Al día
siguiente, al atardecer de un jueves gris, porque los cielos estaban cubiertos de
densos nubarrones, y a unos tres o cuatro kilómetros del hotel “La Estrella Fugaz ”,
Francisco estacionaba su coche importado en una calle nacida en avenida Del
Libertador. Lo acompañaba Segundo, ojeando por el parabrisas los gigantescos
edificios del barrio acomodado, pero de pronto fijaba su mirada en el frente de
una casona que le abría las heridas, estaban ubicados a pocos metros de lo que
décadas antes era la concesionaria de su padre. A su derecha estaba la plaza,
allí estaba el mismo banco desde donde Segundo había pasado la noche, entre la
vigilia y el alcohol. Francisco tenía las manos puestas en el volante, como si
aún tuviese que maniobrarlo pero ya había estacionado, hasta había apagado el
motor, un sentimiento especial no le permitía quitarlas del volante.
—Bueno
Segundo, no veía el momento de que llegáramos a este lugar tan especial. A
relajarse que la sorpresa ya posa frente a tus ojos.
Finalmente
sacaba las manos del volante para comenzar a señalar la concesionaria abandonada,
lo hacía con su dedo índice, por debajo del espejito retrovisor.
— ¿En qué
andás, Francisco? —se hacía el desentendido.
—En este
momento no ando porque estamos sentados, pero te propongo andar, dale, andemos,
para eso tenemos que salir del coche.
A Francisco le
fascinaba sorprender pero esta vez lo hacía entusiasmado. Abría la puerta del
coche y dejaba caer su pierna izquierda en el cordón de la vereda, y le seguía
la derecha, parándose luego entre dos árboles que con sus ramas abrían por lo
alto una especie de arco. Segundo lo miraba, confundido, pero se decidía a
acompañarlo y también bajaba, dejando caer la misma pierna pero en su caso en
el asfalto. Sin intercambios de palabras, cerraron las puertas del coche y
caminaron hacia la esquina, no había más de diez metros entre esa esquina y el
vehículo. Se detuvieron en el cordón de la vereda. El semáforo estaba de rojo. Cruzar
esa avenida cuando no estaba permitido era prácticamente suicida. Los vehículos
circulaban a gran velocidad, contaban con demasiados carriles como para poder
hacerlo. En frente estaba la ex concesionaria de Antonio Noruega, de alguna
manera había que rendirle algún que otro homenaje. El semáforo se ponía de
verde y comenzaban a cruzar por la senda peatonal, había unos cien metros hasta
el cordón de la otra vereda. La plaza que antes tenían a su derecha, estaba
ahora a sus espaldas, radiante, con muchos pibes que corrían por sus sinuosos
caminitos ante la atenta mirada de sus madres, y también de niñeras, porque en
ese barrio las familias podían pagarle jornales a las mucamas para que cuidaran
a sus críos. Ellos giraban hacia la izquierda, a unos pocos metros estaba la
puerta de madera de la concesionaria abandonada, con el mismo candado que
Segundo había visto desde el banco de la plaza. Se detenían frente a la puerta
y, desde ahí, reanudaban el diálogo:
— ¿Sabías que
en este lugar trabajaba tu padre?
—Lo sabía,
claro que sí, pero hacía años que no lo frecuentaba, suelo esquivar esta cuadra
porque me trae malos recuerdos —le fingía sin saber la causa.
—Te aseguro
que otros recuerdos renacerán.
— ¿Por qué?
—Porque nos
espera la magia.
Segundo miraba
el candado, le llamaba la atención que no estuviera oxidado, como si alguien lo
hubiese remplazado.
—Ahora me
pregunto —agregaba Francisco—, ¿nunca se te ocurrió pensar qué habrá más allá
de esas chapas?
—Supongo que
polvo. Mi abuela dijo que había sido comprado por un admirador.
—Sin duda ese
comprador debe ser un gran admirador de tu padre —metía las manos en los
bolsillos del pantalón.
—Mi padre era
un hombre admirado.
—Así es, hijo,
Antonio era un grande, y yo también lo admiraba, mucho, tanto que un día me
replantee qué podía hacer para no echarlo tanto de menos, y se me ocurrió una
idea brillante.
