Martina
habrá demorado media hora en llegar al banco de la plaza. Con mucha clase, se
había sacado de encima al loco delirante, y el loco delirante había aceptado las
disculpas, o había acatado, después de todo no le quedaba otra alternativa. Un
taxista la había arrimado hasta la plaza, y en un banco lo vio a Segundo, con
la espalda custodiada por el Palacio de Justicia del barrio Tribunales. Segundo
seguía sentado, esperando su arribo como pasajero agobiado deseando la llegada
de un tren. Los últimos rayos solares penetraban su camisa arrugada. Frente a
su nuca, el teatro Colón deslumbraba a una decena de turistas que descendían de
un micro y lo fotografiaban, atraídos por su diseño arquitectónico. Los coches
taxis circulaban por las calles, cooperando para que muchos oficinistas
pudieran cumplir con los horarios predeterminados. La balanza del bien y del
mal intentaba equilibrarse pero la vida giraba y giraba como una calesita que
combatía, victoriosamente, las modas momentáneas, las buenas y malas costumbres,
y el crecimiento tecnológico del nuevo siglo. Refugiados en tiendas precarias, muchos
comerciantes perseguían lucrar con la venta de textos jurídicos. Segundo tenía
la corbata desarmada, casi sin nudo. Estaba preocupado y encima desocupado.
Fumaba sin cesar y ya había extinguido más de veinte cigarrillos en lo que iba
del día. Sus pulmones estaban estropeados. Su abuela había fallecido, ya estaba
sepultada en el cementerio del barrio Recoleta. Como si eso fuera poco había
renunciado a su trabajo, o a su jefe, que era lo mismo, el insoportable sujeto
que lo había supervisado durante dos años, ciento cincuenta días, trece horas y
dos decenas de segundos. Por un lado, sentía libertad pero, por otro, esa
libertad le clavaba una espina que no le permitía pensar con claridad, y su
abuela estaba muerta, no tenía noticias de su amigo Pedro y alguien que decía
llamarse Florencio Restrepo —también fallecido— había nombrado a un tal
Francisco, a Francisco Reina. Parecía una pista a seguir. Demasiadas emociones
en pocos días. Sus ojos estaban venosos, había lagrimeado y ya no le importaba
que lo vieran llorando, necesitaba descargar sus penas. En esos instantes se
distraía con un treintañero extrovertido que deambulaba por las veredas de la
plaza: tenía puesto un short anaranjado, una remera desteñida con el dibujo de
un corazón, y un ombligo acalorado porque la ropa le quedaba chica. Parecía una
oruga convertida en mariposa que había abandonado su canasto para explorar los jardines
naturales. Era tan graciosa su apariencia que nadie podía ignorarlo, ni
siquiera Segundo que, a pesar de todo, se detenía a observarlo. ¡Quiero ser tu
esclavo, tu dulce melodía, tu crema batida!, cantaba el treintañero, moviendo
los brazos como aletas de un pez marino. La música lo elevaba en el aire cálido
con ese par de cables negros que llevaba prendidos en las orejas y conectados
con un dispositivo, posiblemente un celular. Metros atrás había un policía
envestido de abundante grasa abdominal. Tenía también una crecida barba castaña
pigmentada de canas. El policía sonreía ante el espectáculo gratuito que el
loco afeminado brindaba con entusiasmo, pero Segundo estaba sintiendo los dedos
de una mano que le rozaban el hombro izquierdo, eran los dedos de Martina
queriéndole avisar su llegada:
—Hola,
Segundo. Lamento mucho lo de tu abuela —se presentaba ella con un beso en la
mejilla. Después tomó asiento a su lado derecho.
—Gracias.
No hacía falta que vinieras.
—Al fin
y al cabo, estaba en deuda contigo. ¿O acaso lo habías olvidado?
—En eso
estamos de acuerdo.
Ella le
miraba los ojos irritados mientras Segundo seguía asintiendo con la cabeza, era
evidente que había llorado.
—Te oí
demasiado triste, no quería dejarte solo. Me daba la impresión de que
necesitabas hablarle a alguien. Quizá ese alguien sea… yo.
—En eso
también estamos de acuerdo. Desde hace unos días, no puedo ubicar a mi mejor
amigo. Acabo de renunciar a mi trabajo. Me siento solo.
Y se
había pausado porque un señor irrumpía a los gritos limpios en esa zona de la
plaza. Paseaba junto a una perrita que conducía con una correa anaranjada atada
a su cogote. La perrita era un caniche y ladraba, intermitentemente, a un perro
que movía la cola y olfateaba la suya.
—
¡Fuera, bastardo insolente!, —le ladraba el señor al perrito—. A mí no me vas a
hacer cornudo, perrito mal clonado. Berta es mía, ¡buscate otra!
Martina
lo miró y de inmediato lo reconoció: era el psicópata que minutos antes había
estado sentado en su diván, el mismo loco delirante que hasta había declarado
su amor por una perra. Tironeaba de la correa como si rogara a gritos prolongar
la virginidad de su caniche. Estaba estupefacta, observando a ese psicópata
que, con buenas excusas, había logrado expulsar de su consultorio pero que desgraciadamente
reaparecía:
—Uy… ¡por
Dios! ¡Qué castigo! —se quejaba ella, ocultando su cara con un periódico, desechado
entre su pie derecho y el extremo del banco.
—
¿Quién es ese loco? ¿Lo conocés?
Segundo
no podía verle la cara, sí la portada de ese periódico que la resguardaba e
informaba el crecimiento de la delincuencia en las grandes urbes del país.
—No me
hables, por favor. Después te explico.
Lo
había acallado porque la voz del loco se oía cada vez menos distante. Es que el
loco estaba excitado y continuaba tironeando de la correa en dirección al
banco, buscando romper el hechizo de su mascota —o de su novia— por ese perrito
que nunca terminaba de olfatearle la cola:
—Yo te
doy todo, Bertita, ¿y vos me respondés con ésto? Ahora nos vamos a casa,
estarás en penitencia durante todo el día.
La
perrita ladraba y ladraba sin cesar, accionando saltos alocados.
—Y si
no te dejás de joder —agregaba—, te haré comer mondongo frío.
—Ni se te
ocurra mencionarme —le ordenaba ella a Segundo al presumir que el loco se acercaba.
—
¿Tenés fuego, pibe? —preguntó el psicópata, recogiendo un cigarrillo pisoteado
y olvidado en el medio de la vereda.
—No, no
tengo.
— ¿No tenés
fuego? ¡La puche, che! ¿Y ese paquete de cigarrillos?
Estaba
señalando el paquete de cigarrillos que Segundo había apoyado en el banco, más
precisamente entre sus piernas.
—Usted
tampoco tiene y sin embargo me pide fuego. ¿Qué tiene que ver?
Martina
continuaba resguardada en la portada del periódico, no movía un pelo, tomando
ese diario por sus extremidades para que el viento no lo doblase.
— ¿Y
qué está primero, el huevo o la gallina? —seguía delirando el psicópata.
Estaba
cargoso el loco, encima no se resignaba. Martina ya estaba harta de sus
locuras, lo había escuchado en demasía. Se paró. Usando el cabello como
camuflaje, se tapó parte de la cara para huir en dirección a las puertas del
teatro. Segundo no comprendía su reacción pero entregó su encendedor, quizá
para conformarlo, y corrió tras ella hasta alcanzarla y detenerla poco antes de
que superasen el cordón de la vereda, para decirle:
—Cada
loco con su tema. Entremos al Colón que conozco un sitio donde podremos
dialogar sin que nadie nos moleste.