Eran las seis de la tarde
aunque muchos relojes marcaban diez minutos sobre las seis. Así vivían los
porteños en el año 2002, en la ciudad de Buenos Aires. Las protestas con
cacerolas eran historia, reciente, pero historia en fin. El sentimiento
patriótico parecía culminar con la imposición de un nuevo jefe de estado tras
la huida presidencial de un mandatario que había escapado como laucha en
helicóptero, desde la terraza de la casa de gobierno, y la sucesión de tres
mandatarios interinos en tan sólo diez días, o una maldita eternidad. Así de
raras estaban las cosas pero los argentinos ya estaban acostumbrados al vapuleo
sistemático.
Tan lejos y tan cerca de
tanto desorden socio-político, la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires abría sus puertas del salón de actos, un espacio lo
suficientemente acogedor como para albergar a todos los habitantes de algún
pueblo bonaerense, como Gobernador Ugarte, es decir a unas quinientas almas, y
ya había cuatrocientos noventa y nueve presentes, todos sentados en
aterciopeladas butacas de madera maciza, divididas en dos bloques por una
alfombra rojiza que se extendía desde la puerta de acceso principal hasta el
escenario. En las paredes laterales había ventanales, largos y estrechos que se
extendían desde el piso hasta el techo, decorados con unas cortinas violetas
atadas cual trenzas de colegialas. En las butacas delanteras aguardaban los
flamantes egresados, esperando con ansias exclamar las fórmulas de jura que
habían elegido para la entrega de sus diplomas. Varios palcos bordeaban el
salón, tribunas de tres y hasta cuatro filas ocupadas por familiares y
conocidos de los graduados. Todo estaba listo. Los sietes sillones ubicados en
el escenario ya estaban ocupados por las autoridades universitarias, todos
escoltados por una antiquísima pintura fijada en la pared, realmente imponente
y digna de ser contemplada hasta con el uso de binoculares: retrataba a unos
feligreses celebrando un acto patrio en el interior de una capilla.
A las seis y cinco se dio
inicio a la ceremonia. Un asistente del rector posaba firme frente a un atril
con un micrófono plateado bien cerca de los labios, y metros abajo, desde la
segunda fila, Segundo Noruega buscaba con la mirada a Carolina, su abuela tan
querida. Ella estaba sentada en una de las tribunas, junto a Pedro Bluck, el
amigo de Segundo que no podía ausentarse de su graduación.
Segundo combatía la cuenta
regresiva que implicaba la entrega de su diploma: de 1.78 centímetros
de estatura; 78
kilogramos de carne, hueso y alma, y ojos negros como
cuervos —al igual que su corto cabello—, vestía un ambo grisáceo que le cedía
protagonismo a una corbata verdosa, la misma que tres décadas antes solía
escoger su padre para asistir a los eventos deportivos. Era la primera vez que
Segundo la usaba porque, para él, era una fecha muy especial.
El asistente-orador
convocaba a los graduados. Ellos respondían poniéndose de pie con sus orgullos
agigantados. Había otro señor que era calvo y cumplía la función de decano. En
esos instantes adelantaba unos pasos cortos hacia otro atril, y otro micrófono,
con las manos entrelazadas por detrás de la cintura. Bien relajado, se detuvo
frente al atril y comenzó a exclamar:
—“Juro por Dios nuestro
Señor y estos Santos Evangelios, la patria y el bienestar de la humanidad y los
derechos humanos, arreglar mi conducta a los dictados del bien y de las leyes,
dedicar con empeño patriótico mis esfuerzos al engrandecimiento de la Nación , poner íntegra y
lealmente al servicio de la sociedad y de mis semejantes los conocimientos de
mi profesión, de mi arte o de mi ciencia”.
— ¡Sí, juro! —Exclamaron
los graduados a viva voz.
—“Si así no lo hiciera,
Dios, la patria y la humanidad me lo demanden”.
En contados segundos,
contabilizados por Segundo sin murmureos ni balbuceos, el salón académico se
fue convirtiendo en una sala festiva. Los aplausos descendían por las tribunas
y hasta parecían hacer flamear unas banderas argentinas que tres o cuatro
mástiles sostenían con dignidad a un lado del escenario. Las emociones
arrasaban y todos los presentes ya estaban de pie, muchos liberando lágrimas de
felicidad, sentimiento benigno que varias cámaras fotográficas se encargaban de
congelar con demasiada soberbia y austeridad, pero los aplausos se fueron
apagando y la ceremonia prosiguió, reanudando la jura de aquellos graduados que
habían elegido las fórmulas que no juraban por el reino de los cristianos.
Creyentes o no de alguna
religión, todos los graduados fueron jurando en cuestión de tres cuartos de
hora. El asistente ahora comenzaba a convocarlos para hacerles entrega de los
diplomas según el orden alfabético de los apellidos. Noruega estaría
posicionado entre los últimos, por lo que Segundo aprovechó esos instantes de
tediosa espera para contemplar las reacciones de su abuela. Ella estaba con las
mejillas empapadas de lágrimas, y Pedro seguía a su lado, retratando la
ceremonia con una modernísima cámara digital que aparentaba dominar con
facilidad. De alguna manera tenía que congelar esas escenas para la posteridad
por si acaso los recuerdos se esfumaban.
