con los párpados estirados, esos ojos irradiaban energía a pesar de que estaban quietitos como dos pelotitas de cristales claros. Con una voz aniñada, le dijo:
—Te quiero pedir disculpas, me he comportado como una niña.
—Por favor, Teresa, jamás me sentí ofendido —le corría los brazos con sutileza—, ¿por qué tanto arrepentimiento?
—No es así. Sólo te pido que me escuches —le rogaba con la voz entrecortada.
—Tranquila, te escucho.
—He mentido demasiado, ya no puedo convivir con tanta hipocresía. Me siento una estúpida. ¿Por qué siempre me equivoco? ¡No puede ser! Ya estoy cansada de mí misma.
—Vayamos al grano: ¿en qué te has equivocado?
— ¿Estás seguro?
—Por supuesto, estoy acá para ayudarte. Vamos, sé valiente.
—Segundo: conocí a tu padre mucho más de lo que imaginás.
Y ahí nomás lo soltó e intentó avanzar algunos metros, porque Segundo seguía parado por detrás, reteniéndole el brazo izquierdo, pero ella volvió con todo su cuerpo, atraída por su fuerza, con muchas lágrimas reprimidas en las pupilas:
—Tu padre y yo hemos sido amantes —confesaba a secas.
El corazón de Segundo se había paralizado. Su cara de asombro era total, encima ella lagrimeaba y por momentos echaba la frente sobre su hombro, como si rogara comprensión y piedad. Él la abrazaba pero de inmediato reaccionó y la distanció, presionándole las mejillas con las manos:
— ¿Cómo que fueron amantes?
—Lo conocí antes de que vos nacieras. Tu padre ya estaba comprometido con tu madre pero me enamoré perdidamente. Jamás pude extirpar ese amor, tan solo quiero que lo comprendas.
Estaba quebrada, Teresa, emocionalmente trastornada, y Segundo estaba desconcertado, no era para menos. Muy desorientado le soltó las mejillas y retrocedió unos cinco o seis pasos, sacudiendo las manos en señal de queja, pero ella se le acercaba y lo condujo hacia un banquito desocupado, llevándolo desde la cintura. Tomaron asiento. Mientras Segundo descansaba la mirada en el césped, ella se rascaba la nuca y suspiraba cerca de su oreja derecha.
— ¿Dónde lo conociste? —preguntaba él, sin levantar la mirada.
—Yo trabajaba en la recepción de un hotel que tu padre solía frecuentar, era íntimo amigo del propietario. Un atardecer tu padre me conquistó, aunque siempre me aclaró que era un hombre casado. A partir de aquel día nunca pude olvidarlo. ¿Cómo se olvida un amor?
— ¿Por eso te despreciaba mi abuela?
—Sí. Ella era la única persona que un día nos descubrió, pero ojo que tu madre nunca lo supo —se excusaba, levantando la mano izquierda.
—Ahora comprendo algunos sucesos —comenzaba a mirarle la cara—. ¿Dónde estaba situado ese hotel?
—En el barrio Monserrat. Era un hotel lujoso y funcionaba muy bien pero tu padre falleció y al poco tiempo, el hotel cerró sus puertas.
— ¿Cómo se llamaba?
— ¿El hotel? —Segundo asentía—. La Estrella, La Estrella Fugaz.
— ¿Recordás el nombre del propietario?
—Claro que lo recuerdo aunque nunca más tuve noticias suyas, se llamaba Reina, Francisco Reina. Un hombre bien astuto en el mundo empresarial pero muy extraño por cierto.
Segundo masticaba bronca, había tenido sexo con quien era la amante de su padre, pero ese sujeto que Teresa acababa de mencionar coincidía con el mismísimo individuo que Florencio Restrepo había pronunciado poco antes de su fallecimiento. La piel de su cara se empalidecía, estaba incrédulo:
— ¿Francisco Reina? No lo conozco —fingía por lo bajo.
Y de un manotazo torpe sacó un cigarrillo, tabaco empapelado que encendió con el reparo que Teresa le hacía con las manos. Ella no fumaba pero daba la sensación de que quería ayudarlo hasta para contaminarse.
—Perdoname, Segundo. No te enojes, por favor. Soy consciente de que me he equivocado pero estoy muy sola —se secaba los ojos con el flequillo—. El hecho de que hayas aparecido en mi vida ha confundido mis sentimientos. ¡Estoy tan arrepentida!
Los recuerdos no paraban de aflorar en la mente del angustiado hijo de Antonio Noruega y Constanza Villegas. Francisco Reina era el gran propulsor de su inquietante desesperación. Ya eran dos las personas que lo habían mencionado, sin embargo desconocía quién era y cuál era su paradero. Todo parecía indicar que ese tal Reina se había relacionado con su padre. Estaba tan desorbitado que se paró y metió las manos en los bolsillos del pantalón, pero luego las sacó y de parado se despedía:
—No estoy molesto pero necesito caminar en soledad. Tengo que pensar.
— ¡No te vayas, por favor! —le rogaba ella, intentando sujetarle las manos mientras él se retiraba—. ¡No me dejes sola!
—Adiós.
Su despedida había sido tan seca y amarga que le sepultaba las esperanzas. Ella se había quedado sentada en el banco, sola, mirando su cuerpo cada vez más distante que se alejaba por el caminito que conducía a la puerta de salida. El misterio, la infidelidad, la angustia y la decepción, acomplejaban la psiquis de Segundo, otro día difícil golpeaba su alma pero ahora tenía otro nombre en quien ocupar el tiempo.