lunes, 15 de octubre de 2012

Entrega nro. 4


Las aves urbanas regresaban a sus nidos de paja, los oficinistas de la urbe retornaban a sus nidos de cemento. El sol perseguía esconderse entre un gran charco de agua dulce y un soberbio horizonte oriental. Las agujas, de un reloj luminoso que estaba instalado en la terraza de un edificio de la avenida Santa Fe, se aproximaban a las siete para las siete. La tarde comenzaba a esfumarse como el humo que emanan los cardos tras el avance portentoso de las llamas. Decenas de coches surcaban las calles estrechas de la ciudad aunque el obelisco continuase deslumbrando a muchos turistas que la retrataban con fotografías, y todo. Marquesinas en avenida Corrientes, y los artistas preparaban sus obras mientras los espectadores formaban fila entre las veredas gastadas y calibraban la imaginación para permitirse volar. Y a unas cuantas cuadras, en la calle Ayacucho, Segundo presionaba la tecla del portero eléctrico de un edificio, sosteniendo con la otra mano un ramo de rosas rojas que acababa de comprar.
— ¿Quién es? —le preguntaba una voz de mujer con alguna que otra distorsión.
—Segundo Noruega.
—Ahora mismo bajo. Gracias —no tardó en responder y luego colgó.
El sonido causado por el corte de la comunicación había sido tal que hasta parecía hacer destornillar los elementos del portero eléctrico. Segundo sacó la billetera del bolsillo de su saco gris y comenzó a escarbar unos billetes arrugados en busca de la cobertura médica que necesitaría para rebajar el pago de su sesión. En ese ínterin, una voz rasposa escalaba su espalda y arribaba a sus oídos, desde la calle, similar al canto de un ebrio aunque entonado: “Yo no siento la tristeza de saberme derrotado, y no me amarga el recuerdo de mi pasado esplendor, no me arrepiento de vento, ni los años que he tirado, pero lloro al verme solo, sin amigos, sin amor… sin una mano que venga a llevarme una parada, sin una mujer que alegre el resto de mi vivir, vas a ver que un día de estos te voy a poner de almohada y tirao en la catrera me voy a dejar morir”.
Quien cantaba era un linyera, deambulaba por la vereda resucitando a un gran maestro del tango: don Celedonio Flores. Y también a Carlos Gardel. Era un indigente, un miserable que en esos instantes clavaba su mirada nostálgica en los ojos de Segundo. Vestía un smoking añejo —fiel al tango entonado—, una camisa desteñida y mocasines que daban pena de tan sólo contemplarlos a la distancia. Los transeúntes lo miraban con indiferencia, excepto Segundo, a esa altura con la cobertura médica en mano y su hombro izquierdo apoyado en la pared del pasillo, registrando cada movimiento del linyera. Era un artista callejero digno de ser escuchado, por cierto, que caminaba desvergonzado y se mezclaba con la gente como si cada paso fuera un gran acontecimiento o un momento ideal para escapar.
— ¿Segundo? —Lo llamaba Martina, sosteniendo la puerta del edificio con la cadera para evitar su cierre.
—Sí, claro —titubeó él—, perdón. Estaba algo distraído.
Lo primero que hicieron fue saludarse con un beso en la mejilla, pero al rozar el hombro derecho de la bella psicóloga percibió una energía descomunal que le brotó la piel de los antebrazos. Ella olía a un perfume amelonado que seducía su olfato y lo cautivaba; tenía los pómulos un poco sudados pero él no lo notaba porque podía tener barro en la cara y lo confundiría con chocolate: era bella por donde se la mirase.
La puerta ya estaba cerrada, ellos adentrados en el hall de entrada, parados enfrente de una maceta con un potus medio torcido, echado hacia su lado izquierdo, tan abandonado como el linyera. Ella cruzaba los brazos a la altura del ombligo y, sonriendo, avanzaba unos pasos bien cortitos, diciéndole:
—Debo confesarte que es la primera vez que un paciente demuestra tanto aprecio por mi profesión.
— ¿Lo decís por las rosas?
—Imagino que una destinataria aguarda por ellas —suspiraba—, ¡caballeros en vías de extinción!
Segundo sonreía, en realidad estaba sintiendo un torbellino de nervios. Su destacada figura y simpatía lo inhibían demasiado:
—Lamento negarlo pero me crucé con un pibe que vendía rosas en la calle y no lo pude ignorar.
