Año 2002. Un
reloj cuadrado, fijado en la pared del salón comedor del hotel, marcaba las
nueve y diez de la noche. En la terminación de esa pared, bien al fondo y cerca
de la puerta, hacía guardia un custodio de Francisco. Segundo continuaba
sentado, esperando, aguardando con altas dosis de nerviosismo el tan ansiado
encuentro con Felipe G. Francisco había salido por esa misma puerta para
recibir a su invitado desde el ascensor. Su suponía que los invitados no debían
hacerse esperar, habían sucedido más de diez minutos desde la nueve y Segundo
recorría ese trayecto en menos de cinco, pero finalmente la puerta se abría e ingresaba
el murmullo de dos sujetos que se acercaban dialogando. Segundo les cedía la espalda
pero tímidamente comenzaba a voltearse para confirmar lo que ya suponía un
hecho concreto: un señor de metro ochenta centímetros de estatura, de un corto
cabello castaño y ojos claros, delgado, con un saco beige y un pantalón de
vestir marrón oscuro, acompañaba a Francisco, tomado de la mano por una
veinteañera, con un lacio cabello rubio extendido hasta los hombros, que
ajustaba sus siluetas con un vestido escotado y bien rosado. Una cadenita
brillaba en el cuello de la muchacha, parecía una cruz. Dominaba con destreza
unos tacos del mismo color que su cinto, blancos con algunos puntitos negros.
Francisco caminaba entre ellos, dirigiéndolos hacia la mesa que Segundo
desocupaba con un tembleque en las piernas que le costaba disimular, pero no se
acercaba, simplemente se limitaba a esperar desde un lado de la silla, notando
que la señorita no paraba de observarlo, cada vez menos distante, bellísima por
donde se la mirase. Metros atrás, dos muchachos desconocidos hacían guardia desde
la puerta, posando como solían hacerlo los custodios de Francisco, de hecho
Segundo sabía que Felipe contaba con custodia personal pero su centro de
atención giraba en torno a la similitud de la voz de Felipe con una voz que ya
había oído, o le parecía haber escuchado. Y sí, su memoria no le fallaba, no
estaba errado, era el mismo hombre que había oído a medias por la abertura de
la puerta de la bóveda familiar, retenía ese sonido y lo comparaba. Segundo
estaba incrédulo, cuán peligroso hubiese resultado si ese cruce hubiera tenido
lugar aquella tarde en el cementerio. El mafioso caminaba despreocupadamente
con esa rubia de ojos verdosos hasta detenerse frente a Segundo y todas sus
incógnitas inconclusas:
—Les presente
a mi hijo —comentaba Francisco con simpatía—, Segundo Reina.
Segundo estaba
inmóvil. Su cordialidad lo comprometía a presentarse, entonces se les acercaba
con mucha fuerza de voluntad para tenderles la mano derecha. Ellos lo
observaban con atención: Felipe con seriedad y ella con una sonrisa muy
vistosa.
—Encantado,
Segundo —lo saludaba Felipe con ciertas muecas—, tu padre ha hablado muy bien
de vos
—Igualmente,
señor Felipe. Será un placer compartir la cena con amigos de mi padre.
—Es demasiado
rápido afirmar que ya somos amigos —acotaba Francisco—, pero nadie puede negar
que el destino nos ha unido para parir una amistad incondicional. Los amigos
son una bendición divina.
Los labios de
los invitados dibujaban una sonrisa de aceptación.
—Segundo… te
presento a mi hija querida: Priscilla.
—Con permiso
—se agachaba él y le besaba las venas de la mano izquierda.
La besuqueaba
cual príncipe encantado por la ternura de una mujer que anhelaba ser
conquistada por su imperio sentimental. El mafioso había elegido la compañía de
su hija, muchacha que sentía sus besos secos y se ruborizaba, pero rompía el
silencio al sentirse presionada por los ojos inquietos de su padre que no
paraban de acosarla:
—Encantada,
Segundo.
Su padre
estaba tenso, como si ese beso lo hubiera turbado, pero poco a poco comenzaba a
soltarse, quizá para derretir el hielo que recorría sus venas:
—Sepan
disculpar haber desinformado la compañía de mi bella princesa, no podía dejarla
sola en casa. ¿No hay problema, don Francisco, cierto?
