lunes, 1 de octubre de 2012

Entrega nro. 1


Eran las seis de la tarde aunque muchos relojes marcaban diez minutos sobre las seis. Así vivían los porteños en el año 2002, en la ciudad de Buenos Aires. Las protestas con cacerolas eran historia, reciente, pero historia en fin. El sentimiento patriótico parecía culminar con la imposición de un nuevo jefe de estado tras la huida presidencial de un mandatario que había escapado como laucha en helicóptero, desde la terraza de la casa de gobierno, y la sucesión de tres mandatarios interinos en tan sólo diez días, o una maldita eternidad. Así de raras estaban las cosas pero los argentinos ya estaban acostumbrados al vapuleo sistemático.
Tan lejos y tan cerca de tanto desorden socio-político, la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires abría sus puertas del salón de actos, un espacio lo suficientemente acogedor como para albergar a todos los habitantes de algún pueblo bonaerense, como Gobernador Ugarte, es decir a unas quinientas almas, y ya había cuatrocientos noventa y nueve presentes, todos sentados en aterciopeladas butacas de madera maciza, divididas en dos bloques por una alfombra rojiza que se extendía desde la puerta de acceso principal hasta el escenario. En las paredes laterales había ventanales, largos y estrechos que se extendían desde el piso hasta el techo, decorados con unas cortinas violetas atadas cual trenzas de colegialas. En las butacas delanteras aguardaban los flamantes egresados, esperando con ansias exclamar las fórmulas de jura que habían elegido para la entrega de sus diplomas. Varios palcos bordeaban el salón, tribunas de tres y hasta cuatro filas ocupadas por familiares y conocidos de los graduados. Todo estaba listo. Los sietes sillones ubicados en el escenario ya estaban ocupados por las autoridades universitarias, todos escoltados por una antiquísima pintura fijada en la pared, realmente imponente y digna de ser contemplada hasta con el uso de binoculares: retrataba a unos feligreses celebrando un acto patrio en el interior de una capilla.
A las seis y cinco se dio inicio a la ceremonia. Un asistente del rector posaba firme frente a un atril con un micrófono plateado bien cerca de los labios, y metros abajo, desde la segunda fila, Segundo Noruega buscaba con la mirada a Carolina, su abuela tan querida. Ella estaba sentada en una de las tribunas, junto a Pedro Bluck, el amigo de Segundo que no podía ausentarse de su graduación.
Segundo combatía la cuenta regresiva que implicaba la entrega de su diploma: de 1.78 centímetros de estatura; 78 kilogramos de carne, hueso y alma, y ojos negros como cuervos —al igual que su corto cabello—, vestía un ambo grisáceo que le cedía protagonismo a una corbata verdosa, la misma que tres décadas antes solía escoger su padre para asistir a los eventos deportivos. Era la primera vez que Segundo la usaba porque, para él, era una fecha muy especial.
El asistente-orador convocaba a los graduados. Ellos respondían poniéndose de pie con sus orgullos agigantados. Había otro señor que era calvo y cumplía la función de decano. En esos instantes adelantaba unos pasos cortos hacia otro atril, y otro micrófono, con las manos entrelazadas por detrás de la cintura. Bien relajado, se detuvo frente al atril y comenzó a exclamar:
—“Juro por Dios nuestro Señor y estos Santos Evangelios, la patria y el bienestar de la humanidad y los derechos humanos, arreglar mi conducta a los dictados del bien y de las leyes, dedicar con empeño patriótico mis esfuerzos al engrandecimiento de la Nación, poner íntegra y lealmente al servicio de la sociedad y de mis semejantes los conocimientos de mi profesión, de mi arte o de mi ciencia”.
— ¡Sí, juro! —Exclamaron los graduados a viva voz.
—“Si así no lo hiciera, Dios, la patria y la humanidad me lo demanden”.
En contados segundos, contabilizados por Segundo sin murmureos ni balbuceos, el salón académico se fue convirtiendo en una sala festiva. Los aplausos descendían por las tribunas y hasta parecían hacer flamear unas banderas argentinas que tres o cuatro mástiles sostenían con dignidad a un lado del escenario. Las emociones arrasaban y todos los presentes ya estaban de pie, muchos liberando lágrimas de felicidad, sentimiento benigno que varias cámaras fotográficas se encargaban de congelar con demasiada soberbia y austeridad, pero los aplausos se fueron apagando y la ceremonia prosiguió, reanudando la jura de aquellos graduados que habían elegido las fórmulas que no juraban por el reino de los cristianos.
Creyentes o no de alguna religión, todos los graduados fueron jurando en cuestión de tres cuartos de hora. El asistente ahora comenzaba a convocarlos para hacerles entrega de los diplomas según el orden alfabético de los apellidos. Noruega estaría posicionado entre los últimos, por lo que Segundo aprovechó esos instantes de tediosa espera para contemplar las reacciones de su abuela. Ella estaba con las mejillas empapadas de lágrimas, y Pedro seguía a su lado, retratando la ceremonia con una modernísima cámara digital que aparentaba dominar con facilidad. De alguna manera tenía que congelar esas escenas para la posteridad por si acaso los recuerdos se esfumaban.
