Segundo estaba
perdiendo sus afectos, queridísimos, pero aquella tarde era una fecha muy
especial: se cumplía un nuevo aniversario desde que sus padres habían abandonado
el ámbito mundano. Demasiados años intrincados pensando en sus ausencias como
para que esa fecha se le pasara por alto. Transcurría la media tarde, eran eso
de las cuatro. El cielo se entoldaba de nubarrones que habían aparecido como
por arte de magia, como él, que aparecía en el cementerio del barrio Recoleta. Quería
conmemorarlos con un racimo de jazmines, un poco marchitos, comprados en las
afueras del cementerio. No visitaba la bóveda desde el penoso entierro de su
abuela, quien ahora descansaba dentro de un ataúd junto al resto de su familia
desaparecida a mediados de los años `70. La vida es así, un día puede resultar
generosa pero también puede barrerte las pertenencias a escobazos
intermitentes, y Segundo se sentía una víctima de esa escoba del tiempo voraz,
pero ansiaba recobrar valor, para eso se adentraba en la bóveda, para
encerrarse con sus muertos vivos: cuántos recuerdos de Carolina revoloteaban en
sus pensamientos, la única mujer que le había destinado tiempo completo a su
crianza. La extrañaba fervorosamente, era por eso que se echaba a un costado del
ataúd para recordarla. El ambiente olía a flores nauseabundas, era más que
evidente que nadie había renovado los floreros, pero claro, su familia era
reducida, o nula: su único familiar residía en New Jersey, llevaba más de dos
décadas sin pisar suelo argentino, tan aislada que hasta había olvidado el
sabor del mate, era su tía —la hermana de Constanza— que había decidido
emprender una nueva vida a miles de kilómetros de Buenos Aires, en tierras más
prósperas, lejos de los malos recuerdos que solía despertarle la muerte de su
hermana, pero Segundo no lamentaba su ausencia, de hecho la ignoraba. Lejos de
ella, tomaba asiento en un escalón, el único que conducía al ataúd donde
descansaban los restos de su abuela. Cerraba los ojos para revivir los
recuerdos, sus enseñanzas de vida, sus ejemplos. Repentinamente, la misma
sensación que había sentido en su funeral comenzaba a penetrarle las fosas
nasales, era tan intensa que hasta la sentía en el pecho, forzando sus primeras
lágrimas, gotas que caían por sus mejillas y mojaban el suelo. Segundo estaba
tieso, sentía el desamparo. Tapaba su esternón con la mano izquierda, como si
quisiera consolar la tristeza portentosa que acosaba su alma, recordaba la
tarde de su cumpleaños número quince, aquel cumpleaños que había festejado en la
casa de su abuela, rodeado de compañeritos del colegio pero, por sobre todo,
reconfortado por su presencia, que esa tarde le recordaba: “la vida nos ha
golpeado fuerte pero estamos juntos, siempre lo estaremos”. A veces las simples
palabras son más importantes que los años vividos, pero Segundo estaba
perdiendo la noción del tiempo y del espacio, tanto que permaneció echado en
ese escalón durante veinte minutos, recordándola, porque no tenía recuerdos de
sus padres, ella había sido su sostén, todavía lo era y lo seguiría siendo:
¿qué hubiera sido de su vida sin su cariño? Explorada su alma, abría los ojos y
enfocaba la mirada hacia el ataúd donde descansaban los restos de su madre. En
ese ínterin comenzaba a sonar su celular. Francisco llamaba y Segundo no
demoraba en atenderlo.
— ¿Dónde
estás, pibe?
Su voz sonaba
algo rasposa, opacada por el sonido de otras voces que la rodeaban, como si
estuviera presenciando un evento tumultuoso.
—En una
librería. ¿Y vos?
—En un remate,
quisiera apoderarme de unos guitarras que le pertenecían a Oscar Alemán, pero un
tano millonario me está humillando. Es un cretino. Te hemos perdido de vista.
¿Estás bien?
—Sí, claro,
estoy bárbaro —fingía por lo bajo.
—Perfecto.
Quiero imaginarme que no estarás en la mansión de Felipe ni en el cementerio de
Recoleta.
—Eh…
—balbuceaba—, tranquilo que ya he aprendido muy bien la lección.
—Mejor así.
Nos vemos luego, esta noche cenamos con Felipe.
—Lo recuerdo
perfectamente. Hasta pronto —y le cortó.