Francisco
seguía con las manos metidas en los bolsillos, Segundo lo escuchaba con
devoción.
—Ajá… ¿qué
idea?
—Y… me
pregunté: ¿querrá su madre vender la propiedad?
Los ojos de
Segundo se abrían como nunca, se le estaba erizando la piel y un sarpullido invadía
sus mejillas, como si las palabras de Francisco lo hubieran estremecido; él, en
cambio, sacaba la mano del bolsillo y le enseñaba un llavero con dos llaves
plateadas de tamaños lo suficientemente grandes como para caber en la ranura de
un candado. Mostrándole el llavero, lo miraba a los ojos y lo extendía a su mano,
proponiéndole:
— ¿Qué te
parece si entramos?
—Gracias,
Francisco, muchas gracias —le agradecía con toda su euforia desbordada.
Cogió el
llavero y se acercó a la puerta, o al candado, daba lo mismo, con una sonrisa
expresiva que, de por sí, agradecía. Probó con una de las llaves y no coincidía
con la ranura, de inmediato probó con la otra y dio dos giros hasta que se oyó
un tac, el candado se había destrabado. Francisco se ubicaba por detrás y respiraba
en su nuca, murmurándole con suavidad:
—Felicitaciones,
querido Segundo, esta casa ya te pertenece.
La puerta se
abría al compás de un sonido a madera enferma. Las bisagras ya habían cumplido
su ciclo, pero no importaba, tan sólo restaba dejarse llevar, o mejor dicho,
Segundo debía dejarse avasallar por ese pasillo recto que estaba frente a sus
ojos, casi a oscuras pero a lo lejos parecía terminar en una ventana
encortinada y perforada por los últimos rayos solares que atravesaban sus
orificios.
—No lo puedo
creer —expresaba Segundo—. ¿Acá trabajaba mi padre?
—La vida
sorprende, ¿cierto?
— ¡Vaya manera
de sorprender! Jamás imaginé que podía conocer este lugar —decía mientras recorría
el pasillo—. ¿Todas las paredes están pintadas?
—Claro que sí,
servicios de pintura al día y limpieza una vez por mes. Esta casa representa un
templo sagrado.
Ya habían
recorrido el pasillo, medía unos diez metros de largo, no más, y se adentraban
en un gran salón, el mismo lugar desde donde su padre promocionaba los carros,
coches deportivos que siempre estaban a la vista de los transeúntes por esas
vidrieras que ahora estaban enchapadas. Estaban ubicados en lo que antes era el
salón de ventas. Todas las paredes estaban pintadas del mismo color, de blanco,
impecables, sin manchas ni desperfectos, era evidente que Francisco buscaba
conservar el ambiente épico aunque no estuviera amueblado.
—En este salón
—comentaba Francisco al adelantarse unos pasos—, tu viejo enaltecía nuestro
orgullo nacional de la mano del Torino, aunque también vendía coches importados
tales como los Falcon y los Benz. ¡Por Dios, cuántos recuerdos remueven mis
pensamientos! —se agarraba de la cabeza.
Lo cierto era
que estaban nerviosos, sus cuerpos temblorosos los delataban, estaban
vulnerados por un pasado en común. Francisco dirigía unos pocos pasos hasta dar
con una puerta de madera, cerrada, en perfecto estado, y se volteaba para
anunciarle:
—Seguime, ahora
quiero enseñarte otra joyita.
Empujaba la
puerta mientras Segundo se movía en su dirección, contemplando cada rincón cual
fotógrafo que luchaba por atesorar varias retratos en simultáneo. La puerta ya
estaba abierta.
—Te presento
el despacho de tu padre, un espacio reducido pero sumamente acogedor. Tu viejo
adoraba pasar las mañanas en este despacho. Allá —señalaba el rincón más
lejano—, estaba su escritorio, y debajo de esa ventana —una abertura en la
pared que tan sólo estaba enrejada—, estaba su sofá, desde ahí hojeaba los
periódicos y analiza sus negocios. ¡Tu viejo sí que la tenía clara!
