jueves, 22 de noviembre de 2012

Entrega nro. 36


Año 2002. Un reloj cuadrado, fijado en la pared del salón comedor del hotel, marcaba las nueve y diez de la noche. En la terminación de esa pared, bien al fondo y cerca de la puerta, hacía guardia un custodio de Francisco. Segundo continuaba sentado, esperando, aguardando con altas dosis de nerviosismo el tan ansiado encuentro con Felipe G. Francisco había salido por esa misma puerta para recibir a su invitado desde el ascensor. Su suponía que los invitados no debían hacerse esperar, habían sucedido más de diez minutos desde la nueve y Segundo recorría ese trayecto en menos de cinco, pero finalmente la puerta se abría e ingresaba el murmullo de dos sujetos que se acercaban dialogando. Segundo les cedía la espalda pero tímidamente comenzaba a voltearse para confirmar lo que ya suponía un hecho concreto: un señor de metro ochenta centímetros de estatura, de un corto cabello castaño y ojos claros, delgado, con un saco beige y un pantalón de vestir marrón oscuro, acompañaba a Francisco, tomado de la mano por una veinteañera, con un lacio cabello rubio extendido hasta los hombros, que ajustaba sus siluetas con un vestido escotado y bien rosado. Una cadenita brillaba en el cuello de la muchacha, parecía una cruz. Dominaba con destreza unos tacos del mismo color que su cinto, blancos con algunos puntitos negros. Francisco caminaba entre ellos, dirigiéndolos hacia la mesa que Segundo desocupaba con un tembleque en las piernas que le costaba disimular, pero no se acercaba, simplemente se limitaba a esperar desde un lado de la silla, notando que la señorita no paraba de observarlo, cada vez menos distante, bellísima por donde se la mirase. Metros atrás, dos muchachos desconocidos hacían guardia desde la puerta, posando como solían hacerlo los custodios de Francisco, de hecho Segundo sabía que Felipe contaba con custodia personal pero su centro de atención giraba en torno a la similitud de la voz de Felipe con una voz que ya había oído, o le parecía haber escuchado. Y sí, su memoria no le fallaba, no estaba errado, era el mismo hombre que había oído a medias por la abertura de la puerta de la bóveda familiar, retenía ese sonido y lo comparaba. Segundo estaba incrédulo, cuán peligroso hubiese resultado si ese cruce hubiera tenido lugar aquella tarde en el cementerio. El mafioso caminaba despreocupadamente con esa rubia de ojos verdosos hasta detenerse frente a Segundo y todas sus incógnitas inconclusas:
—Les presente a mi hijo —comentaba Francisco con simpatía—, Segundo Reina.
Segundo estaba inmóvil. Su cordialidad lo comprometía a presentarse, entonces se les acercaba con mucha fuerza de voluntad para tenderles la mano derecha. Ellos lo observaban con atención: Felipe con seriedad y ella con una sonrisa muy vistosa.
—Encantado, Segundo —lo saludaba Felipe con ciertas muecas—, tu padre ha hablado muy bien de vos
—Igualmente, señor Felipe. Será un placer compartir la cena con amigos de mi padre.
—Es demasiado rápido afirmar que ya somos amigos —acotaba Francisco—, pero nadie puede negar que el destino nos ha unido para parir una amistad incondicional. Los amigos son una bendición divina.
Los labios de los invitados dibujaban una sonrisa de aceptación.
—Segundo… te presento a mi hija querida: Priscilla.
—Con permiso —se agachaba él y le besaba las venas de la mano izquierda.
La besuqueaba cual príncipe encantado por la ternura de una mujer que anhelaba ser conquistada por su imperio sentimental. El mafioso había elegido la compañía de su hija, muchacha que sentía sus besos secos y se ruborizaba, pero rompía el silencio al sentirse presionada por los ojos inquietos de su padre que no paraban de acosarla:
—Encantada, Segundo.
Su padre estaba tenso, como si ese beso lo hubiera turbado, pero poco a poco comenzaba a soltarse, quizá para derretir el hielo que recorría sus venas:
—Sepan disculpar haber desinformado la compañía de mi bella princesa, no podía dejarla sola en casa. ¿No hay problema, don Francisco, cierto?
