Cinco horas
después, cinco horas interminables en las que Segundo había huido despavoridamente
hacia el hotel, se había duchado en dos ocasiones, había fumado medio paquete
de cigarrillos, había intentado borrar de su memoria la tétrica imagen del
cuerpo putrefacto de su abuela y hasta se había jurado silenciar esa rebeldía
que, sin lugar a dudas, enfadaría a Francisco sobremanera, ya estaba listo para
establecer el primer contacto con Felipe. Lo esperaba desde una silla del salón
que el mandamás hotelero reservaba para la celebración de los eventos exclusivos,
salón ubicado más allá del salón comedor disponible para los clientes
habituales, entre la cocina y una oficina administrativa.
—Tranquilo
Segundo, todo está bajo control —le aseguraba Francisco al percibir la
inseguridad que delataban sus gestos.
Era inminente
el arribo de Felipe. Segundo se veía forzado a simular ser el hijo de Francisco
Reina, de otra manera sería imposible conocerlo. Tenía los codos apoyados en
una mesa redonda. Había otras sillas, dos en total, reservadas para Francisco y
su invitado. Ambos estaban vestidos a la perfección con trajes negros, camisas
blancas de algodón, corbatas plateadas y unos zapatos que eran de la misma
marca como para que no cupieran dudas de que padre e hijo compraban la ropa en
el mismo establecimiento. En el salón no cabían más de cuatro mesas, de hecho
había dos, y no contaba con ventanales, sólo unos pinturas extravagantes
—colgadas en las paredes— y una araña antiquísima que se las rebuscaba para
iluminar lo que podía. Como habían acordado en el Casino, el empresario
hotelero y el hombre de los negocios turbios como el carbón, estaban por
reencontrarse pero, en esta ocasión, contarían con la presencia de Segundo, que
a esa altura de las circunstancias padecía el cruce con el asesino sospechado,
porque él no estaba tan seguro de que fuese el verdadero asesino de sus padres,
sólo se dejaba avasallar por las mareas psicológicas que Francisco le imponía
con firmeza. En fin, Segundo necesitaba más pruebas para odiarlo, precisaba
fundamentos para tenerle rencor, para ajusticiar, o vengar, es que a esa
altura, después de tantas idas y vueltas, todo le daba lo mismo.
Un custodio de
Francisco estaba parado en la puerta de acceso al salón, era el mismo que
Segundo había golpeado poco antes de invadir la terraza del hotel. Tenía
puestas unas gafas. En la playa de estacionamiento, otros dos custodios
aguardaban la llegada del invitado, así lo habían convenido con su jefe por
teléfono, ellos tenían que esperarlo desde la cochera porque Felipe arribaría
en su coche con puntualidad.
Segundo estaba
nervioso, no era para menos, miraba la puerta y temblaba. En la mesa había tres
platos, doce utensilios y seis copas, también dos candelabros, cada uno con
tres velas encendidas, y unas flores que todavía respiraban porque habían sido
extraídas de otro florero. Francisco iba y venía, desde la puerta de la cocina
hasta la mesa servida. Sonaba un jazz, se escuchaba a Charlie Parker con su
canción “Laura”, y justo cuando volvía de la cocina por quinta vez comenzaba a
sonar su celular, entonces se sentó en una silla de la mesa, la que estaba a la
derecha de Segundo, para desde ahí impartirle órdenes a sus custodios que
seguían esperando a Felipe desde el estacionamiento del hotel:
— ¿Ya llegó?
—Señor… acaba
de llegar Felipe, conduce un Alfa Romeo y lo acompaña una señorita.
—Que Dante
estacione el coche. Hazte cargo de enseñarle el camino hasta el salón. ¿De
acuerdo?
—Afirmativo, señor.
—Y por favor,
no le des cabida para diálogos. Limitá tus respuestas como si te doliera la
muela.
—De acuerdo,
señor —se pausaba—. ¡Señor, señor! Lo sigue un vehículo, ¿está autorizado?
—Pregunten si
son sus custodios. Si así fuese, déjenlos ingresar. Chau.
Segundo se
había parado, las tensas palabras de Francisco anticipaban la noticia.
—Calma —le solicitaba
Francisco mientras se incorporaba—, nunca olvides que tus padres nos siguen
protegiendo.
Pero Segundo
no hablaba, y ahí nomás se sentó, dándole la espalda a esa puerta que en pocos
minutos le presentaría a Felipe. La tensión deambulaba por el salón. Segundo no
lo sabía pero estaba cultivando unas semillas, aquellas que podían brotar las
raíces de la venganza. Su ira podía convertirse pronto en un gran germinador.