sábado, 3 de noviembre de 2012

Entrega nro. 16

Eran las seis y cinco de la tarde. Segundo estaba sentado en un banco chato de la estación 9 de Julio, esperando el arribo del tren subterráneo que recorría la línea D de la ciudad. Un televisor —colgado del techo— emitía títulos informativos de todo lo acontecido durante el día:

“Bancos privados cierran sus puertas ante posibles saqueos; el Ministro de Economía estima que el índice de desempleo descenderá durante el próximo semestre; analizan la suspensión del Fútbol por violencia en las canchas”…

…pero Segundo desatendía esas noticias: la muerte de su abuela era una carga constante que acaparaba toda su atención, Florencio Restrepo y un tal Francisco Reina sembraban dudas tan sólidas como su propia existencia, y Martina ya formaba parte de sus planes, después de tantos besos repartidos, el atardecer anterior, en el palco del teatro, y una cesión de caricias en su departamento que no había prosperado en escenas sexuales porque ella estaba indispuesta aunque no lo había manifestado pero él lo intuía, y hacia ella iba, sentado en ese andén. Un ventilador, también colgado del techo —porque en el subterráneo todo parecía estar colgado de algún lugar—, soplaba aire viciado a su cara, pero era aire en fin. La humedad pegajosa del subterráneo podía alterar el comportamiento de hasta el más tolerante de los pasajeros, pasajeros que paso a paso se arrimaban al andén, algunos trajeados, otros vestidos con ropa sport, pero todos tensionados por haber pisado, en una hora pico, las tumultuosas callecitas del macro-centro porteño. Se percibían los temblores que ocasionaban los vehículos y colectivos que circulaban por la calle, por encima de la superficie del mar, o del río platense. Aquella estación subterránea reclamaba bohemia y respiro pero apenas lograba oxigenarse.
Un ruido creciente llegaba desde el túnel del subterráneo, era un tren eléctrico que se acercaba con un maquinista en su vagón delantero. Segundo lo miraba. El maquinista estaba situado detrás de una ventanilla. Se activaban los frenos y la máquina subterránea, frenaba. Se abrían las puertas de todos los vagones, pausando ese ruido molesto para las lauchas y las ratas que suelen hospedarse en los recovecos de las vías. Segundo se paró y arrimó a una fila de pasajeros, la menos densa, siendo testigo de la impaciencia de varios individuos que empujaban y empujaban, impidiéndole a una anciana la salida del vagón. ¿Podrías dejarla salir?, le exigía Segundo a un maleducado, pero el muchacho se hizo a un lado y la anciana logró egresar del vagón, agradeciéndole a Segundo con una caricia que alojó en su mejilla. Una chicharra sonaba, señal de que las puertas del vagón estaban por cerrarse, entonces se adentró viendo como el pasajero maleducado se sentaba en el último asiento disponible, bien en el fondo del vagón. En esas condiciones viajó Segundo, parado y colgado de un caño, leyendo un anuncio publicitario que estaba posteado en una cartelera instalada por encima de los marcos de dos ventanillas. Simultáneamente se cuestionaba para qué tenían ventanillas los trenes subterráneos. No había nada que contemplar más que concreto y oscuridad, pero su mente no estaba disponible para tales cuestionamientos: los recuerdos de Carolina no querían esfumarse.
En cuestión de minutos, muy pocos, se fueron sucediendo las cuatro estaciones que lo arrimaban a su destino: la estación Pueyrredón. Tuvo que esmerarse para salir del vagón, colmado de gente y bastante mal aliento además de caras desaseadas. Una vez parado en el andén, se enfiló hacia el único túnel con salida a una escalera mecánica que lo retornaba a las calles, a la avenida Santa Fe, pero antes tuvo que desplazarse por otro túnel lo suficientemente extenso como para refugiar a tres artistas callejeros que tocaban sus instrumentos con aparente dignidad. Lo hacían a la gorra, desde diferentes puntos del túnel, con guitarras, armónicas, saxos y cantos bien afinados. ¿Por qué cantan acá si tienen talento?, se preguntaba Segundo, arrojando al pasar por el último músico una moneda por el valor de un peso, porque ellos tocaban a la gorra, vaya manera de promocionar artistas tenía la ciudad: hacían música por dádivas. Con la música resonando en sus tímpanos, subió por unas escaleras y comenzó a respirar el aire espeso de la ciudad, algo contaminado pero más oxigenado que el que podía respirarse metros abajo en el subterráneo. En esos instantes, dos automovilistas que ocupaban dos de los cinco carriles que tenía la avenida, se tocaban bocinazos, reprochándose malas maniobras desde los habitáculos de los vehículos, pero Segundo continuaba su marcha, doblando por avenida Pueyrredón tras unos veinte pasos largos por avenida Santa Fe. Tenía que caminar algunas cuadras para poder llegar al consultorio de Martina. Antes se detuvo para encender un cigarrillo en la entrada de una galería que estaba desolada, pero de esa galería salía una señora, o una señorita porque aparentaba una edad menor, rubia y bien moldeada. Él la miraba con el pucho en la boca y una llama que no arrimaba al tabaco porque esa mujer era ni más ni menos que la misteriosa dama del cementerio, la rubia de las flores y las huidas cada vez que lo veía llegar. Un mechón de cabello tapaba su ojo derecho. Vestía una pollera negra que apenas le tapaba la cola, con un escote bien pronunciado que le sujetaba los pechos. Estaba maquillada hasta el más mínimo detalle, con unos zapatos de taco aguja que dominaba con destreza al caminar. Un viejito picarón, con bastón en mano, contemplaba su cola moviente desde el cordón de la vereda, pero Segundo la vio pasar y no dudó en seguirla. No podía ni quería perderla de vista. La rubia cruzaba la avenida Santa Fe por la senda peatonal, después elevó el dedo índice de la mano derecha para solicitar los servicios de un coche taxi que en contados segundos la levantó, porque era una señora para el levante, estéticamente bella y muy sensual. Segundo se percató de inmediato de que estaba abriendo la puerta del taxi y no tardó en reclamar los servicios de otro coche que estaba parado metros atrás sobre el mismo carril, y subió apresurado para seguirla, ordenándole al chofer que doblase por avenida Pueyrredón e hiciera una cuadra para doblar por la calle Marcelo T. de Alvear. Tenía que seguirla, sus intrigas lo habían cautivado, mucho más que los besos de Martina, a esa altura de las circunstancias olvidada y postergada en el interior del consultorio.