martes, 13 de noviembre de 2012

Entrega nro. 27


Pocas horas después, cuando restaban cuatro minutos para las veintitrés, una suite del hotel “La Estrella Fugaz” reunía a dos generaciones, dos individuos que perseguían un mismo propósito: justicia.
Llovía torrencialmente y el viento salvaje golpeaba los ventanales, permitiendo que las lágrimas dulces del cielo desplegaran sus destrezas maratónicas por los vidrios resbaladizos que comunicaban con el balcón. Por ese mismo ventanal, Segundo contemplaba el horizonte sombrío del río, descansando los músculos de las piernas porque estaba sentado en un sillón acolchonado de finas costuras. También observaba el lento andar de Francisco que iba del living al escritorio, a unos diez metros del sofá. Segundo estaba situado en el mismo living desde donde había esperado por él la tarde que se conocieron, pero sentado a la izquierda de aquel sofá. El ambiente olía a perfumes, el mandamás hotelero solía rociar los ambientes de su suite con perfumes que compraba cada vez que viajaba al exterior, mayoritariamente perfumes de origen francés. Francisco estaba abriendo el cajón superior de su escritorio, buscaba algo en su interior. Estaba parado y tarareaba, pero de pronto sacó un sobre amarillento y cerró el cajón para acercársele, tomando asiento en el extremo izquierdo del sofá:
—Antes de entregarte este paquete quisiera que me acompañes a un lugar muy especial —le dijo de buen ánimo.
— ¿Ahora?
—Claro, ahora mismo —se paraba y abandonaba el sobre en el sofá—. Arriba, vamos.
Como un niño que obedecía órdenes paternales, Segundo se paraba y lo seguía. Pasaron por un pasillo que conducía a unas habitaciones, eran dos en total. Estaban detenidos frente a una puerta que estaba cerrada y pintada de blanco. Francisco manoteaba el picaporte de la puerta pero no la abría, esperaba algo, y Segundo estaba parado entre él y la pared del pasillo, sin saber qué decir porque Francisco daba la sensación de que quería decirle algo hasta que finalmente vociferó:
—Gritá bien fuerte: ¡Beethoven!
— ¿Eh?
—Menos preguntas y más acción. ¡Beethoven! —murmuró.
Segundo no gritaba, le parecía absurdo exclamar alocadamente el nombre de un músico que encima era un difunto.
—Si vos no lo hacés, lo haré yo: ¡Beethoven! —exclamó como un demente.
Repentinamente, un sonido musical irrumpía en la espera, una espera que tan sólo había perdurado pocos segundos porque sonaban unas sinfonías, eran las sinfonías de Beethoven que llegaban desde el living-comedor. Unos parlantes estratégicamente ubicados entre el techo y las paredes las expulsaban con vehemencia. La música exploraba los ambientes. La 5ta. Sinfonía de Beethoven enfundaba sus oídos y los libraba a la imaginación creativa, retándole duelos a los sonidos relajantes de la lluvia que todavía caía en los ventanales. Se trataba de un suceso alucinante que Segundo no podía ignorar:
— ¿Cómo hiciste?
— ¿Qué fue lo que pedí? Qué digas Beethoven… y Beethoven apareció. ¿Quién dijo que ese genio tenía una sordera?
Se miraban con asombro. Francisco seguía sin soltar el picaporte de la puerta.
—Pero… no entiendo —tartamudeó Segundo—, ¿lo nombraste y sonó?
Francisco sonreía:
—Está todo programado, pibe. Tecnología de punta que compré en mi último viaje a Japón. Se activa con esa palabra. Ahora ingresemos en la habitación, prometo más sorpresas.
Se había decidido a girar el picaporte de la puerta pero Segundo lo detenía, agarrándolo del antebrazo:
— ¿Y ahora qué, hay un cocodrilo que dice “hello”?
—Mucho mejor que un cocodrilo —se reía—, este león te enseñará el rostro de Lucifer.
Había terminado de girar el picaporte y empujaba la puerta con las manos. No se veía nada en el interior de la habitación pero se respiraba encierro, posiblemente por falta de ventilación. Segundo estaba parado entre los marcos de la puerta, Francisco ya se había adentrado en la habitación: aparentaba querer encontrar la tecla de luz en la pared porque la oscuridad era absoluta.
— ¿Preparado? —le preguntaba al capturarla.
—Estoy listo.
La luz de una araña con dos foquitos amarillentos barría la intriga: en unos estantes de madera, barnizados con el color de la miel, estaban colgadas decenas de fotografías, todas fijadas con chinches de diversos colores; las había de diferentes calidades y tamaños pero todas estaban colgadas unas tras otras y parecían corresponder a un mismo sujeto. Las apariencias físicas y las distintas vestimentas, sumado a los diferentes paisajes, daban testimonio de que se trataba de fotografías tomadas de una misma persona a lo largo de varios años de su vida, tal vez más de treinta.