Ese comentario inesperado la estaba acallando, cediéndole lugar a una asociación: la de su paciente con Ernestito, el niño que vendía flores en la calle, e inmediatamente se puso a inspeccionar su traje gris, memorizando imágenes que había registrado mientras cruzaba la calle por la senda peatonal. Segundo percibía su desconcierto y, forzado, tal vez, le dijo:
—Bueno, tenía pensado regalárselas a mi abuela pero puedo dejarte una por si acaso te interesa.
—Ay… ¡qué generoso! —Parecía excitarse—. Te agradezco pero soy psicóloga. Mejor subamos porque los minutos vuelan… como las golondrinas —y ahí nomás recordó el dicho reciente que su amiga Laura había exteriorizado en la mesa del bar café.
Segundo volaba en su cometa, apreciando su figura esbelta cuando ella se adelantaba en el recorrido por el pasillo. Desplazaron poco menos de veinte pasos y llegaron a un ascensor. Como buen caballero que era, corrió la puerta porque era corrediza y ella se adentró, observándolo a través de los espejos que estaban instalados en las paredes laterales del habitáculo. Superado el primer piso, Segundo retomaba la conversación:
—Es la primera vez que voy a sentarme en un diván.
Pero ella continuaba recordando a Ernestito, asociando a su paciente con ese muchacho de traje gris que había comprado las últimas rosas rojas y cuya cara ni siquiera había llegado a vislumbrar. Sin embargo, algo tenía que decirle:
—Bueno, siempre hay una primera vez para ciertas cosas, ¿no te parece?
—Claro, siempre hay una primera vez…
Con esas palabras arribaron al décimo piso, sacudidos por el envión de un motor que, en sigilo, reclamaba mantenimiento.
—Hemos llegado —anunció ella con una sonrisa más amplia que las anteriores—. Adelante.
Otra vez había tomado la delantera, por un pasillo que no superaba los veinte metros de longitud, pero en esta ocasión se detenía frente a la puerta de un departamento. Parecía una bailarina, o quizá, una sirena danzando en los mares calmos. Segundo no se había percatado de que, en su mano derecha, ella llevaba la llave de acceso al departamento. Entraron. El consultorio estaba ordenado: podían verse cuatro cuadros fijados en una pared, separados por una distancia que no superaba el metro, y había al menos media docena de plantas enterradas en macetas verdosas entre las cuales resaltaba un bonsái. Era la primera vez que Segundo estaba tan cerca de esa planta tan pequeña, delicadamente podada y tratada como en una intervención quirúrgica, pero era una planta y él tocaba sus ramitas mientras ella se desplazaba en dirección a una puerta blanca. Esa puerta estaba a medio cerrar y aparentaba conducir a una cocina. En el living había un diván y dos sillones de cada lado, tapizados con terciopelo color marrón clarito; dos o tres metros adelante, había un escritorio con dos sillas de ambos lados: una reclinada y la otra fija y de aspecto confortable.
—Podés tomar asiento. Ya regreso —le dijo ella a la distancia, perdiéndose de vista por la puerta blanca al traspasarla.
Segundo tomó asiento en uno de los sillones, en aquel que estaba más cerca del balcón, y mientras lo hacía miraba de reojo ese diván que muchas veces había contemplado en los dramas de la televisión. Ella reaparecía con los labios mojados, como si hubiese bebido algo dentro de lo que parecía conformar una cocina. No demoró en reposar su bondadosa cola en la silla reclinada y ubicada del otro lado del escritorio, la misma que escogía para atender a sus pacientes. Se cruzaba de piernas y las refugiaba por debajo del escritorio, logrando que su pollera estableciera contacto con el piso de parquet. Minutos antes, cuando estaba en el bar, vestía un jeans ajustado de color azulado pero, pocos antes de que Segundo arribase, había decidido arroparse con esa pollera porque hacía calor y de alguna manera necesitaba ventilarse las piernas (y la entrepierna).
—Bien, me decías que esta es la primera vez que te sentás en un diván —se había pausado—, sin embargo escogiste ese sillón.
—No siempre hay una primera vez para ciertas cosas.
Esos dichos conquistaron algunas risas, de hecho parecían dos niños ante el comienzo de una serie animada de la tevé.
—Comencemos nuevamente: me decías que ésta es tu primera experiencia terapéutica. ¿Te gustaría presentarte?