Al cabo de otros tortuosos veinte minutos de espera, el asistente-orador finalmente lo nombraba. El rector seguía parado en el centro del escenario, acompañado por otro asistente que le entregaba los diplomas a medida que los graduados se acercaban. Segundo había escuchado su nombramiento pero oía un zumbido leve que lo tenía medio desorientado: ese chillido que solemos oír en determinadas ocasiones y que algunos atribuyen a fenómenos extrasensoriales, pero lo cierto era que estaba muy nervioso, y mientras esquivaba las piernas de sus colegas, ligeramente desparramadas por sobre el estrecho pasaje que conformaba la fila de butacas, vislumbraba a su abuela usando las manos para presionarse los pómulos por si acaso se le desprendían. El diploma era una simple cartulina arrollada por una cinta de tela celeste que por cierto había requerido fatigosas horas de estudio y un sinnúmero de rechazos a los placeres que el ocio suele demandar.
En buen momento logró egresar de la fila para emprender la memorable caminata por la alfombra roja que conducía hacia la rampa del escenario. Sus lágrimas rogaban libertad pero se esforzaba para retenerlas en sus pupilas dilatadas. Se suponía que los hombres no debían llorar, y él, él era un muchacho con arraigados pensamientos machistas.
— ¡Felicitaciones, doctor! —Le enseñaba su satisfacción el decano mientras le estrechaba la mano derecha.
Segundo devolvía el gesto y al mismo tiempo percibía el sudor de su palma, estaba caliente, como si la tuviera afiebrada, toda transpirada, y su abuela también sudaba pero por la emoción. Su sonrisa lo decía todo y hasta parecía prestada: tenía la cara de una niña regocijada. Segundo también estaba emocionado pero, por sobre todas las cosas, muy agradecido para con ella. Carolina se había hecho cargo de su crianza: ¿cómo ignorar su presencia cuando lo era todo? O casi todo.
Tras un flashazo operado por un fotógrafo bigotudo y algo calvo —contratado por las autoridades universitarias para fotografiar a los graduados con diplomas en mano—, Segundo bajó por la rampa y emprendió su regreso a la butaca, a paso lento, siendo abogado y envolviendo el diploma con las manos temblorosas. Cada tanto lo dirigía a un palco, aquel que delataba la vulnerabilidad de su abuela, ciertamente vistosa: Segundo era su orgullo y el diploma, un logro casi personalísimo. Los sentimientos del joven graduado pisoteaban la alfombra roja mientras su abuela desviaba con el filo de las uñas las lágrimas escurridizas que recorrían sus pómulos y caían en picada por el mentón hasta extinguirse en su regazo. En esos instantes recurría a la ayuda de un pañuelo sedoso para no arruinar el maquillaje facial que ocultaba sus arrugas. Había soplado ochenta velitas en su último cumpleaños, aunque contase con otra decena de variados dolores y muchas ausencias. Más allá de su melancolía, el ambiente estaba colmado de energía positiva. Predominaba la euforia. Es que muchos padres experimentaban sueños frustrados en tiempos dónde estudiar era sólo para afortunados. “Para eso están los hijos” solían frasear muchos en aquellos años tan intrincados.
A las siete en punto, justo cuando el sol perseguía ocultarse en un cielo que amenazaba con descargar lluvia sin siquiera lograrlo, culminaba la ceremonia. Los aplausos se habían apagado pero aguardaban los elogios. Los abrazos se enlistaban. Pedro y Carolina esperaban al joven graduado desde un pasillo bien próximo al salón de actos. Estaba tan ansiosa, ella, que al verlo reaparecer comenzó a levantar los brazos cual pavo real elevando sus alas, felizmente dispuesta a acariciarlo porque necesitaba tocarlo. Al abrasarlo sus sentimientos se entrelazaron:
—Estoy tan orgullosa como también han de estarlo tus padres —le expresó ella con el mentón apoyado en su clavícula derecha—. ¡Te quiero!
—Lo logramos, abuela, lo hemos logrado —le susurraba él con torpes balbuceos.
Pedro los acompañaba con un abrazo porque ellos ni siquiera se habían soltado, siendo testigo del amor entre una abuela que amaba y un nieto que era mimado. A diferencia de ellos, que vestían ropa formal para la ocasión, tenía puesto un jean gastado y un saco abierto color turquesa desde donde asomaba la blancura de una remera. Es que Pedro era extrovertido y sumamente transgresor: soñaba con dedicarse a la música aunque trabajaba de comerciante para solventar las cuentas que tenía que pagar cada bendito fin de mes. Restaban quince días para su cumpleaños número veintisiete.
—Te felicito, pendejo —le dijo él al percatarse de que finalmente se habían soltado—, me hiciste sentir un graduado.