— ¿Querías conocerlo?, —le preguntaba Francisco—, acá lo tenés: te presento a Felipe Gianittore.
¡Era Felipe, el supuesto asesino de sus padres! Segundo estaba impresionado, retrocedía unos pasos hasta ser detenido por la pared. Se había golpeado la nuca pero no sentía molestias a pesar de que le latía la cabeza, estaba conociendo el rostro de su fantasma más temido:
—No lo puedo creer. ¿Es Felipe?
—Como verás, hay fotos que ordené tomarle en diferentes etapas de su vida, pero todas, absolutamente todas, corresponden a una misma persona, y esa persona es Felipe Gianittore.
— ¿Desde cuándo las tomaste?
—Desde que tus padres desaparecieron. Estas fotografías abarcan sus últimas dos décadas de vida. Fijate como fue perdiendo el cabello —señalaba una—, y en esta otra como aumentó de peso —enseñaba otra—, y mirá en ésta como adelgazó, es la más reciente. Sabemos dónde vive, conocemos sus ojos, su boca, sus orejas, su nariz, ahora resta planificar cómo y cuándo atacaremos, pero debemos hacerlo astutamente, como una araña que estudia a su presa para inyectarle un veneno demoledor —expresó apasionado.
Segundo tenía la respiración entrecortada y Francisco lo advertía, entonces comenzó a tomarlo del brazo derecho para mirarlo bien fijo a los ojos y sugerir:
—Primero pensar, luego actuar. Ahora regresemos al living.
Y ahí nomás lo soltó y comenzó a alejarse por el pasillo mientras Segundo seguía perdiendo la mirada en las fotografías. Una voz interior le ordenaba que arrancara una —aquella que Francisco había informado que era reciente—, y después acató la voz sin voz, doblándola de manera torpe para esconderla en el bolsillo del pantalón y seguir los pasos de Francisco.
Se habían sentado en el sofá. Francisco apoyaba el codo izquierdo en el brazo del sofá y se cruzaba de piernas, la derecha por encima de la izquierda. Segundo miraba ese sobre amarillento que minutos antes había sido extraído del cajón del escritorio. Por esos caprichos de la naturaleza, la tormenta se esparcía con el viento que se iba. Una constelación oculta comenzaba a ganar protagonismo en la negrura del cielo. Ya no se escuchaba a Beethoven pero sí las cuerdas de un antiquísimo reloj a cuerdas instalado en la pared del pasillo que conducía a la cocina. Resultaba sumamente extraño que no hubiese portarretratos, como si Francisco hubiera nacido para morir en soledad.
—Abrilo, Segundo —le entregaba el sobre.
—Dale, abrilo vos.
—No, no, abrilo vos.
Segundo se dio por vencido y lo cogió: era un sobre lacrado con cavidades lo suficientemente grandes como para contener un libro de pocas páginas. No pesaba nada.
— ¿Qué es? —indagaba Segundo.
—Un obsequio y una propuesta —le respondió de inmediato, frotándose las manos como si estuviera enjabonándolas.
Pero Segundo arrojaba el sobre en su regazo, gesticulando comportamientos propios de un niño que aguardaba la autorización de un mayor para romper el envoltorio de un regalo.
—Vamos, pibe, rompelo.
Y ahí sí, tras una pícara sonrisa, Segundo echó manos en el asunto y comenzó a romper el envoltorio. Daba la sensación de que no había nada en su interior hasta que sus yemas descubrieron una tapa dura, lo más parecida a la portada de un libro de bolsillo, pero ese librito no disponía de páginas, tenía fojas, era un documento nacional de identidad. Dio vuelta la tapa para detenerse en la primera foja, ahí estaba su fotografía, aquella foto 4 por 4 que había entregado en el despacho de Hernán Tuferino, con otro número de identificación pero con un curioso apellido:
— ¿Reina? ¿Soy Segundo Reina? —Francisco no respondía pero se ruborizaba—. Quiere decir que a partir de este preciso instante debo simular ser —se pausaba unos segundos—, ¿tu hijo? ¿Por qué?
—Es la única manera para que yo pueda formar parte de la misión. Protegerte de los desleales es un honor inmenso en la memoria de tus padres.
— ¿Qué misión? —le cuestionaba sin quitarle los ojos de encima a la fotografía.
— ¿Querés conocer la misión?
—Quiero saber de qué se trata todo esto, Francisco Reina —lo miraba con confusión—, uno no cambia de padre todos los días.
—Perfecto, ante todo tenés que asumir esta nueva identidad, es muy importante que la asumas porque…