Segundo
conocía a la perfección los lugares que no debía frecuentar, uno de esos
lugares era la bóveda de sus padres. Pero era una fecha especial que no quería
ni podía ignorar, mucho más fuerte que sus tentaciones, o sus vicios. Francisco
lo había alertado y eso lo confundía. Entonces se incorporó y besuqueó el cajón
de su abuela cual beso en su arrugada mejilla. Después caminó hacia la puerta
de salida, dispuesto a irse. Sacaba la llave del bolsillo, había llegado el
momento de retirarse. Necesitaba prepararse para cenar con Felipe Gianittore,
antes quería darse una ducha para lavar esos rencores que tanto le abrían las
heridas. La cerradura se dejaba penetrar por la misma llave que su abuela
utilizaba para adentrarse en la bóveda, pero esa llave se estaba quedando
paralizada, o mejor dicho él la paralizaba porque oía voces que provenían de
las inmediaciones, unas voces viriles de dos o tres individuos que se acercaban
dialogando. Encima mencionaban a su padre. Posiblemente estaban situados a
varios metros de la puerta pero cada vez más cercanos. Esas voces exploraban
sus tímpanos y lo sumergían en la incertidumbre absoluta. Recorrer esas veredas
implicaba un riesgo que no podía afrontar. La tensión se potenciaba con el
correr de los segundos. Segundo podía ver lo que sucedía del otro lado de la
puerta porque tenía vidrios polarizados, esos cristales que permiten ver de
adentro hacia afuera y no a la inversa, como los parabrisas de tantos coches
que circulaban a diario por las calles porteñas. Forzado a pensar, y tan
desorientado que giró la llave y dejó la puerta destrabada, acercaba las orejas
a las bisagras, las únicas aberturas que quizá podían ayudarlo a oír mejor lo
que sucedía afuera, pero asomaba el brazo de un hombre, y luego su cuerpo
completo, era un tipo fortachón que llevaba puesto un saco negro. Para males
aparecía en escena otro hombre. Ya eran dos. El corazón de Segundo latía como
hacía tiempo no lo hacía, sentía los testículos en el vientre como si tuviera
una hernia inguinal, hasta que un tercer individuo irrumpía en la escena con
una corona de flores blancas que sostenía con las manos. Nombraba y renombraba
a su padre. Tenía una voz muy peculiar: era potente y muy grave. Ese hombre de
ojos claros, en buen estado físico, de cabello corto y rubio, con una nariz
recta y proporcional al tamaño de su cara, era Felipe, el mismísimo Felipe
Gianittore, acompañado por esos dos señores con gafas y sacos negros que eran
sus custodios. Pobre Antonio, miren como terminó, se lamentaba Felipe mientras
se persignaba. Segundo ya no estaba parado con las orejas puestas en las
bisagras de la puerta, desde algún recoveco rogaba a Dios el paso fugaz del hombre
más temido. Felipe, en cambio, se miraba en el vidrio de la puerta, como si se
observara en un espejo, porque eso era, un espejo con la eterna imagen de una
cruz lapidaria que yacía en la bóveda vecina, del otro lado del camino. Era un
gran hombre pero muy desobediente, comentaba a sus custodios. Una vez le dije:
haceme caso, Antonio, te vas a meter en serios problemas, y miren dónde terminó,
agregaba perdiendo fuerza en la voz. Uno de los custodios se apoyaba en la
puerta, bien cerca del picaporte, y sin querer la empujaba con el dorso, su
codo terminaba de abrirla. La puerta estaba entornada y el olor a flores
nauseabundas huía de la bóveda. Ellos lo olfateaban y así tomaban conocimiento
de que la puerta estaba abierta.
— ¡Señor! La
puerta está abierta —le informaba el custodio que, sin querer, la había abierto.
—Lo mismo estaba
pensando. Ingresemos —ordenaba Felipe sin vacilar.
Como tres
exploradores que conquistaban lo desconocido, se adentraban a pasos lentos. Ya
estaban metidos en la bóveda, con el puerta abierta, tanto olor a flores
podridas merecía regresar a su hábitat natural, porque esa bóveda estaba
muerta, el aire estaba viciado, hasta los espíritus parecían muertos. Inspeccionaban
ocularmente el interior: había cuatro ataúdes, una bandera del Torino en
homenaje a la carrera deportiva de Antonio, un cuadro con la pintura de Juan
Manuel Fangio, un crucifijo de madera, portarretratos con fotografías de
Carolina y otras tantas de Antonio y Constanza, pero Segundo… Segundo no estaba
en las fotografías, tampoco a la vista, misteriosamente había desaparecido. El
silencio era absoluto pero Felipe comenzaba a soltar algunas palabras,
necesitaba hacerlo. ¿Por qué eras tan terco, por qué?, se lamentaba con los
brazos y el mentón echados en el cajón donde yacía el cadáver del recordado. Encima
lo golpeaba con las manos, a los puñetazos. ¿Qué descargaba: rabias,
frustraciones? Él tampoco lo sabía con demasiada certeza pero odiaba los
cementerios, detestaba los ataúdes, ni hablar de los cementeros, cementero que
casualmente aparecía a sus espaldas por la abertura de la puerta, como quién
pasaba por un lugar y se detenía tras haber detectado algo sospechoso. Vestía ropa
añeja: un pantalón de algodón marrón claro y una camisa del mismo color. Era un
hombre calvo, sesentón, con cara de nada y de nadie.
