A poco menos de veinte metros de la avenida
Corrientes, sobre sucias veredas de la calle Paso, Segundo extraía un papel de
su billetera para refrescar una dirección registrada en la memoria pero
inoportunamente olvidada. Su reloj pulsera marcaba las nueve de una mañana
fresca. Muchos comerciantes levantaban las cortinas de sus negocios para darle
inicio a sus jornadas, haciendo vistosas las amplias vidrieras que distinguían
al barrio porteño de Balvanera. Segundo estaba parado en frente de un edificio
antiguo, medio despintado con un blanco penoso que ya había cedido la nitidez
por el constante humo espeso que expulsaban los colectivos urbanos. Estaba a
punto de tocar el portero eléctrico, ya había memorizado la dirección exacta con
ese papel arrugado que seguía sosteniendo con la mano izquierda. Su destino
inmediato: el séptimo piso, departamento “G”, la última tecla del portero
eléctrico, en el extremo superior derecho del tablero. La puerta de acceso era
de vidrio y tenía marcos de acero. Más allá de la puerta podía verse un anciano,
por su vestimenta amarronada aparentaba ejercer las tareas de un encargado de mantenimiento,
pero Segundo tenía que tocar el portero eléctrico. Le habían reclamado
puntualidad. La primera tecla del portero estaba tapada con una cinta blanca,
llamaba a la portería. Segundo tocó y esperó unos pocos instantes porque, una
voz, de alguien que padecía una gripe o un catarro, se hacía oír por los
parlantes del portero:
— ¿Quién sos?
—Abracadabra Chupa-Cabras —anunció él,
pausadamente.
—Adelante.
Le abrían la puerta. Al menos funcionaban las
instalaciones eléctricas. El pasillo de entrada era misterioso, polvoriento, y
se desolaba porque el hombre desaparecía de vista arrastrando una escoba
desecha por una puerta lateral de la escalera. Como si fuera poco, en la puerta
corrediza del elevador yacía un cartelito, improvisado con papel y lapicera: informaba
su inactividad. Había que subir por la escalera, no tenía otra opción, escalera
situada pocos metros más adentro, casi al final del pasillo. La baranda estaba
en mal estado, de hecho parecía desprenderse cada vez que la manoteaba. Habrá
demorado diez minutos en llegar al séptimo piso, y hasta pudo hacerlo más
rápido pero se había pausado en el quinto piso porque necesitaba oxigenarse. El
pasillo del séptimo piso consistía en una recta que comunicaba con varias
puertas de departamentos, unas seis en total. No se oían voces ni mucho menos ruidos.
La primera puerta inmediata a la escalera correspondía al departamento “C”.
Había otras dos puertas metros atrás que serían las precedentes. Segundo enfocó
la mirada hacia la derecha y caminó unos pasos, tomando conocimiento de que la
puerta sucesiva era correlativa. Estaba bien encaminado. Se veía poco, apenas
dos foquitos se las arreglaban para iluminar todo la superficie del pasillo.
Las paredes estaban desquebrajadas. Al llegar al final del pasillo observó la
puerta, correspondía al departamento “G”. En buen momento había arribado. A un
lado de la puerta, en la pared, colgaba un matafuego cubierto de telarañas. Se
fijó la fecha de vencimiento y llevaba vencido poco más de cuatro meses. Toc,
toc, llamaba a la puerta con los nudillos de la mano derecha. Había golpeado
con la mano porque la tecla del timbre había sido inutilizada con una cinta
adhesiva, al igual que la tecla del portero. No se oían voces. Justo cuando
estaba por insistir con más golpes de nudillos, comenzó a oírse el sonido de
una llave que alguien del otro lado giraba en la cerradura de la puerta.
—Pasá —lo sorprendía un morocho, todo desfachatado.
Era un treintañero, tenía aspecto de cansado y
estaba malhumorado; vestía un short negro, escudado con la insignia de la
selección paraguaya de fútbol por encima del muslo derecho. Estaba arropado
también con una musculosa rosada, llena de manchas blancas que suelen formarse
cuando se hace exceso con el uso de lavandina.
—Gracias —dijo Segundo al adentrarse en el
departamento, mirando su espalda ancha que marcaba el paso—. ¿Usted es Hernán
Tuferino?
—Soy Anastasio, su asistente —le respondía sin
voltearse.
Se adentraban por un pasillo que no superaba los
cinco metros de largo, muy estrecho, hasta detenerse en una habitación muy
desordenada, con fotografías de mujeres desnudas posteadas en todas las paredes,
tal cual suelen hacerlo los mecánicos en los talleres. Había botellas
alcohólicas amontonadas sobre un sillón, todas vacías. Una mesa redonda estaba
cubierta de periódicos y revistas maltratadas. A la derecha, contra la pared,
había un sofá en impecable estado, lo suficientemente amplio como para acoger media
decena de personas excedidas de peso.
—Sentate acá —le señalaba el sofá—, que en unos
instantes Hernán vendrá por usted.
