Ese mismo día, pero por la tarde, a eso de las
seis, justo en el momento en que un reloj luminoso —instalado en la terraza de
un edificio con vista a la avenida 9 de julio— marcaba el cambio horario y, por
consiguiente, el deseado retiro laboral para miles de trabajadores que anhelaban
descansar en sus nidos de concreto, Segundo se paraba frente al portero
eléctrico del edificio donde estaba situado el consultorio de Martina. La gente
giraba y giraba por la calle Ayacucho, como en el tango, con los rostros
cansados. El diariero de la cuadra iniciaba un nuevo pero repetido éxodo de
diarios y revistas, algunos de los cuales experimentarían reciclajes, reventa o
simplemente culminarían sus vidas efímeras bajo los efectos letales de las
llamas leñosas, furiosas por pigmentar carnes asadas echadas en parrillas de
hierro al rojo vivo. A unas pocas cuadras, la avenida Santa Fe padecía la masa
humana que se escabullía entre pocos bares y demasiado calzado para la mujer.
El cielo presentaba algunos nubarrones pero los pronósticos predecían que no
llovería, aunque unos chacareros que paseaban por la urbe contemplaban el cielo
y estimaban que llovería, desconociendo que el cielo porteño casi siempre
estaba pintado de verde, o gris: descubrir una estrella era todo un desafío, a
menos que uno recurriera al planetario.
Segundo estaba metido en el pasillo de entrada al
edificio, viendo a la gente que se sucedía en la vereda. Aún no había tocado el
portero, se retardaba ya que no estaba seguro de hacerlo, temía reacciones
adversas, pero necesitaba que Martina lo escuchase. Ella estaría trabajando
como lo hacía a diario. No se había animado a llamarla por teléfono. Justo
cuando acercaba el dedo índice a la tecla del portero, una voz proveniente de
la calle acaparaba su atención. Esa voz callejera traía recuerdos de una
experiencia no tan lejana, y no estaba errado porque ese extraño hombre, que
alguna vez había deambulado por esa misma vereda entonando un tango, reaparecía
como aquel día vistiendo el mismo smoking destartalado. Ahora tenía el mentón
recubierto de una barba canosa que lo seguía desalineando. Cantaba con orgullo
el loco lindo, desafiando a los extrovertidos y humillando a los famas
cortazarianos, eruditos urbanos que sentían envidia ante tanta despreocupación
y libertad. “Las callecitas de Buenos Aires tienen ese que se yo, ¿viste?”,
recitaba el tanguero, mirándolo desde la vereda. “Salgo de casa, por Arenales,
lo de siempre, la calle y en mí, cuando de repente, detrás de un árbol, se aparece
él”. Segundo se había quedado perplejo, rozaba el portero eléctrico con su dedo
índice, tanto fue así que sin querer tocó otra tecla y alguien atendió, pero él
estaba compenetrado con ese tanguero que una vez más cantaba un tango y lo observaba
con los pies estaqueados en la vereda, a uno diez metros, tan serio como
Sarmiento en el billete de cincuenta pesos. El tanguero tenía la mirada perdida
pero enfocada hacia Segundo, y él hacía lo mismo pero con mucho desconcierto. Era
tan portentosa la mirada del tanguero que lo había dejado pasmado. El loco
lindo giraba la cara y seguía deambulando con esa mezcla de prepotencia y
delirio urbano que lo caracterizaba. Parecía un perro callejero olfateando
fragancias apetecibles. A pesar de su estupor, Segundo sentía atracción por su
pasión tanguera, entonces avanzó unos pasos hacia la vereda para verlo marchar a
la distancia. Al asomarse vio algo que le pausa el corazón hasta tal punto de
casi infartarlo:
— ¡Veo un mar de sangre, sangre en el asfalto!
Esa visión tan cruenta y delirante había escapado
de la boca del tanguero, una voz socarrona y potente que le había labiado de
frente, cara a cara, con esos ojos negros que le erizaban la piel, como si el
loco lindo hubiese intuido que Segundo saldría a la vereda para espiarlo. El
susto de Segundo fue tal que su cabeza había golpeado contra la pared por un
salto involuntario, un impulso nervioso. Le nacía un moretón en la nuca. No se
esperaba semejante sorpresa. Su corazón latía con intensidad, bombeando sangre
en cantidades. Quiso expresarle unas palabras y se mordió la lengua, pero algo
recuperado se excusaba:
—Disculpe señor, tengo que retirarme. Otro día
hablamos. Gracias.
Y se alejó a las apuradas, acelerando la marcha, y
sin querer miraba hacia atrás, perseguido por la nada. Estaba sudando, olvidando
que necesitaba juntarse con Martina. El tanguero lo había desorientado, sus
comportamientos imprevisibles lo habían atontolinado.