—Por supuesto
que no. Ahora mismo ordenaré sus copas, los platos y todos los utensilios.
Quiero que se sientan como en su casa.
Lo cierto era
que Felipe no paraba de ojear a Segundo, y ella también lo miraba con
detenimiento pero enfocaba otra mirada: la de una mujer que se sentía atraída.
Las mujeres atrapadas por un hombre suelen mirar con esos ojos, Segundo lo
sabía. Francisco percibía la inspección ocular que Felipe les ejercía, de hecho
nadie hablaba y el silencio conquistaba terreno, entonces señalaba la mesa para
invitarlos a tomar asiento mientras marcaba en su celular los números que
comunicaban con las camareras:
—Tenemos una
invitada que no estaba en los planes —comentaba por lo bajo—. Traigan los
instrumentos que necesitamos comenzar la velada.
El primero en
sentarse hacía sido Felipe, escogiendo una silla desde donde podía apreciarse
una pintura colgada en la pared: retrataba unos veleros encallados en un
muelle. Priscilla se sentaba a su lado izquierdo y mientras lo hacía corría
hacia su lado izquierdo el flequillo lacio que caía desde su frente, tenía los
dedos cubiertos de anillos plateados. Segundo, en cambio, permanecía parado,
esperando que Francisco se arrimara a la mesa porque en su mente revoloteaban
las preguntas, y en su sangre fluía la confusión. Fiel a su estilo calmo, Francisco
se dirigía hacia la mesa contigua y cogió una silla que terminó ubicando a la
derecha de Felipe, guiñándole luego el ojo a Segundo para que tomara asiento a
un lado de la bella Priscilla. Ella estaba fragante con un perfume exótico y
sumamente tentador.
—Muy bien
—retomaba la palabra Francisco—, ahora que estamos compartiendo una velada
familiar, tan sólo restaría dejarnos seducir por los encantos del buen vivir, y
no hace falta que siga hablando porque ahí están ingresando las camareras —las
señalaba con el dedo índice.
Dos morochas
arropadas con atuendos de camarera (pantalones de seda negra y camisas del
mismo color, abotonadas hasta el cuello) se adentraban en el salón por una
puerta lateral de la cocina. Tenían los cabellos recogidos con unos rodetes
peinados a la perfección. Una de ellas transportaba una bandeja, llevaba los
utensilios y demás instrumentos que habían sido solicitados. Sus boquitas
pintadas de un rojo intenso derrochaban simpatía por doquier.
— ¡Buenas
noches! —saludaban en simultáneo con las piernas juntadas como dos apuestos
soldados.
Todos
respondían el gesto con un saludo cortés, excepto Francisco que solamente se
limitaba a señalar el paradero de los instrumentos, orgulloso de una atención
que casi no se había hecho esperar. Segundo enloquecía, observaba un cuchillo y
divagaba con apuñalar en el pecho a ese mal parido que Francisco acusaba de
asesino; se sentía otra persona, un lobo feroz, o quizá un dinosaurio carnívoro
que llevaba varios días sin aliviar su estómago hambriento, pero la presencia
espiritual de su abuela Carolina arribaba en el momento oportuno para arrojar
pétalos de calma en ese caudaloso río de furia que corría por sus pensamientos.
Eran esos los momentos en que más la echaba de menos.
—Buenas noches,
señoritas —les daba la bienvenida su jefe—, muchas gracias por la atención. Ya
pueden retirarse.
Las camareras
regresaban a la cocina por la misma puerta que habían traspasado. Segundo
seguía perdido, con la mirada puesta en una de las velas encendidas, confundido
hasta de su mismísima existencia.
— ¿Cómo
marchan los negocios? —le preguntaba Francisco a Felipe.
—Afortunadamente
bajo control.
—Pero digamos
que uno tiene lo que se merece.
—Desde luego
que sí, si no me creé, contemple a mi princesa.
Se estaba
baboseando con su hija, y ella sonreía refinadamente, echando la espalda en el
respaldo de la silla, estaba ensimismada, justo en el momento en que Segundo
vencía a sus fantasmas y se animaba a comentar:
—Permítame
decirle que su hija es una hermosura.
—Ay… gracias
—respondía ella, guiñándole con el ojo izquierdo.
—Es idéntica a
su madre, por siempre dulce y generosa.
— ¿A qué te
dedicás, Priscilla? —le preguntaba Francisco.