La habitación
estaba limpia aunque desamoblada, no había nada, ni siquiera polvo pero olía a
una fragancia exquisita, un aroma fragante que provenía desde la ventana
enrejada. Segundo enfocaba la miraba en esa ventana y deducía la existencia de
un pequeño patio por la cercanía de la pared que le hacía fondo, era algo así
como un tapial cubierto de enredaderas. No podía hablar, los nervios lo
acallaban, pero estaba ansioso, estaba conociendo lo que en el pasado
conformaba el despacho de su padre.
—Esto es
demasiado, Francisco. No existen palabras que retribuyan tanta generosidad.
— ¡Por favor!,
—lo agarraba del hombro derecho—, esta casa también te pertenece. Tomemos un
descanso en ese piso, debajo de la ventana.
Se estaban
echando en el piso, un parquet que por cierto estaba frío y era de color marrón
claro. Estaba levantado en ciertos tramos de la habitación, sobre todo en el
tramo próximo a la pared de la puerta por donde habían entrado. Unos decadentes
rayos solares que atravesaban la ventana proyectaban imágenes en esa pared,
dibujando formas raras que más que formas parecían acuarelas, oscuras y
sombrías. Francisco se había juntado de piernas y las estiraba. Segundo las
tenía cruzadas, como un indiecito. Tenían apoyadas las espaldas contra la
pared, toda pintada pero demasiado áspera y fría.
—Ahora
necesito que te concentres, que escuches todo lo que informaré —le pedía
Francisco y descansaba el brazo izquierdo entre los hombros de Segundo y la
pared.
—Te escucho.
—Para que
puedas hacer espionaje de las operaciones de Felipe, hace falta de que te
encargues de seducir a su hija, tenés que enamorarla sin treguas ni descansos.
—Mañana mismo
nos juntaremos en un velero, uno que pertenece a su padre.
—Lo sé, como
también sé que estarán bajo la atenta mirada de su custodio, porque Felipe
nunca permitirá que su hija salga porque sí con cualquiera.
—Supongo que
así será, es razonable después de todo.
—Más que
razonable es un hecho, pero quiero que tomes consciencia del asunto, nuestra
justicia depende de ese romance. Le gustás demasiado, eso mismo decían sus ojos
en el hotel, y Felipe huele lo mismo, no tengo dudas de ello, todo padre conoce
a su hija como conoce las palmas de sus manos.
—No será tan
fácil seducir a la hija de un mafioso. Ese tipo está rodeado de custodios.
—También
contrato custodios y sin embargo invadiste nuestro hotel.
— ¿Nuestro?
—se preguntaba al borde de la confusión.
— ¿Nuestro…
qué?
—Nuestro hotel
dijiste.
—Lo es, ese
hotel también te pertenece, al igual que esta casa. Pero lo que ahora importa
es que te encargues de seducir a esa princesa. Con el paso del tiempo pediré la
mano en su nombre.
— ¿Y eso?
—Tendrás que
proponerle casamiento, pero tiempo al tiempo, no hay que apurarla ni mucho
menos apurar a su padre, además de celoso ella lo es todo en su vida, es su
única heredera. Yo mismo me encargaré de informarle el casamiento.
—Pero yo no
puedo casarme con la hija del supuesto asesino de mis padres. ¡Es una gran
locura!
—Es una gran
locura dudar que Felipe mandó a matar a tus padres —alzaba la voz—. Estoy
convencido de que así fue, pero antes de perder el tiempo en probarlo, tenemos
que operar con cautela, y por sobre todas las cosas en equipo. Además, te juro
por mis padres, que en paz descansen pobrecitos —se persignaba—, que bajo
ningún concepto ese casamiento tendrá lugar, sólo forma parte de nuestra
estrategia para que ese hijo de puta nos acepte como integrantes de su familia.
La confianza vale oro en esos criminales adinerados.
— ¿Y después
qué?
—A ver si nos
entendemos. ¿Para qué estás conmigo? Si ya olvidaste que ese reverendo hijo de
puta asesinó a tu viejo prefiero saberlo ahora mismo —renegaba y retiraba el brazo de sus hombros
y la pared.
