Veinte horas
después de haber trasladado a Martina al hospital, Segundo caminaba con su
abuela Carolina por las estrechas veredas del cementerio de Recoleta, barrio de
gente pudiente donde la muerte lindaba con la vida y viceversa, conformando uno
de los pocos sitios del país donde, tras el cruce de una calle y dos veredas,
uno podía acceder a bares, restaurantes, hoteles de lujo y hasta un imponente
complejo de salas de cine que solía hospedar a centenares de ciudadanos
cinéfilos. En Buenos Aires todo podía ocurrir, tan sólo era una cuestión de
tiempo y buena predisposición a dejarse seducir por sus encantos, en muchos
casos, irresistibles. Aquella tarde era soleada, bien lejos de los pronósticos
adversos para la gente que se la rebuscaba viviendo en la calle: dicen que para
ellos no hay nada peor que la lluvia cuando están a la intemperie porque,
además de resultar molesta, les moja las únicas prendas de vestir y después
tienen que secarlas, en la mayoría de los casos, desnudándose.
En ese
cementerio yacían los cuerpos sin vida de Antonio Noruega y Constanza Villegas,
los padres desaparecidos de Segundo. Eran contadas las personas que recorrían
sus veredas maltrechas, en gran parte, turistas. Se oían lenguas de diversas
latitudes pero los muertos ya no entendían de idiomas, tan sólo les bastaba con
descansar en paz.
La bóveda de
la familia Noruega estaba situada a la vera del mismo caminito que conducía al
nicho de un general olvidado. Estaba superpoblado de gatos y cada tanto se
cruzaba algún que otro felino con su pelaje blanco y otros negros pero con
manchas blancas. También se oían los bocinazos de la gente alborotada que
conducía sus vehículos por las calles linderas, siempre tumultuosas y
desbordadas de locura y extrema tensión. Carolina se desplazaba lentamente,
aferrada al brazo derecho de su nieto. Llevaba algunos días sintiendo
malestares pero los ocultaba, no le agradaba preocuparlo. Su cuerpo aparentaba
una edad menor pero le fallaba cual bombo con un parche de cuero tajeado.
— ¿Cómo pasa
el tiempo, cierto? —comentaba ella—. ¿Cuánto tiempo pasó desde la última vez
que hemos visitado este lugar?
Tres gatos blancos intentaban cazar una paloma que
aterrizaba en el centro de un parquecito, en el pastito; sin embargo, el lento andar
que desplegaban logró alertarla, forzándola a desplegar las alas, justo a
tiempo, para volar.
—Algo así como un mes.
Carolina lo miraba de reojo, examinaba sus gestos;
simultáneamente hacía muecas porque eran demasiados los años de su desgaste
dental.
—Estás distinto, querido.
— ¿Distinto?
—Claro, distinto. Como si estuvieras distraído o
pensando en varias cosas al mismo tiempo.
— ¿Y eso?
—Eso mismo te preguntaba.
—Recibirse de abogado no sucede todos los días.
—Ay, querido, te conozco tanto como la palma de mi
mano. ¿Estás bien?
—Lo estoy, lo estoy —sepultaba sus dudas,
abrazándola desde el hombro.
—Cambiando de tema: ¿sabías que hace treinta años
exactos tu padre ganaba su primera carrera automovilística?
—Lo desconocía con tanta exactitud. ¿Dónde?
—En la ciudad de 9 de Julio. Antonio estaba tan
feliz. Recuerdo a tu madre lagrimeando, ¡y yo tenía una pinta! Qué delgada
estaba.
—Siempre has sido una mujer delgada... y te aclaro
que estás sola por tu propia elección. Contame más acerca de esa carrera.
—Bueno, tu padre estaba eufórico. Esa misma noche
fuimos a un campo, no tan lejano, en el partido de Chivilcoy. Antonio había
prometido pasar la noche en la casa de campo de un amigo si ganaba la carrera.
Siempre fue muy cumplidor con sus promesas.
— ¿En el campo de quién?
—Un tal… ¿cómo se llamaba? Creo que Felipe pero
ahora no recuerdo el apellido.
Frente a la puerta de la bóveda familiar, podía
verse a una cuarentona, era delgada, depositaba un racimo de jazmines en el
florero de la puerta. Usaba gafas oscuras y vestía un jean celeste, con una
camisa blanca y una manchita color crema que resaltaba a la altura de su
omóplato izquierdo. Sus lacios y rubios cabellos le llegaban a la cintura.
— ¿Pero esa mujer no es la admiradora de papá? —no
tardó en preguntar Segundo, asombrado.
No había más de quince metros entre ellos y la
misteriosa mujer del cementerio.
— ¿Otra vez esa loca? —Murmuraba ella muy fastidiada.
Carolina transmitía malestar y hablaba entre
dientes, manifestando disgusto ante la indeseada presencia de la rubia, presencia
que la extraña dama advertía tras girar su cuello y verlos caminar en su
dirección. Curiosamente perseguida, arrojó al suelo los pocos jazmines que aún
sostenía con la mano derecha y comenzó a alejarse a pasos acelerados en
dirección contraria de donde ellos venían. Cada tanto se volteaba y los miraba
como si buscara corroborar la distancia que los separaba. En un abrir y cerrar
de ojos, se perdía de vista, abriéndose camino por un estrecho pasaje, formado
entre varias bóvedas con estilo gótico.
— ¿Por qué huye cada vez que advierte nuestras
presencias? —Le interrogaba él, pisando una piedrita que lo hacía tambalear—.
Es la cuarta vez que sucede lo mismo.
—No lo sé, hijo. Esa mujer está loca —gesticulaba
con las manos—, muy loca, ¡loquísima!
—A mi entender esconde algo que desconocemos,
abuela.
— ¿Qué decís? Mi hijo era un hombre transparente.
Esa mujer es una loca que tiene la mente enferma. En estos tiempos abunda la
locura, querido.
Ya se habían detenido frente a la puerta de la
bóveda, la misma donde descansaban los cuerpos de la familia Noruega. Segundo
estaba pisando los jazmines arrojados por la rubia. Al percatarse de ello, se
inclinó, los tomó y después los arrojó en el interior de un cesto que estaba
fijado a la vera del caminito. Simultáneamente, arrojaba un puñado de
incógnitas.
—Caro: esa mujer lleva años visitando nuestra
bóveda. ¿Por qué trae flores? Encima son jazmines, siempre deja jazmines. ¿A
papá le gustaban los jazmines?
—No lo sé ni me interesa —se exasperaba—, estamos
perdiendo el tiempo con un asunto que no merece importancia. Mejor entremos
porque este tema ya lo hemos hablado. ¿Trajiste la llave, cierto?
Su abuela estaba enfadada, no cabían dudas de su
malestar, la misteriosa dama del cementerio la turbaba demasiado. La última vez
que la habían visto también había huido, ese comportamiento la irritaba demasiado
pero esa tarde masticaba bronca, y Segundo estaba algo resignado, entonces se
calló y sacó del bolsillo del pantalón la llave de acceso a la bóveda. Sintiendo
temblor en la mano, comenzó a penetrar la cerradura para darle un giro y
empujar la puerta. A pocos instantes de abrirla, se puso a fruncir el
entrecejo: un nauseabundo olor a flores podridas avanzaba desde el interior de
la bóveda.
—Hemos olvidado abrir el respiradero —explicaba su
abuela por detrás—. Ahora entremos.