—Estudio
actuación. Algún día me gustaría actuar en alguna obra teatral pero para eso
hay que estudiar.
—Pues claro,
¡adelante!, —resaltaba Francisco—, los sueños se cumplen siempre y cuando te
esmeres por alcanzarlos. En mi caso particular, he trabajado día y noche para
levantar el complejo turístico que ahora nos reconforta. ¿No es así, don Felipe?
En esos
momentos se acercaba un cocinero con un carrito repleto de refrigerios, todos envasados.
—Claro que sí.
Lo importante es perseverar, no dejarse vencer por esa ansiedad que todo lo
devora de un lengüetazo. Podemos tener aptitud pero si no hay actitud nada
tiene sentido.
Segundo depositaba
la mirada cómplice de Francisco en lo más profundo de su alma. Ambos habían
soñado con un acercamiento al acusado por la muerte de sus padres y finalmente
ese día había llegado. El doble sentido que solamente las palabras pueden
divulgar había transmitido un mensaje que sólo ellos podían discernir. En esos
instantes de miradas cómplices, una canción bossa-nova comenzaba a repartirse
desde los seis parlantes que colgaban de los rincones del salón. La iluminación
era tenue, excepto en la mesa que ellos ocupaban, tal cual había sido
programado por el mandamás hotelero.
—Imagino que
una mujer tan interesante debe de estar en pareja —la halagaba Francisco,
observándola.
— ¿Yo? No,
para nada —titubeaba—, mi papá es demasiado celoso.
Todos sonreían
y esperaban la reacción del culpado, quien abría los ojos y con mucha serenidad
se excusaba, diciendo:
—Lo cierto es
que mi hija tiene varios pretendientes. Tuvo un noviecito que se llamaba Juan
Manuel pero solita se dio cuenta de que no era correspondido. ¿Y vos? —le
preguntaba a Segundo—, ¿estás en pareja?
—En este
momento no pero podría estarlo.
¿Para qué?
Felipe estaba realmente celoso y alternaba el color de su cara. Parecía una
iguana. Ella se tapaba los ojos con un mechón de cabello y se sonrojaba.
—Mirá que eso
de los celos es real —manifestaba Felipe con cierto tono de broma aunque había sido
sincero—, así que no te hagas el vivito conmigo.
Felipe era un
reaccionario, siempre lo había sido y Francisco lo sabía. Probablemente, la
presencia de su hija lo forzaba a ser tolerante, porque era intolerante y muy
impulsivo, tanto era así que se respiraba tensión, todos la respiraban.
—Cambiando de
tema —decía Francisco como para alternar la conversación—, ¿ya pensaron qué
delicias quieren deleitar?
Tenía en sus
manos una carta forrada de cuero con el logo del hotel estampado en su portada.
Felipe tomaba otra carta y perdía la vista en su contenido, juntando las manos
por encima de la mesa, entre un plato vacío y su barriga hambrienta:
—El hecho de
estar tan cerca del río me motiva a comer unos pescados. Un tierno salmón,
acompañado por una ensalada mixta, conformaría una gran opción, así como también
lo fue el inolvidable colorado el veintitrés.
Felipe había
cambiado su estado de ánimo con brusquedad, tanto que hasta confundía.
—Me juego a
que nunca podrá olvidar ese número —exageraba Francisco—. Está muy bien. ¿Y
vos, Priscilla?
— ¿Yo? Yo debo
informales que soy vegetariana —se pausaba—. ¿Podría ser una pechuga de pollo
con papas al horno?
—Claro
princesa, tus palabras son órdenes.
—Bien
sequitas, por favor.
— ¡Padre!,
—irrumpía Segundo alzando su voz—, acompaño a Felipe con el salmón y a Priscilla
con las papas.
—Excelente
señores, ya mismo ordenaré sus pedidos. Aprovecho la ocasión para informarles
que también me inclino por un exquisito plato de salmón.
Los pedidos no
se hacían esperar, Francisco había sacado una campanita del bolsillo de su saco
y la hacía sonar para reclamar el servicio de las camareras. Los invitados
contemplaban con sorpresa su estilo de vida, glamoroso. Fueron tan sólo seis
los segundos que las camareras demoraron en tomar cartas en el asunto,
sepultando sus exigencias estomacales con una letras pequeñas que volcaban en
unas libretitas.