Se había
generado un impasse, un punto muerto del cual parecía que no podían escapar, o
al menos ese curso aparentaba seguir la conversación. Segundo reflexionaba,
estaba recordando todo su sacrificio para poder llegar a ese punto crucial de
su vida. Esa casona lo arrastraba, lo alentaba a seguir luchando como si
sintiera un abrazo de su padre, eso mismo lo motivaba a avanzar:
—Tenés razón,
no puedo bajar los brazos. ¿Y después qué haremos?
—Consolidar tu
inclusión en la familia Gianittore, para eso deberás consolidar el romance con
esa chica. Tenemos tiempo de sobra, a lo sumo te llevará un semestre o quizá un
poco más. Resulta primordial que Felipe tome confianza y digiera el
enamoramiento de su princesa. Cuando llegue la fecha del compromiso,
procederemos a actuar.
— ¿Cómo? —no
tardó en titubear.
—Le tenderemos
la trampa. Me aliaré a un grupo de profesionales que al igual que nosotros
desea destronarlo, pero para eso necesitamos conocer sus negocios paralelos,
ese infeliz oculta actividades ilícitas. Serás el informante de todas sus
actividades ilegales.
— ¿Y si
sobrevivo a todo esto, qué haremos luego?
—Bueno, de
alguna manera tendré que retribuirles la intervención, nada es gratis en esta
vida.
— ¿Entonces?
—Entonces
buscaremos la forma de sacarle dinero a ese cretino. Te aclaro que mis
custodios se encargarán de tu protección. No divagues con la muerte. Eso sí,
muerto el rey, Francisco viaja a Suiza por un tiempito y vos te vas a otro
lugar.
— ¿Y el hotel?
—Nuestro hotel
quedará en buenas manos. Tomalo como si fueran unas vacaciones.
—Agradezco que
me tengas tanto aprecio pero ese hotel figura a tu nombre.
—Para los
organismos estatales, el hotel me pertenece, pero he sido testaferro de tu
viejo y ese hotel también te pertenece. No hace falta remarcar que podrás
alojarte en el hotel por el resto de tu vida. ¡Es nuestra casa! De todos modos
es importante que te distancies temporalmente de Buenos Aires, dispondrás de
dinero suficiente como para llevar una vida digna lejos de esta furia.
—Necesito
pensar, no lo tomes a mal.
—Confío en
vos, Segundo.
—Ahora, ¿que
se te dio por traerme a este lugar?
—Estas paredes
representan el progreso, y nosotros queremos progresar.
— ¿En lo
económico?
—Negativo.
Progresar en los sentimientos para extirpar los males que nos atormentan. Tus
padres tampoco descansan en paz. Estoy convencido de que ellos sonreirán como
dos niños alegres el día que hagamos justicia, volverán a ser felices y de ahí
en más nos esperarán con calma. El día que nos toque compartir su paraíso
seremos una gran familia.
— ¿Ganaremos
el paraíso?
—El cielo es
para los buenos pero también para los justicieros. Ahora, si me permitís,
quiero enseñarte otra joyita —se incorporaba, apoyándose en la pared con su
mano derecha.
A paso lento,
comenzaban a egresar de la habitación. Atravesaban el salón en dirección a otra
puerta. Estaba cerrada, a diferencia de todas las puertas atravesadas ésta era
de metal. Francisco se había parado frente a esa puerta pero se volteaba.
Segundo estaba ubicado por detrás, con una mezcla de sentimientos nobles que
solamente esa casona podían despertar. Se miraban con los ojos tan abiertos que
hasta parecían desorbitados:
—Hijo, ¿serías
tan amable de taparte los ojos?
—Ya nada me sorprende
—asentía con la cabeza y cerraba los ojos antes de taparlos.
—Muy bien,
tapate así. Ahora quiero que camines despacio, yo mismo te conduciré. Podrás
ver en cuanto lo autorice. Así me gusta —lo empujaba desde la nuca—, muy
obediente.