Al cabo de otros tortuosos
veinte minutos de espera, el asistente-orador finalmente lo nombraba. El rector
seguía parado en el centro del escenario, acompañado por otro asistente que le
entregaba los diplomas a medida que los graduados se acercaban. Segundo había escuchado
su nombramiento pero oía un zumbido leve que lo tenía medio desorientado: ese
chillido que solemos oír en determinadas ocasiones y que algunos atribuyen a
fenómenos extrasensoriales, pero lo cierto era que estaba muy nervioso, y
mientras esquivaba las piernas de sus colegas, ligeramente desparramadas por
sobre el estrecho pasaje que conformaba la fila de butacas, vislumbraba a su
abuela usando las manos para presionarse los pómulos por si acaso se le
desprendían. El diploma era una simple cartulina arrollada por una cinta de
tela celeste que por cierto había requerido fatigosas horas de estudio y un
sinnúmero de rechazos a los placeres que el ocio suele demandar.
En buen momento logró
egresar de la fila para emprender la memorable caminata por la alfombra roja
que conducía hacia la rampa del escenario. Sus lágrimas rogaban libertad pero
se esforzaba para retenerlas en sus pupilas dilatadas. Se suponía que los
hombres no debían llorar, y él, él era un muchacho con arraigados pensamientos
machistas.
— ¡Felicitaciones, doctor!
—Le enseñaba su satisfacción el decano mientras le estrechaba la mano derecha.
Segundo devolvía el gesto
y al mismo tiempo percibía el sudor de su palma, estaba caliente, como si la
tuviera afiebrada, toda transpirada, y su abuela también sudaba pero por la
emoción. Su sonrisa lo decía todo y hasta parecía prestada: tenía la cara de
una niña regocijada. Segundo también estaba emocionado pero, por sobre todas
las cosas, muy agradecido para con ella. Carolina se había hecho cargo de su
crianza: ¿cómo ignorar su presencia cuando lo era todo? O casi todo.
Tras un flashazo operado
por un fotógrafo bigotudo y algo calvo —contratado por las autoridades
universitarias para fotografiar a los graduados con diplomas en mano—, Segundo
bajó por la rampa y emprendió su regreso a la butaca, a paso lento, siendo
abogado y envolviendo el diploma con las manos temblorosas. Cada tanto lo
dirigía a un palco, aquel que delataba la vulnerabilidad de su abuela,
ciertamente vistosa: Segundo era su orgullo y el diploma, un logro casi
personalísimo. Los sentimientos del joven graduado pisoteaban la alfombra roja
mientras su abuela desviaba con el filo de las uñas las lágrimas escurridizas
que recorrían sus pómulos y caían en picada por el mentón hasta extinguirse en
su regazo. En esos instantes recurría a la ayuda de un pañuelo sedoso para no
arruinar el maquillaje facial que ocultaba sus arrugas. Había soplado ochenta
velitas en su último cumpleaños, aunque contase con otra decena de variados
dolores y muchas ausencias. Más allá de su melancolía, el ambiente estaba
colmado de energía positiva. Predominaba la euforia. Es que muchos padres
experimentaban sueños frustrados en tiempos dónde estudiar era sólo para
afortunados. “Para eso están los hijos” solían frasear muchos en aquellos años
tan intrincados.
A las siete en punto,
justo cuando el sol perseguía ocultarse en un cielo que amenazaba con descargar
lluvia sin siquiera lograrlo, culminaba la ceremonia. Los aplausos se habían
apagado pero aguardaban los elogios. Los abrazos se enlistaban. Pedro y
Carolina esperaban al joven graduado desde un pasillo bien próximo al salón de
actos. Estaba tan ansiosa, ella, que al verlo reaparecer comenzó a levantar los
brazos cual pavo real elevando sus alas, felizmente dispuesta a acariciarlo
porque necesitaba tocarlo. Al abrasarlo sus sentimientos se entrelazaron:
—Estoy tan orgullosa como
también han de estarlo tus padres —le expresó ella con el mentón apoyado en su
clavícula derecha—. ¡Te quiero!
—Lo logramos, abuela, lo
hemos logrado —le susurraba él con torpes balbuceos.
Pedro los acompañaba con
un abrazo porque ellos ni siquiera se habían soltado, siendo testigo del amor
entre una abuela que amaba y un nieto que era mimado. A diferencia de ellos,
que vestían ropa formal para la ocasión, tenía puesto un jean gastado y un saco
abierto color turquesa desde donde asomaba la blancura de una remera. Es que
Pedro era extrovertido y sumamente transgresor: soñaba con dedicarse a la
música aunque trabajaba de comerciante para solventar las cuentas que tenía que
pagar cada bendito fin de mes. Restaban quince días para su cumpleaños número
veintisiete.
—Te felicito, pendejo —le
dijo él al percatarse de que finalmente se habían soltado—, me hiciste sentir
un graduado.
