Dos de la
tarde y algo más. Segundo estaba sentado en el banco de una plaza, en el barrio
Puerto Madero, el mismo lugar donde frecuentaba juntarse con Pedro, lejos de la
locura desbordada y desbordante que a unas pocas cuadras se vivía en el centro
porteño. Su amigo acababa de llegar y también estaba sentado, con un cigarrillo
en la boca y unas ojeras espantosas que lo enmascaraban cual payaso en
penurias. Como aquella vez, estaban situados a pocos metros del hotel de
Francisco Reina, pero Segundo ya contaba con libre acceso a sus puertas y también
había conocido a su dueño. Hasta se había mudado por la mañana. Sólo necesitaba
descargarle a su amigo algunas inquietudes que lo atormentaban demasiado. ¿Qué
mejor que Pedro lo escuchase? Al fin y al cabo, Segundo no contaba con nadie.
Martina formaba parte de su pasado aunque le pesare.
— ¿Realmente
le tenés confianza a ese Francisco Reina? —le preguntaba Pedro.
—Confianza no
le tengo pero, ¿qué más se puede hacer?
Ni se miraban,
descansaban los ojos en una fuente con aguas danzantes que estaba situada en el
centro de la plaza. Metros atrás había un anciano leyendo un libro muy
despreocupadamente, también sentado en otro de los bancos de la plaza.
— ¿Y si
miente?, —desconfiaba Pedro—, ¿y si toda esa historia es un invento?
— ¿Qué ganaría
con inventarla?
—No lo sé,
pero huele feo todo eso. ¿Ya te mudaste al hotel?
—A primeras
horas de la mañana dejé todas mis pertenencias en el estacionamiento del hotel.
Unos empleados de Francisco se encargaron de subirlas a la suite.
Pedro
reflejaba inseguridad, movía los pies y apoyaba las manos en sus rodillas,
esporádicamente las metía en los bolsillos y volvía a sacarlas para repetir los
movimientos, preocupado, siempre sentado con ese cigarrillo en la boca que
sabía fumar sin siquiera tocarlo con las manos. Con ese pucho entre los labios
intentaba alarmarlo:
—Te pido
disculpas pero toda historia me resulta extraña. Se están metiendo con un peso
pesado. ¿Olvidaste que un custodio de ese tal Felipe nos tuvo en la mira desde
su mansión?
—No lo olvidé,
Pedro querido —giraba el cuello para mirarlo—, pero Francisco también está
armado, hoy en día todo el mundo vive armado.
— ¿Estás
armado? ¿Estoy armado? —expulsaba su malestar hacia la nada.
—No lo estamos
pero tampoco somos millonarios.
—No sé, todo
esto me disgusta. ¿De qué vas a vivir? ¿Te pasa dinero, Francisco Reina?
—Aún no
hablamos sobre el tema. De todos modos ese hotel me pertenece.
Sus
fundamentos sonaban tan equívocos y débiles que Pedro no tenía más remedio que
pararse, sometido por su indignación y la ceguera de su amigo. Parado, comenzaba
a hablarle a su flequillo, porque Segundo seguía con la mirada puesta en el
piso:
— ¿Sabés qué
pienso? Que estás completamente cegado.
— ¿Otra vez lo
mismo? —se quejaba Segundo, cabizbajamente.
— ¿No te das
cuenta de que estás involucrándote en algo turbio?
— ¿Estás
conmigo? —alzaba la mirada con timidez.
—La verdad que
no. Estás perdiendo a tu gente, a quienes te queremos. Ya perdiste a Martina,
ahora me estás perdiendo a mí.
— ¿Y eso?
—Que me voy.
Estaré contigo el día que me necesites siempre y cuando termines con tu pasado.
Tengo que irme.
Sin más
explicaciones se marchaba, ni siquiera le había estrechado la mano tal cual lo
hacía cada vez que se despedía. Se estaba retirando, solo, encaminado hacia su
coche estacionado del otro lado de la plaza. Segundo lo veía alejarse y se
apenaba, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón, buscando respuestas
quizá. No podía hacer otra cosa más que despedirse de su espalda distante desde
la más absoluta soledad:
—Adiós, Pedro,
adiós.
Definitivamente
se estaba quedando solo, o con sus fantasmas.