Lejos de la
música carioca, el baile y unas sobras que yacían moribundas sobre la mesa del
salón donde Segundo y Priscilla seguían bailando ininterrumpidamente, Felipe y
Francisco recorrían los pasillos alfombrados del tercer nivel. Caminaban sin
apuros, solos pero vigilados por sus custodios que se habían detenido en las
inmediaciones del ascensor. Parecían dos amigos que se conocían de toda la
vida, de hecho compartían alegría pero Francisco la fingía. Cerca de una
estatua de yeso, de metro y medio de alto que representaba a dos ángeles enamorados
apuntando dos flechas hacia la puerta de una suite, detenían el andar, dándole comienzo
a un nuevo diálogo:
—Felipe… esta
suite es especial, está reservada para los mandatarios de turno, aunque suelen
hospedarse embajadores y ministros del mundo entero así como también
empresarios de gran peso en los mercados locales e internacionales.
—Qué
interesante. Me gusta la política, es el arte de lo posible.
—E imposible
hasta por momentos.
Se miraron
unos instantes y comenzaron a reír, simultáneamente, cómplices quizá de lo que
la política significaba para ellos.
— ¿Sabe qué me
gusta de usted? —le preguntaba Felipe con una sonrisa en los labios.
— ¿Qué cosa,
don Felipe?
—Es una
persona espontánea y siempre tiene un bocadito para compartir. Podríamos
conformar una gran sociedad. Me agradan las personas lúcidas como usted.
Francisco lo
había escuchado con atención, en esos instantes metía la mano derecha en el
bolsillo del pantalón pero elevaba la otra para extraerle una pelusa que
luchaba por prenderse en su camisa, a la altura del esternón. Después lo miraba
a los ojos, para decirle con absoluta seriedad:
—Considero que
somos almas gemelas, que en el pasado hemos compartido vi… vivencias.
— ¿Vivencias?
—se sorprendía.
—Ni más ni
menos, vivencias.
Felipe lucía ansioso,
de hecho parpadeaba a gran velocidad:
—Quiere decir
que… ¿usted quiere decir que también cree en la reencarnación?
Entre tantas
cosas que Francisco conocía de su pasado, sabía muy bien que profesaba la
creencia de la reencarnación, hasta tal punto de que, muchos años atrás, había
viajado a un país asiático con el afán de contactarse con una vida pasada en un
templo rural.
—Creo en ello,
por supuesto.
—Entonces
compartimos muchas cosas en común. ¡Es increíble! —exclamaba entusiasmado—. No
tengo dudas de que nos hemos relacionado en el pasado, ahora… ahora el destino
nos ha unido por afinidad. Permítame un abrazo —lo sorprendía con su euforia,
abriendo los brazos como alas de un halcón.
A Francisco no
le quedaba otra alternativa que cederle el abrazo. Sentía sus dedos inquietos
en los omóplatos. Felipe le apoyaba el mentón en la clavícula izquierda, lo
apretaba con fervor y apenas permitía su respiración, envolviéndolo cual
estibador cargando en sus hombros el peso completo de una bolsa voluminosa.