Una semana
posterior a la pesadilla cinéfila, la historia repetía las mismas secuencias:
Segundo se movía y Martina lo seguía, obsesionada. Ella terminaba sus días
cumpliendo la misma rutina: a eso de las seis de la tarde salía desesperada de
su consultorio y conducía su coche para estacionarlo en el mismo paraje de la
calle frente al hotel de Francisco Reina. Llevaba seis días intentando ubicarlo
pero no lo conseguía, desconocía que Segundo solía egresar del hotel por la
puerta del estacionamiento, pero en esta ocasión la suerte estaba de su lado y
en buen momento lo veía salir por la puerta principal. Ya tenía la manía de no
tocar los periódicos ajenos, ahora contaba con otra: la de perseguir a Segundo.
Los seres humanos pueden reaccionar como ella cuando los sentimientos están
convulsionados o el amor entra en una zona riesgosa, nadie puede negarlo. Ese
atardecer lo había visto salir con la misma muchacha del cine, en esa ocasión
vestía un jean grisáceo y un buzo color fucsia que le tapaba la cola. Habían
subido a un coche negro desde la puerta trasera, manejaba un morocho cuarentón.
Advertida de su inminente retiro, Martina no dudó ni un instante y encendió el
motor para seguirlos. Ni siquiera se cuestionaba por qué hacía lo que hacía,
tan sólo se dejaba dominar por esos sentimientos nocivos que la impulsaban a
celar, unos celos ofensivos que convertían sus atardeceres en verdaderos
calvarios. En marcha y manteniendo una distancia que nunca superaba los
cincuenta metros, seguía ese coche por las calles de la ciudad hasta abandonar
el barrio Puerto Madero y comenzar a circular por varias calles y avenidas que,
al cabo de veinte minutos, terminaron deteniéndola en una zona residencial del
barrio Belgrano, socialmente conocido como Belgrano “R”. ¿Y ahora qué hago?, se
preguntaba Martina con las manos en el volante, estacionada a unos cien metros
del coche negro, justo cuando ellos abrían las puertas y se adentraban en un
chalet imponente. Primero había entrado la muchacha con su cuerpo bondadoso que
más de un centenar de señoritas hubieran deseado tener. No le quedaba mucho por
hacer desde su coche, sola, ellos ya se habían perdido de vista al ingresar en
esa casona, un chalet que contaba con dos pisos, cuatro balcones, un tejado con
caída hacia la vereda, un portón de madera, una puerta principal y varias
ventanas encortinadas desde donde egresaban luces blancas y amarillas. El frente estaba decorado con arbustos y flores,
muchas flores rojas y amarillas, y había un cerco perimetral que comenzaba en
el portón de un garaje y terminaba en lo que parecía constituir un habitáculo
de seguridad privada (o una garita). El coche negro había estacionado unos
metros adelante, a unos quince metros de la casona, no más, por debajo de un
poste de luz que curiosamente estaba apagado. Ellos habían entrado por la
puerta principal. Martina se estaba quedando sin ideas, quizá le convenía
esperar algunos minutos, aguardar algún suceso, pero alguien podía verla,
alguien podía sospechar de su presencia misteriosa, de hecho la calle estaba
desalmada y ni los gatos paseaban. Giró la llave de arranque. Poco antes de que
pusiera en marcha el motor, una mano inesperada la sorprendía al golpear la
ventanilla en tres ocasiones, encima había golpeado la ventanilla del
conductor, la que tenía a su izquierda. Casi se infarta, pobre Martina. Quien
había golpeado era un cuarentón, calvo y delgaducho, tenía una nariz aguileña y
vestía un chaleco con una placa identificadora que colgaba a la altura de su
pectoral izquierdo, o del corazón. Alcanzó a leer su nombre, se llamaba
Alfredo, y a tomar conocimiento de que se trataba de un empleado de seguridad,
el empleado de una empresa cuyo nombre de fantasía era: “Los Guardianes del
Este”. Martina sentía el corazón en la garganta, le quemaba las amígdalas, pero
bajaba la ventanilla a medias, como todo ciudadano argentino desconfiaba de sus
pares entre tanta violencia callejera.
— ¿Está
perdida? —le preguntaba el hombre con su voz ronca.
—No, para nada
—se ruborizaba—. Ya me estaba retirando. Tan sólo necesitaba estacionar mi
coche para hacer una llamada.
Para su suerte
tenía su celular entre las piernas, que no demoró en tomarlo para mostrarlo.
— ¿Una
llamada? Bueno, entonces la dejaré tranquila. Disculpe las molestias.
Y el
desconocido se retiraba, y con él se iba un torbellino de nervios porque
Martina estaba nerviosa, todos los días lo había estado desde la impensada
vivencia en la sala cinéfila, pero ahora confirmaba que Segundo salía con otra
mujer y hasta conocía su paradero. Lo extrañaba demasiado. Un poco frustrada,
subió la ventanilla y puso en marcha el motor, demorando veinte segundos en
girar por la esquina hacia la derecha. A menos que la tierra se tragase a
Segundo, ya tendría nuevas oportunidades de hablarle en persona, porque todas
las noches le hablaba pero sólo en sueños cada vez que dormía.