—Por supuesto que no. Ahora mismo ordenaré sus copas, los platos y todos los utensilios. Quiero que se sientan como en su casa.
Lo cierto era que Felipe no paraba de ojear a Segundo, y ella también lo miraba con detenimiento pero enfocaba otra mirada: la de una mujer que se sentía atraída. Las mujeres atrapadas por un hombre suelen mirar con esos ojos, Segundo lo sabía. Francisco percibía la inspección ocular que Felipe les ejercía, de hecho nadie hablaba y el silencio conquistaba terreno, entonces señalaba la mesa para invitarlos a tomar asiento mientras marcaba en su celular los números que comunicaban con las camareras:
—Tenemos una invitada que no estaba en los planes —comentaba por lo bajo—. Traigan los instrumentos que necesitamos comenzar la velada.
El primero en sentarse hacía sido Felipe, escogiendo una silla desde donde podía apreciarse una pintura colgada en la pared: retrataba unos veleros encallados en un muelle. Priscilla se sentaba a su lado izquierdo y mientras lo hacía corría hacia su lado izquierdo el flequillo lacio que caía desde su frente, tenía los dedos cubiertos de anillos plateados. Segundo, en cambio, permanecía parado, esperando que Francisco se arrimara a la mesa porque en su mente revoloteaban las preguntas, y en su sangre fluía la confusión. Fiel a su estilo calmo, Francisco se dirigía hacia la mesa contigua y cogió una silla que terminó ubicando a la derecha de Felipe, guiñándole luego el ojo a Segundo para que tomara asiento a un lado de la bella Priscilla. Ella estaba fragante con un perfume exótico y sumamente tentador.
—Muy bien —retomaba la palabra Francisco—, ahora que estamos compartiendo una velada familiar, tan sólo restaría dejarnos seducir por los encantos del buen vivir, y no hace falta que siga hablando porque ahí están ingresando las camareras —las señalaba con el dedo índice.
Dos morochas arropadas con atuendos de camarera (pantalones de seda negra y camisas del mismo color, abotonadas hasta el cuello) se adentraban en el salón por una puerta lateral de la cocina. Tenían los cabellos recogidos con unos rodetes peinados a la perfección. Una de ellas transportaba una bandeja, llevaba los utensilios y demás instrumentos que habían sido solicitados. Sus boquitas pintadas de un rojo intenso derrochaban simpatía por doquier.
— ¡Buenas noches! —saludaban en simultáneo con las piernas juntadas como dos apuestos soldados.
Todos respondían el gesto con un saludo cortés, excepto Francisco que solamente se limitaba a señalar el paradero de los instrumentos, orgulloso de una atención que casi no se había hecho esperar. Segundo enloquecía, observaba un cuchillo y divagaba con apuñalar en el pecho a ese mal parido que Francisco acusaba de asesino; se sentía otra persona, un lobo feroz, o quizá un dinosaurio carnívoro que llevaba varios días sin aliviar su estómago hambriento, pero la presencia espiritual de su abuela Carolina arribaba en el momento oportuno para arrojar pétalos de calma en ese caudaloso río de furia que corría por sus pensamientos. Eran esos los momentos en que más la echaba de menos.
—Buenas noches, señoritas —les daba la bienvenida su jefe—, muchas gracias por la atención. Ya pueden retirarse.
Las camareras regresaban a la cocina por la misma puerta que habían traspasado. Segundo seguía perdido, con la mirada puesta en una de las velas encendidas, confundido hasta de su mismísima existencia.
— ¿Cómo marchan los negocios? —le preguntaba Francisco a Felipe.
—Afortunadamente bajo control.
—Pero digamos que uno tiene lo que se merece.
—Desde luego que sí, si no me creé, contemple a mi princesa.
Se estaba baboseando con su hija, y ella sonreía refinadamente, echando la espalda en el respaldo de la silla, estaba ensimismada, justo en el momento en que Segundo vencía a sus fantasmas y se animaba a comentar:
—Permítame decirle que su hija es una hermosura.
—Ay… gracias —respondía ella, guiñándole con el ojo izquierdo.
—Es idéntica a su madre, por siempre dulce y generosa.
— ¿A qué te dedicás, Priscilla? —le preguntaba Francisco.
