Eran las seis y cinco de la tarde. Segundo estaba
sentado en un banco chato de la estación 9 de Julio, esperando el arribo del
tren subterráneo que recorría la línea D de la ciudad. Un televisor —colgado
del techo— emitía títulos informativos de todo lo acontecido durante el día:
“Bancos privados cierran sus puertas ante
posibles saqueos; el Ministro de Economía estima que el índice de desempleo
descenderá durante el próximo semestre; analizan la suspensión del Fútbol por
violencia en las canchas”…
…pero Segundo desatendía esas noticias: la muerte
de su abuela era una carga constante que acaparaba toda su atención, Florencio
Restrepo y un tal Francisco Reina sembraban dudas tan sólidas como su propia
existencia, y Martina ya formaba parte de sus planes, después de tantos besos
repartidos, el atardecer anterior, en el palco del teatro, y una cesión de
caricias en su departamento que no había prosperado en escenas sexuales porque
ella estaba indispuesta aunque no lo había manifestado pero él lo intuía, y
hacia ella iba, sentado en ese andén. Un ventilador, también colgado del techo
—porque en el subterráneo todo parecía estar colgado de algún lugar—, soplaba
aire viciado a su cara, pero era aire en fin. La humedad pegajosa del
subterráneo podía alterar el comportamiento de hasta el más tolerante de los
pasajeros, pasajeros que paso a paso se arrimaban al andén, algunos trajeados,
otros vestidos con ropa sport, pero todos tensionados por haber pisado, en una
hora pico, las tumultuosas callecitas del macro-centro porteño. Se percibían
los temblores que ocasionaban los vehículos y colectivos que circulaban por la
calle, por encima de la superficie del mar, o del río platense. Aquella
estación subterránea reclamaba bohemia y respiro pero apenas lograba
oxigenarse.
Un ruido creciente llegaba desde el túnel del
subterráneo, era un tren eléctrico que se acercaba con un maquinista en su
vagón delantero. Segundo lo miraba. El maquinista estaba situado detrás de una
ventanilla. Se activaban los frenos y la máquina subterránea, frenaba. Se
abrían las puertas de todos los vagones, pausando ese ruido molesto para las
lauchas y las ratas que suelen hospedarse en los recovecos de las vías. Segundo
se paró y arrimó a una fila de pasajeros, la menos densa, siendo testigo de la
impaciencia de varios individuos que empujaban y empujaban, impidiéndole a una
anciana la salida del vagón. ¿Podrías dejarla salir?, le exigía Segundo a un
maleducado, pero el muchacho se hizo a un lado y la anciana logró egresar del
vagón, agradeciéndole a Segundo con una caricia que alojó en su mejilla. Una
chicharra sonaba, señal de que las puertas del vagón estaban por cerrarse,
entonces se adentró viendo como el pasajero maleducado se sentaba en el último
asiento disponible, bien en el fondo del vagón. En esas condiciones viajó
Segundo, parado y colgado de un caño, leyendo un anuncio publicitario que
estaba posteado en una cartelera instalada por encima de los marcos de dos
ventanillas. Simultáneamente se cuestionaba para qué tenían ventanillas los
trenes subterráneos. No había nada que contemplar más que concreto y oscuridad,
pero su mente no estaba disponible para tales cuestionamientos: los recuerdos
de Carolina no querían esfumarse.
En cuestión de minutos, muy pocos, se fueron
sucediendo las cuatro estaciones que lo arrimaban a su destino: la estación
Pueyrredón. Tuvo que esmerarse para salir del vagón, colmado de gente y
bastante mal aliento además de caras desaseadas. Una vez parado en el andén, se
enfiló hacia el único túnel con salida a una escalera mecánica que lo retornaba
a las calles, a la avenida Santa Fe, pero antes tuvo que desplazarse por otro
túnel lo suficientemente extenso como para refugiar a tres artistas callejeros
que tocaban sus instrumentos con aparente dignidad. Lo hacían a la gorra, desde
diferentes puntos del túnel, con guitarras, armónicas, saxos y cantos bien afinados.
¿Por qué cantan acá si tienen talento?, se preguntaba Segundo, arrojando al
pasar por el último músico una moneda por el valor de un peso, porque ellos
tocaban a la gorra, vaya manera de promocionar artistas tenía la ciudad: hacían
música por dádivas. Con la música resonando en sus tímpanos, subió por unas
escaleras y comenzó a respirar el aire espeso de la ciudad, algo contaminado
pero más oxigenado que el que podía respirarse metros abajo en el subterráneo.
En esos instantes, dos automovilistas que ocupaban dos de los cinco carriles
que tenía la avenida, se tocaban bocinazos, reprochándose malas maniobras desde
los habitáculos de los vehículos, pero Segundo continuaba su marcha, doblando
por avenida Pueyrredón tras unos veinte pasos largos por avenida Santa Fe.
Tenía que caminar algunas cuadras para poder llegar al consultorio de Martina. Antes
se detuvo para encender un cigarrillo en la entrada de una galería que estaba
desolada, pero de esa galería salía una señora, o una señorita porque
aparentaba una edad menor, rubia y bien moldeada. Él la miraba con el pucho en
la boca y una llama que no arrimaba al tabaco porque esa mujer era ni más ni
menos que la misteriosa dama del cementerio, la rubia de las flores y las
huidas cada vez que lo veía llegar. Un mechón de cabello tapaba su ojo derecho.
Vestía una pollera negra que apenas le tapaba la cola, con un escote bien
pronunciado que le sujetaba los pechos. Estaba maquillada hasta el más mínimo
detalle, con unos zapatos de taco aguja que dominaba con destreza al caminar.
Un viejito picarón, con bastón en mano, contemplaba su cola moviente desde el
cordón de la vereda, pero Segundo la vio pasar y no dudó en seguirla. No podía
ni quería perderla de vista. La rubia cruzaba la avenida Santa Fe por la senda
peatonal, después elevó el dedo índice de la mano derecha para solicitar los
servicios de un coche taxi que en contados segundos la levantó, porque era una
señora para el levante, estéticamente bella y muy sensual. Segundo se percató
de inmediato de que estaba abriendo la puerta del taxi y no tardó en reclamar
los servicios de otro coche que estaba parado metros atrás sobre el mismo carril,
y subió apresurado para seguirla, ordenándole al chofer que doblase por avenida
Pueyrredón e hiciera una cuadra para doblar por la calle Marcelo T. de Alvear.
Tenía que seguirla, sus intrigas lo habían cautivado, mucho más que los besos
de Martina, a esa altura de las circunstancias olvidada y postergada en el
interior del consultorio.