Y ahí nomás se abrazaron
unos cuantos segundos, tal vez cinco, embelesados por la tierna mirada de
Carolina que comenzaba a rascarse el mentón con un tic nervioso en el párpado
derecho.
—Gracias, amigo —le
agradecía Segundo—, cuán importante terminan siendo los amigos en la vida de
uno.
Pero Pedro perdía la
mirada en el piso, introduciendo su mano izquierda en el bolsillo del saco.
Estaba sacando un cuervito de madera, un objeto diminuto del tamaño de un
encendedor que nadie entendía para qué lo tenía hasta que hizo entrega del
mismo y, con una pícara sonrisa, le dijo:
—Un cuervito para otro
cuervito.
Segundo se había ordenado
cuervo, por supuesto. Los argentinos solían apodar con ese término a los
sacerdotes pero también a los abogados. Carolina, que estaba siendo tapada por
la espalda ancha de Pedro, había captado su mensaje y sonreía, intentando
observar a su nieto que también hacía lo mismo.
—Pucha che —dijo él—,
pensé que me sorprenderías con una rata hambrienta.
Las carcajadas se
multiplicaban en ese tramo del pasillo. Aún rondaban algunos curiosos que lo
habían oído todo, pero Segundo tenía una cuenta pendiente que no podía ignorar,
era más fuerte que él, era ciertamente avasallante:
—Quisiera despedirme de un
compañero. ¿Por qué no esperan por mí desde las escalinatas?
—Claro, hijo —asentía su
abuela con la cabeza—, vaya tranquilo, mi querido y joven profesional.
Lo cierto era que Segundo
estaba sumergido en la marea de su melancolía, y con esas sensaciones
entristecidas comenzó a recorrer los pasillos que lindaban con el salón de
actos, entre paredes y más paredes empapeladas con afiches estudiantiles: la
mayoría difundía mensajes políticos. Se aproximaban las elecciones legislativas
y esas facultades solían convertirse en fervientes hervideros de campañas
políticas. En su camino, dos mayores abrazaban a moco tendido a una graduada.
Al verlos, sus recuerdos se potenciaron, inexorablemente, él también quería
compartir el diploma con sus padres desaparecidos a mediados de los años `70.
Irguió la cabeza y desplazó otros pasos, no más de treinta, arribando a la
puerta del baño. Se adentró hasta ubicarse frente a un amplio espejo fijado por
encima del lavatorio. El interior estaba desalmado. Su rostro verseaba una
severa confusión, además empalidecía y sus ojos se enrojecían como si una vena
hubiera estallado. Muy dubitativo, metió las manos en los bolsillos del saco.
Del bolsillo derecho sacó una fotografía, una que recordaba a sus padres
desaparecidos. La había llevado para sentirse menos solo, o acompañado, que no
siempre es lo mismo. Su mirada estaba perdida entre la imagen que devolvía el
espejo y la sonrisa que sus padres habían formado cuando fueron retratados por
esa fotografía. Acercó la boca a la foto y comenzó a besuquearla, con los
labios secos pero perfumados con las lágrimas de su abuela. Cerraba los ojos,
respiraba hondo y volvía a besuquearla como si sus besos pudieran acceder a las
mejillas de su familia desaparecida, o quizá, ingresar en las puertas del
cielo. ¡Cuánto los echaba de menos! Su cara delataba tormentos, pero de esos
tormentos que siempre merecen ser liberados, por eso lloraba y lloraba cual
niño frustrado, hasta que recortó un trozo de papel –instalado en un
portapapeles fijado en la pared por encima del grifo– y lo usó para absorberse
las lágrimas, y después lo hizo un bollo hasta arrojarlo a un cesto que estaba
ubicado por debajo del lavatorio. Observó su imagen en el espejo. Después abrió
la canilla para salpicarse las mejillas. Prosiguió con sus ojos, irritados.
Otra vez se miró en el espejo pero, en esta ocasión, tenía el rostro mojado, y
sin cortar otro trozo de papel se secó la cara con la manga del saco. Estaba desorientado.
Finalmente se peinó con las manos. Se persignó en dos ocasiones. Necesitaba
huir de sus lamentos, o sus espantos. Sus afectos lo esperaban en las
escalinatas de la universidad con vista a la plaza Francia, predio que muchos
porteños solían confundir con la plaza Intendente Alvear. Así fue como,
cabizbajo y a paso lento, se echó a andar por los mismos pasillos recorridos,
notando que ya estaban desolados, e incluso algunos afiches, descolgados.
Segundo Noruega era impulsivo y seductor, un
soñador como lo era su padre y muy exigente consigo mismo. Al igual que su
abuela, era un fiel practicante de la religión católica. Pedro era su gran
amigo del alma pero también se trataba con conocidos del entorno profesional
que, curiosamente, no habían concurrido a la graduación. Padecía pánico a la
velocidad y constantemente intentaba aplacar la monotonía, jugando partidos de
fútbol o escuchando melodías de Frank Sinatra, o Franqui como a él le agradaba
llamarlo.