Estaban
adentrándose en un cuarto oscuro. La temperatura era más baja. Los poros de
Segundo sentían ese frío, no tenía sentido que abriera los ojos porque no se
veía nada. Francisco continuaba arrastrándolo pero ahora lo hacía desde su
espalda, paso a paso, hasta detenerlo y comentar:
—A la cuenta
de tres, los podrás abrir. ¿Okey?
—De acuerdo.
—Bien. Uno,
dos y… ¡tres!
Se había hecho
la luz. Un foquito que colgaba del techo irradiaba una luz amarillenta. Había
un coche de carrera azul y amarillo, relucía, era un Torino estacionado en un
garaje, o al menos eso aparentaba porque podían verse varias estanterías
repletas de herramientas y repuestos. Más al fondo había un portón de madera,
imposible de ser vislumbrado desde la calle porque estaba cubierto de chapas.
Ese coche de carrera le lustraba las pupilas. Francisco tenía razón: la magia
hacía su parte.
—Es el coche
de mi viejo —vociferaba Segundo, fascinándose.
—Ni más ni
menos. Eso sí, esta joya pienso compartirla.
Segundo se
acercaba al Torino. Lo tocaba, con timidez al comienzo pero entusiasmado
después. Giraba a su alrededor, siempre tocándolo como si acariciara una
mascota. Su rostro se resumía en la euforia total, transmitía optimismo, no
podía fingir tanta alegría, a esa altura desmedida. Hasta sus fantasmas
parecían desmoronarse en millones de partículas indoloras y abstractas.
— ¿Qué
esperamos?, —le animaba Francisco—. ¡Ingresemos, carajo!
Y ahí nomás
abrieron las puertas delanteras para meterse en el habitáculo, con tanta
rapidez como si una urgencia los presionara. Segundo estaba al volante y vivía dicho
acontecimiento como si se tratase de un sueño hecho realidad, porque ese coche
era el mismo que siempre había contemplado en las fotografías de colección que
guardaba su abuela. La cabina olía bien, estaba perfumada y su interior brillaba
de tanta limpieza, estaba impecable. Segundo no hacía otra cosa más que apoyar
las manos en el volante, a veces tocaba la palanca de cambios y hasta empujaba
el embrague para meter la primera velocidad, recuperando toneladas de sonrisas
que había dado por extraviadas. Francisco lo observaba con cierto aire
compasivo.
—No puedo evitar
pensar en conducirlo —expresaba Segundo al borde de las lágrimas.
—Las llaves
están en la guantera. Si mal no recuerdo tiene suficiente nafta como para que
lo hagas bramar.
En tan sólo
cuestión de segundos, el coche estaba listo para el arranque. Francisco le
había pasado la llave y él quería hacerlo arrancar.
—Segundo, soy
todo oído.
—Y yo un
eterno agradecido.
Con un
tembleque en las manos, giraba la llave de arranque y luego pisaba el
acelerador: el coche bramaba, rugía, ladraba, rompiendo la barrera del tiempo.
Soltaba el acelerador pero de inmediato lo volvía a pisar. El Torino se hacía
escuchar cual elefante, generando ecos portentosos que multiplicaban los
sonidos en las chapas del portón.
—Pise carajo,
pise como lo hacía su padre —lo animaba Francisco a viva voz y golpeaba las
rodillas con la guantera.
Y Segundo
obedecía, pisando el acelerador y haciendo sonar el motor. De pronto lo apagó y
el garaje se cubría de humo, era negro y espeso, después de todo llevaba
demasiados años sin ser sacado del garaje. Estaban agitados como si hubieran
trotado durante horas, tan emocionados que les costaba dialogar. Francisco
comenzaba a tomarlo de su antebrazo derecho, lo presionaba con fuerza, quizá
para hacerlo girar porque él estaba ensimismado y no corría la mirada del
volante. Lo estaba logrando, lograba hacerlo voltear, y fue en esos instantes
cuando le dijo:
—Cuando
hagamos justicia podrás conducirlo.
—Como mi
padre, como mi padre —repetía emocionado.
Un equipo se
fortalecía. Cautela, cautela expresaban los pensamientos de Francisco.