Teresa había confesado secretos y esa noche
Segundo no había logrado conciliar el sueño, la causa: ella y una declaración
que juzgaba a su padre como un hombre infiel, encima con la misma mujer con la
que había intimidado pocos días antes. Segundo sentía asco, asco en todo su cuerpo,
como si lo tuviese embarrado, maloliente. Es que había armado otra imagen de su
padre, así también lo recordaba siempre su abuela: como un hombre de familia.
Restaban cinco minutos para las seis de la tarde.
Segundo necesitaba conversar con Pedro, su mejor amigo, a quien no veía desde
el partido de fútbol, evento acontecido poco antes de la muerte de su abuela.
Su deseo se hacía realidad porque estaban sentados en el banquito de una plaza
del barrio Puerto Madero, entre la costanera y los rascacielos, lugar
geográfico donde solían juntarse esporádicamente, lejos del barullo ciudadano y
los bocinazos de los coches. Estaban solos pero acompañados por un farol
encendido y varios árboles bien podados que bordeaban cada caminito que se
abría hacia los laterales de la plaza. A unos cien metros estaba el coche de
Pedro, estacionado en la calle frente a los cimientos de una ambiciosa torre en
construcción.
—Lamento mucho la pérdida de Carolina —le decía
Pedro—, así como también lamento muchísimo no haber estado presente. Mi
detestable jefe no tuvo mejor idea que trasladarme a otra ciudad.
—No te hagas problema, amigo, lo importante es que
ahora estamos juntos.
—Sí… pero vos me conocés. ¿Seguro estás bien?
—No tanto, realmente, pero con ese hombre en la
cabeza: Francisco Reina —masticaba su nombre.
— ¿Reina, Francisco Reina? Había entendido Fleina,
pero Reina, ¿Segundo?, Francisco Reina es un poderoso empresario hotelero.
— ¿Perdón?
—Francisco Reina tiene un hotel, allá —señalaba la
zona sur, hacia la zona del casino flotante.
— ¿Estás seguro?
—Más que seguro. ¿No dijiste que tenía un hotel?,
bueno el Reina que yo conozco tiene un hotel en este barrio de ricachones. Es
más, creo que se llama “La Estrella”. Mi jefe le provee jabones desde hace
décadas.
— ¡La Estrella Fugaz! —resaltaba con entusiasmo—,
pero Teresa comentó todo lo contrario, dijo que había cerrado sus puertas.
—Estoy casi seguro de que ese Reina es dueño de un
hotel. ¡Estamos tan cerca! ¿Vamos?
— ¿A dónde?
—Al hotel.
— ¿Ahora?
—Es ahora o nunca. Dale, parate y subamos al
coche. Estamos cerca, demasiado cerca —alentaba Pedro al pararse, estrechándole
la mano abierta para acelerar su incorporación.