Tenía acento paraguayo, de hecho vestía el short
que representaba a su país, pero se iba, llevándose una de las tantas revistas
deshechas que estaban apiladas sobre la mesa. Se perdía de vista por el mismo
pasillo que habían recorrido, traspasando una puerta que Segundo no había visto
pero que estaba instalada en la pared derecha del pasillo. Segundo tomaba
asiento en el sofá, con las piernas abiertas y la espalda echada en el
respaldo, un respaldo de cuero confortable, forrado con terciopelo color verde
aceituna, tan suave que le masajeaba la espalda, impecable, con dos brazos en sus
extremos laterales que eran de madera. En esos instantes se oía el sonido de un
inodoro, como si alguien estuviera tirando de una cadena, pero otra puerta se
abría con lentitud, a su izquierda, a poco más de cinco metros del sofá,
empujada por un sesentón con barba blanca y una melena del mismo color, atada
hacia atrás por algo que Segundo no llegaba a vislumbrar. Tenía un aro brilloso
en el lóbulo de la oreja derecha y vestía una camisa negra, media desabotonada
con unos vellos canosos que asomaban en su pecho, parecía Papa Noel con ese
pantalón de vestir blanco manchado con tierra en las rodillas y unos zapatos
negros que combinaban con la camisa. El hombre irradiaba simpatía con su
sonrisa grotesca pero no hablaba ni tampoco se movía, sólo lo miraba con la
espalda bien próxima a la puerta. Segundo también lo miraba sin decir ni
siquiera una palabra, pero se incorporó y caminó esos metros para estrecharle
la mano y al menos presentarse:
— ¿Hernán Tuferino? Soy Segundo Noruega, mucho
gusto.
—El gusto es mío al servir a un amigo de Francisco
Reina —lo saludaba con una voz grave sin soltarle la mano—, adelante, entremos en
mi despacho —y le soltaba la mano, elevando el brazo derecho en dirección al
interior de la habitación.
Segundo entró y oyó un portazo. Hernán había
cerrado la puerta con brusquedad, o quizá la había empujado un ventilador de
techo que giraba en su máxima velocidad. Efectivamente estaban en un despacho.
Había un escritorio modesto que albergaba una computadora portátil, con un par
de sillas de madera de ambos lados. Un cigarrillo mal apagado despedía humo
desde un cenicero de cristal apoyado en una mesita de luz próxima al escritorio.
Metros atrás había una biblioteca con poco más de cinco estantes cubiertos de
libros, todos apilados y ordenados por tamaño. Segundo se aterraba al descubrir
la culata de un revólver que sobresalía del estante superior. No podía quitarle
los ojos de encima y Hernán parecía notarlo, por lo que le decía:
—Tranquilo que esa arma es mía y ya no la uso.
Tomá asiento, por favor.
—Sí, claro, ya mismo —fingía calma, sentándose
frente a él y su escritorio.
Hernán pasó por detrás y tomó asiento, mirándolo de
frente. Se echaba hacia atrás y con su peso reclinaba el asiento aunque no
tuviera sobrepeso porque era un hombre delgado.
—Mi gran amigo Francisco Reina llamó anoche para
conseguir un documento. ¿Es así? —le preguntaba con altas dosis de entusiasmo.
—Exacto.
—Perfecto, supongo que trajiste las fotitos.
—Traje unas fotos de cuando cumplí los dieciocho.
—Muy bien, las necesitamos.
Y ahí nomás Segundo se puso a sacar esas fotitos 4
por 4, las mismas que se fijan en las fojas de los documentos de identidad. Una
vez extraídas de la billetera, las dejó caer en la mesada del escritorio, bien
cerca de una carpeta que tenía una tapa de cuero grisácea. Hernán se agarraba
de manos con los codos apoyados en los brazos de la silla, y lo observaba, como
quien examina los gestos y ademanes de un tercero.
— ¿Cuál será el costo? —le consultaba Segundo.
—Esto no tiene costo alguno. Francisco es un
hermano y la balanza de favores siempre estará de su lado, por lo tanto será
gratuito, es decir, forma parte de un obsequio que, en este caso, recae en tus
manos.
—Lo desconocía, sepa disculpar.
Segundo no había terminado de disculparse que
Hernán ya se había parado. Bordeaba el escritorio para acercársele y extenderle
la mano. Le estaba proponiendo un saludo, o su retiro. Segundo se paró y lo
saludó con la mano derecha, la tenía sudada porque ese hombre de blanco lo
incomodaba demasiado. Hernán le apretaba la mano, no parecía querer soltarlo,
hasta que lo soltó y con la otra mano le señaló la puerta de salida, puerta que
traspasaron en cuestión de segundos. Todo parecía indicar que se trataba de un trámite
rapidísimo. Ya no podía verse a su descortés asistente, posiblemente metido en
el baño.
Segundo tenía que renunciar temporalmente a su
apellido, para eso necesitaba primero adoptar otra identidad, aquella que
promoviera la justicia en el nombre de su familia, pero aún desconocía el plan
que Francisco le había asegurado, y que había postergado para una noche muy
especial, esas habían sido sus últimas palabras cuando se despidieron aquella
noche en la vereda del gimnasio.