Y ahí nomás se abrazaron unos cuantos segundos, tal vez cinco, embelesados por la tierna mirada de Carolina que comenzaba a rascarse el mentón con un tic nervioso en el párpado derecho.
—Gracias, amigo —le agradecía Segundo—, cuán importante terminan siendo los amigos en la vida de uno.
Pero Pedro perdía la mirada en el piso, introduciendo su mano izquierda en el bolsillo del saco. Estaba sacando un cuervito de madera, un objeto diminuto del tamaño de un encendedor que nadie entendía para qué lo tenía hasta que hizo entrega del mismo y, con una pícara sonrisa, le dijo:
—Un cuervito para otro cuervito.
Segundo se había ordenado cuervo, por supuesto. Los argentinos solían apodar con ese término a los sacerdotes pero también a los abogados. Carolina, que estaba siendo tapada por la espalda ancha de Pedro, había captado su mensaje y sonreía, intentando observar a su nieto que también hacía lo mismo.
—Pucha che —dijo él—, pensé que me sorprenderías con una rata hambrienta.
Las carcajadas se multiplicaban en ese tramo del pasillo. Aún rondaban algunos curiosos que lo habían oído todo, pero Segundo tenía una cuenta pendiente que no podía ignorar, era más fuerte que él, era ciertamente avasallante:
—Quisiera despedirme de un compañero. ¿Por qué no esperan por mí desde las escalinatas?
—Claro, hijo —asentía su abuela con la cabeza—, vaya tranquilo, mi querido y joven profesional.
Lo cierto era que Segundo estaba sumergido en la marea de su melancolía, y con esas sensaciones entristecidas comenzó a recorrer los pasillos que lindaban con el salón de actos, entre paredes y más paredes empapeladas con afiches estudiantiles: la mayoría difundía mensajes políticos. Se aproximaban las elecciones legislativas y esas facultades solían convertirse en fervientes hervideros de campañas políticas. En su camino, dos mayores abrazaban a moco tendido a una graduada. Al verlos, sus recuerdos se potenciaron, inexorablemente, él también quería compartir el diploma con sus padres desaparecidos a mediados de los años `70. Irguió la cabeza y desplazó otros pasos, no más de treinta, arribando a la puerta del baño. Se adentró hasta ubicarse frente a un amplio espejo fijado por encima del lavatorio. El interior estaba desalmado. Su rostro verseaba una severa confusión, además empalidecía y sus ojos se enrojecían como si una vena hubiera estallado. Muy dubitativo, metió las manos en los bolsillos del saco. Del bolsillo derecho sacó una fotografía, una que recordaba a sus padres desaparecidos. La había llevado para sentirse menos solo, o acompañado, que no siempre es lo mismo. Su mirada estaba perdida entre la imagen que devolvía el espejo y la sonrisa que sus padres habían formado cuando fueron retratados por esa fotografía. Acercó la boca a la foto y comenzó a besuquearla, con los labios secos pero perfumados con las lágrimas de su abuela. Cerraba los ojos, respiraba hondo y volvía a besuquearla como si sus besos pudieran acceder a las mejillas de su familia desaparecida, o quizá, ingresar en las puertas del cielo. ¡Cuánto los echaba de menos! Su cara delataba tormentos, pero de esos tormentos que siempre merecen ser liberados, por eso lloraba y lloraba cual niño frustrado, hasta que recortó un trozo de papel –instalado en un portapapeles fijado en la pared por encima del grifo– y lo usó para absorberse las lágrimas, y después lo hizo un bollo hasta arrojarlo a un cesto que estaba ubicado por debajo del lavatorio. Observó su imagen en el espejo. Después abrió la canilla para salpicarse las mejillas. Prosiguió con sus ojos, irritados. Otra vez se miró en el espejo pero, en esta ocasión, tenía el rostro mojado, y sin cortar otro trozo de papel se secó la cara con la manga del saco. Estaba desorientado. Finalmente se peinó con las manos. Se persignó en dos ocasiones. Necesitaba huir de sus lamentos, o sus espantos. Sus afectos lo esperaban en las escalinatas de la universidad con vista a la plaza Francia, predio que muchos porteños solían confundir con la plaza Intendente Alvear. Así fue como, cabizbajo y a paso lento, se echó a andar por los mismos pasillos recorridos, notando que ya estaban desolados, e incluso algunos afiches, descolgados.
Segundo Noruega era impulsivo y seductor, un soñador como lo era su padre y muy exigente consigo mismo. Al igual que su abuela, era un fiel practicante de la religión católica. Pedro era su gran amigo del alma pero también se trataba con conocidos del entorno profesional que, curiosamente, no habían concurrido a la graduación. Padecía pánico a la velocidad y constantemente intentaba aplacar la monotonía, jugando partidos de fútbol o escuchando melodías de Frank Sinatra, o Franqui como a él le agradaba llamarlo.