Diez minutos
después, pero en la terraza del hotel, Segundo acudía a sus armas seductoras,
conduciendo a Priscilla hacia una reposera bien próxima a la escalera de la
piscina. Ella irradiaba entusiasmo y se mordía los labios con frecuencia,
acaparando toda su atención. Segundo desconocía si la delataban sus nervios o
era una señal concreta de que preparaba su boca para entregarle los labios, o
la lengua. El custodio de la joven millonaria había quedado atrás, en el
pasillo que conducía a la terraza, el mismo lugar desde donde Segundo había
enfrentado al custodio de Francisco. Se había quedado detenido a pedido de
ella, era más que evidente que buscaba privacidad. La seducción venía viento en
popa, eso que el viento apenas removía sus cabellos. Se veía poco, eran pocas
las farolas encendidas pero lo suficiente como para insertarlos en un clima de
seducción, era justo lo que Segundo precisaba. Encima el reflejo de la luna
nueva descansaba en el río cual pinturita, más seductora que él al invitarla a
tomar asiento en la reposera. Se habían sentado, tomándose luego de las manos
para comenzar a contemplar la negrura del horizonte.
— ¡Qué paz,
Dios mío! —expresaba ella, deslumbrándose.
—Es mi lugar
preferido. Cuando el clima lo permite, suelo descansar en esta reposera.
—Esta vista es
increíble.
—Si supieras
lo tan bello que luce el río cuando se pone el sol. Este río es un camaleón,
cambia de color según la ocasión.
—Lo imagino,
debe de ser muy romántico.
—Pero esa luna
no se queda atrás. ¿No es bella?
—Es
maravillosa. ¡Cuánto misterio resguarda! ¿Qué se sentirá estando allá y
haciendo lo mismo que hacemos acá?
Segundo no le
soltaba la mano ni siquiera un instante pero tampoco la miraba:
—Lo mismo que
siento ahora.
— ¿Lo mismo
que sentís… ahora?
—Lo mismo que
siento ahora, exacto, porque desde el primer momento en que te vi, quedé
encantado con tus ojitos, y ahora que estamos juntos y puedo apreciar la
suavidad de tu piel, me siento como en la luna —señalaba con el dedo índice
libre la figura lunar.
Esas palabras
la motivaban a girar el cuello para mirarlo. Estaba enternecida y le clavaba
esos ojitos halagados en su perfil, seducida por sus declaraciones, pero él
sólo observaba la constelación que por momentos era tapada por unos nubarrones
pasajeros, aunque la luna seguía siempre intacta, blanca y luminosa, con esas
manchitas oscuras que forman sus cráteres. No hacía falta acudir a un
telescopio, esa luna parecía lavada con lavandina, pura y visible, deslumbrante
y magistral. Segundo era consciente de que si giraba su cara terminaría
enroscado en su cintura, que sus labios finalizarían pegados en su boca rojiza,
solamente tenía que seducir. Eso lo convencía a quedarse como estaba, sentado y
con los ojos puestos en el horizonte del río. Francisco le había solicitado
seducción, no más que eso.
—Gracias
Segundo, no sé qué decir, tu mensaje ha llegado a lo más profundo de mi alma
—le expresaba con gratitud y suspiraba.
Parecían dos
niños, dos niños que, con sus miradas, despedían una embarcación tomando
distancia de un muelle. Esa sensación generaba cuando contemplaban el cielo
estrellado sin palabras que huyeran de sus labios. Seguían unidos por el tacto,
tomados de la mano, intercambiando energías, derrochando atracción, pero ella
divagaba de emoción, atraída por su belleza física y caballerosidad. Segundo, en
cambio, frecuentaba los recuerdos de Martina, los fantasmas del pasado
perforaban sus entrañas como golpes eléctricos de furiosas picanas que no
hacían otra cosa más que fomentar su odio, el odio a su padre. La venganza
motorizaba una metamorfosis, una transformación espiritual que generaba
estragos en su personalidad pero que, en cierta forma, lo reanimaba a seguir
luchando. Segundo estaba padeciendo una metamorfosis espiritual, estaba experimentando
la metamorfosis de una víctima.
FIN DE LA PRIMERA PARTE