martes, 13 de noviembre de 2012

Entrega nro. 28


Ya no llovía, aquella tarde posterior a la entrega del documento de identidad. Eran eso de las dos. Segundo conducía su automóvil por las calles de San Isidro, acompañado por su amigo Pedro que iba sentado en el asiento de acompañante y cada tanto le cebaba unos mates. El estéreo musical sonaba a todo volumen y las canciones rocanroleras estimulaban la búsqueda de una mansión que estaría domiciliada en una zona residencial. Jamás habían recorrido ese barrio ricachón. Había mucho dinero invertido en esa zona: coches importados, imponentes casas con jardines tan extensos que si se les antojaba construir estadios de fútbol tenían espacio para hacerlo, hermosas mujeres de narices refinadas vestidas con las marcas más sofisticadas, mucamas de negro y un sinfín de comodidades afines a la clase pudiente, pero ellos buscaban una mansión, aquella donde residía Felipe Gianittore. Segundo ya conocía su cara, contaba con esa fotografía que, sin aviso, se había llevado de la suite de Francisco: conocía su boca, sus orejas, su nariz, tal cual le había comentado Francisco cuando le presentaba las fotos, pero no lo conformaba. Pedro estaba intranquilo, quizá impaciente, llevaban más de un par de horas girando por esas calles y la mansión no aparecía. Con su mano izquierda sujetaba un mapa provincial, con la otra fumaba un cigarrillo que cada tanto asomaba por la ventanilla para arrojar las cenizas que se desprendían. En esas condiciones, le preguntaba:
— ¿Y si paramos para almorzar?
— ¿Estás loco? Es muy caro comer en este barrio.
—Es que esa casa no aparece, tu contacto en Tribunales debe de haberte pasado información errónea.
—Estamos encaminados, Pedrito, Francisco me dijo que este tipo reside en San Isidro, ¿dónde más podría vivir un millonario? En este barrio residencial, claro.
Pero Pedro parecía ensimismado, como si ya no quisiera escucharlo, sólo se limitaba a expulsar las cenizas por la ventanilla, concentrando la mirada más allá del parabrisas, pero de pronto levantaba la mano izquierda en señal de atención, y mirando el mapa le informaba a secas:
— ¡Es acá!
Segundo reaccionó con un frenazo, pisando el pedal hasta el fondo, tanto fue así que cabecearon pero el sacudón no pasó a mayores porque llevaban puesto el cinturón de seguridad. A unos cincuenta metros había un inmenso portal de hierro, tenía dos farolas en cada extremo, y también había una casilla lo más parecida a un habitáculo para que ejercieran sus funciones los empleados de seguridad. El resto era todo paredón, aunque más que una mera pared parecía una muralla: tendría al menos cinco metros de alto, era de color verde claro y resultaba imposible ojear lo que sucedía del otro lado. Sin embargo asomaban las copas de unos pinos, no más de cinco, tan rectas y puntiagudas cual minas de lápices escolares. Segundo pisó un poco el acelerador y estacionó a la vera de la calle, por debajo de las ramas de un eucaliptus gigantesco. Los neumáticos estaban detenidos en una banquina de tierra, frente a la mansión, a unos veinte metros del portal.
— ¿Y ahora que haremos? —le preguntaba Pedro.
—Bajar y simular un desperfecto mecánico.
Así fue como Segundo tiró de una perilla y abrió el capot, saliendo luego del coche para levantarlo con tal de simular un desperfecto en el motor y echarle un vistazo a la mansión, y eso hizo mientras Pedro se le acercaba a paso lento con una cara de confusión total, como si no entendiera lo que estaba pasando.
— ¿Alguna falla en el motor? —ironizaba como podía al llegar.
En esos momentos sonaba el celular de Segundo, lo había dejado a un lado de la palanca de cambios, en el habitáculo vehicular.
—Quedate acá que quiero atender. No te muevas.
Se metió en la cabina. Con los pies caídos en la banquina se percataba de que llamaba Francisco Reina. Tenía que atenderlo a pesar de que no quería:
—Buenas tardes, Francisco.
— ¿Dónde estás? —le hablaba agitado.
—Paseando, ¿por?
—Dale Segundo, no me mientas.
— ¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque uno de mis custodios vela por tu seguridad. Mirá hacia atrás.
Al mirar por el espejo retrovisor de la puerta, detectó la presencia de un coche negro que estaba estacionado a unos doscientos metros de su posición. Tenía todos los vidrios oscuros.
— ¿Cómo? —se desentendía Segundo de la situación.
—Ese coche que ahora estás mirando le pertenece a tu custodio. Te ruego que ahora mismo rajes de ese lugar.
—Es que sólo pretendía conocer la mansión.
—Vete ya mismo, vamos, no pongas en peligro nuestro plan.
—De acuerdo, de acuerdo —le cortaba la llamada con la saliva atragantada.
El coche negro seguía estacionado. Pedro continuaba parado frente al motor, con el capot levantado. Segundo no se movía pero estaba tomando consciencia de que podía complicarlo todo. Olfateando peligro, abandonó la cabina con el inmediato propósito de cerrar el capot e informarle a su amigo el retiro inmediato, pero poco antes de hacerlo advirtió la presencia de un desconocido que lo observaba entre las copas de los pinos que asomaban del otro lado del paredón. Ese hombre portaba un arma, parecía una escopeta. Segundo no podía verle la cara pero sabía que una mira le estaba peinando el flequillo. Le estaba apuntando. Se asustó tanto que, sin bajar, gritó:
—Dale, Pedro, cerrá ya mismo, nos iremos a almorzar.
— ¿Y a vos quién te entiende? —rezongaba él del otro lado del capot.
—Te dije que cierres el capot y subamos al coche —le ordenaba tartamudeando, sin perder de vista al hombre de la escopeta.
Pedro cerró el capot y regresó. No habrán pasado diez segundos que ya estaban los dos metidos en la cabina del vehículo, listos para el arranque.
— ¿A dónde vamos? —le indagaba Pedro ante tanta volatilidad.
—A casa, este lugar está plagado de asesinos.
Muy tensionado, y sin mirar el paredón, metió el primer cambio y pisó el acelerador, entrando luego la segunda y de inmediato la tercera velocidad. La mansión de Felipe poco a poco se perdía de vista por el espejito retrovisor, pero el coche negro los seguía sin tregua alguna. Para su gracia, sabía que ese coche era maniobrado por un custodio de su nuevo protector.