—Estudio actuación. Algún día me gustaría actuar en alguna obra teatral pero para eso hay que estudiar.
—Pues claro, ¡adelante!, —resaltaba Francisco—, los sueños se cumplen siempre y cuando te esmeres por alcanzarlos. En mi caso particular, he trabajado día y noche para levantar el complejo turístico que ahora nos reconforta. ¿No es así, don Felipe?
En esos momentos se acercaba un cocinero con un carrito repleto de refrigerios, todos envasados.
—Claro que sí. Lo importante es perseverar, no dejarse vencer por esa ansiedad que todo lo devora de un lengüetazo. Podemos tener aptitud pero si no hay actitud nada tiene sentido.
Segundo depositaba la mirada cómplice de Francisco en lo más profundo de su alma. Ambos habían soñado con un acercamiento al acusado por la muerte de sus padres y finalmente ese día había llegado. El doble sentido que solamente las palabras pueden divulgar había transmitido un mensaje que sólo ellos podían discernir. En esos instantes de miradas cómplices, una canción bossa-nova comenzaba a repartirse desde los seis parlantes que colgaban de los rincones del salón. La iluminación era tenue, excepto en la mesa que ellos ocupaban, tal cual había sido programado por el mandamás hotelero.
—Imagino que una mujer tan interesante debe de estar en pareja —la halagaba Francisco, observándola.
— ¿Yo? No, para nada —titubeaba—, mi papá es demasiado celoso.
Todos sonreían y esperaban la reacción del culpado, quien abría los ojos y con mucha serenidad se excusaba, diciendo:
—Lo cierto es que mi hija tiene varios pretendientes. Tuvo un noviecito que se llamaba Juan Manuel pero solita se dio cuenta de que no era correspondido. ¿Y vos? —le preguntaba a Segundo—, ¿estás en pareja?
—En este momento no pero podría estarlo.
¿Para qué? Felipe estaba realmente celoso y alternaba el color de su cara. Parecía una iguana. Ella se tapaba los ojos con un mechón de cabello y se sonrojaba.
—Mirá que eso de los celos es real —manifestaba Felipe con cierto tono de broma aunque había sido sincero—, así que no te hagas el vivito conmigo.
Felipe era un reaccionario, siempre lo había sido y Francisco lo sabía. Probablemente, la presencia de su hija lo forzaba a ser tolerante, porque era intolerante y muy impulsivo, tanto era así que se respiraba tensión, todos la respiraban.
—Cambiando de tema —decía Francisco como para alternar la conversación—, ¿ya pensaron qué delicias quieren deleitar?
Tenía en sus manos una carta forrada de cuero con el logo del hotel estampado en su portada. Felipe tomaba otra carta y perdía la vista en su contenido, juntando las manos por encima de la mesa, entre un plato vacío y su barriga hambrienta:
—El hecho de estar tan cerca del río me motiva a comer unos pescados. Un tierno salmón, acompañado por una ensalada mixta, conformaría una gran opción, así como también lo fue el inolvidable colorado el veintitrés.
Felipe había cambiado su estado de ánimo con brusquedad, tanto que hasta confundía.
—Me juego a que nunca podrá olvidar ese número —exageraba Francisco—. Está muy bien. ¿Y vos, Priscilla?
— ¿Yo? Yo debo informales que soy vegetariana —se pausaba—. ¿Podría ser una pechuga de pollo con papas al horno?
—Claro princesa, tus palabras son órdenes.
—Bien sequitas, por favor.
— ¡Padre!, —irrumpía Segundo alzando su voz—, acompaño a Felipe con el salmón y a Priscilla con las papas.
—Excelente señores, ya mismo ordenaré sus pedidos. Aprovecho la ocasión para informarles que también me inclino por un exquisito plato de salmón.
Los pedidos no se hacían esperar, Francisco había sacado una campanita del bolsillo de su saco y la hacía sonar para reclamar el servicio de las camareras. Los invitados contemplaban con sorpresa su estilo de vida, glamoroso. Fueron tan sólo seis los segundos que las camareras demoraron en tomar cartas en el asunto, sepultando sus exigencias estomacales con una letras pequeñas que volcaban en unas libretitas.