—Disculpen
caballeros pero, ¿qué hacen acá? —les preguntaba desde la puerta.
Los custodios
reaccionaron de inmediato y lo rodearon, pero Felipe los detenía haciéndoles
señales con las manos. Se le acercaba con la mirada porque le tenía pánico a
los cementeros, de ninguna manera podría acercarse usando las piernas. Los
elefantes suelen temerle a los ratones, él le tenía terror a los cementeros,
siempre decía que traían mala suerte y un porvenir indigno. Tanto desprecio le
tenía que ni siquiera se le acercaba, seguía parado, dándole la espalda al cadáver
de Antonio pero bien próximo a su cajón, atajándose de ese cementero que lo
había sorprendido y continuaba detenido en la puerta, con los muchachos a ambos
lados como si fueran sus custodios: los custodios de un celador de muertos.
—Hola, ¿qué
tal? Nosotros —tartamudeaba Felipe—, nosotros estábamos de paso y nos
sorprendió la puerta abierta y decidimos ingresar. Si quiere nos vamos.
— ¿Tiene
autorización para ingresar? —indagaba el cementero.
—He sido amigo
de esta familia.
—La única
persona que visitaba esta bóveda está muerta, ahora descansa allá —señalaba el
ataúd de Carolina—. También venía un muchacho que hace tiempo ya no veo.
Ustedes nunca vinieron.
—Es cierto
—asentía Felipe con la cabeza—. Ya nos iremos.
—Si fuera por
mí podrían quedarse pero hoy en día se roban hasta los crucifijos. La crisis
económica no respeta ni a los muertos.
—Claro está.
Nos retiraremos detrás de usted.
—Gracias.
Ahora mismo iré a buscar la llave para cerrar esta puerta. Hasta luego.
Felipe sentía
su retiro como si hubiera recibido un regalo del cielo, como si una bendición
divina hubiese recaído en su cuerpo. Inhalaba aire y suspiraba, había estado
con la respiración entrecortada por culpa de ese cementero tan temido e
indeseado. Ya no quería quedarse dentro de esa bóveda. El cementero se había
ido en busca de una llave, ¿qué mejor momento para desaparecer antes de que volviera?
Y eso hicieron, comenzaron a desalojar la bóveda a paso rápido hasta no dejar
rastros de sus presencias; pero, ¿dónde estaba Segundo? Había desaparecido tan
bruscamente como el sol cuando arriba el ocaso. Dos minutos habían sucedido
desde el preciso instante en que Francisco y sus custodios se habían retirado,
sin embargo Segundo no reaparecía, hasta que repentinamente la puerta de un
ataúd comenzaba a abrirse, la del mismo cajón donde descansaba el cadáver de su
abuela. Se hacía a un lado y unos dedos asomaban, eran sus dedos temblorosos, y
su cuerpo también se elevaba, no era el espíritu de Carolina, era el cuerpo de
Segundo que había estado encerrado en ese cajón, forzado a respirar su
putrefacción, no había tenido más alternativa que meterse en el habitáculo
donde su abuela yacía la muerte humana. El cadáver lucía espantoso, hasta sus
arrugas se habían borrado. Con un rosto espeluznante, sacaba sus brazos y con
las piernas se abalanzaba para salir del ataúd, cayendo al suelo con el brazo
derecho. No se había lesionado, tampoco sentía los dolores físicos, estaba tan
conmovido que ni siquiera sentía los huesos. Sólo pensaba en huir lo más pronto
posible de esa bóveda. La muerte estaba impregnada en su ropa. Sin pensarlo más,
se incorporó y corrió hacia la puerta de salida, agitado, con poco oxígeno en los
pulmones, saliendo despavorido en dirección contraria de donde había llegado,
quitándose el chaleco y librándolo a los muertos que en paz descansaban. La
muerte había estado cerca, ligeramente cerca.