Estaba apuntando una lapicera hacia un cuaderno de apuntes de al menos dos centímetros de espesor.
—Soy Segundo Noruega, tengo veinticinco años, mis padres fallecieron cuando tenía apenas dos. Fui criado por mi abuela Carolina. Actualmente alquilo un departamento en Palermo y aguardo desesperadamente la entrada en mi vida de una mujer que me ordene la casa y me enseñe a cocinar.
En esta ocasión, Martina había comenzado a sonreír sin llegar a reír, manteniendo la cabeza gacha en dirección a su cuaderno de apuntes. Tomaba notas de sus declaraciones. Así trabajan las buenas psicólogas, todo comentario conlleva una lógica y toda lógica, un sentido. Posiblemente Segundo había acudido a una broma porque le costaba horrores confesar, o quizá, recordar un pasado que lo lastimaba en demasía. Manteniendo siempre la cabeza gacha, desató una nueva pregunta:
— ¿Vivís solo?
—Bien solo.
— ¿Desafío o necesidad?
—No comprendo.
—Claro: ¿tenías pendiente vivir solo o simplemente necesitabas de tus espacios? —Le aclaró ella sin siquiera mirarlo, gesticulando la terminación de la pregunta.
—Necesitaba mis espacios aunque tengo una excelente relación con Caro, mi eterno cable a tierra.
Por primera vez, Segundo elevaba la mirada y descubría un diploma universitario, encuadrado y fijado en la pared por encima de la cabeza de la psicóloga, más allá de su espalda recta y ciertamente lineal.
— ¿Caro, tu abuela Carolina, cierto?
—La misma.
— ¿Y a qué te dedicás?
—Soy abogado. Ayer me gradué.
— ¡Felicitaciones! —Levantaba la mirada—. ¿En qué universidad?
—En la universidad de Buenos Aires. Actualmente trabajo en un estudio jurídico, intento especializarme en el área penal.
—Muy bien. Todo un abogado, el señor. Cambiando de tema, ¿qué te ha impulsado a venir?
—En realidad hacía tiempo que quería comenzar una terapia pero nunca me animaba.
—Suele pasar. Seguramente experimentaste un proceso, y eso me parece positivo porque ahora sentís la necesidad de resolver asuntos. ¿Es así?
A Segundo lo estaba delatando su cara: romper su cascarón confidencial no sería una tarea sencilla.
—Creo que nunca acepté la muerte de mis padres.
—Aja… Y… ¿y a qué se dedicaban?
Estaba masticando la respuesta, la tenía entre los labios, huía de su comisura pero un teléfono, uno que estaba apoyado en el estante de un armario, había comenzado a timbrar. Eso terminó acallándolo. Para bien o para mal, se estaba postergando su confesión, estaba experimentando un estado de ánimo desconocido.
—Uy… —se sorprendía ella mientras se incorporaba—, te ruego disculpas pero olvidé automatizar el contestador.
No solamente se había parado sino que también había descolgado el tubo del teléfono, a unos cinco metros del escritorio. Su rostro transmitía asombro por una noticia o un mensaje que estaba oyendo, como si un hecho inesperado sensibilizara sus oídos. Hasta parecía regocijada. Él se hacía el desentendido pero la miraba desde el reflejo que proyectaba el ventanal vidrioso que comunicaba con un balcón.
—No lo puedo creer, ¿soy tía? —Le hablaba a alguien con enorme placer—. ¿Ahora? Ahora estoy en una sesión pero ni bien termine estaré con ustedes para hacerles compañía.
Segundo seguía fingiendo su desentendimiento, para ello revisaba los mensajes de texto que estaban archivados en su celular. No tenía ni siquiera uno, pero en un abrir y cerrar de ojos Martina colgó el teléfono y de pronto regresó, tomando asiento en el sillón contiguo:
—Disculpame la interrupción pero acaban de informarme que mi hermana ha dado a luz. Tuvo un parto inesperado en su departamento y ahora está siendo observada en una sala del hospital.
— ¡Felicitaciones! —Le expresó él al percibir sus emociones contenidas que no paraban de aflorar.
La noticia los había incorporado. Ahora estaban parados a un lado del escritorio. Ella estaba eufórica, tenía los ojos vidriosos y tomaba asiento nuevamente pero en el mismo sillón que, instantes previos, había acogido las nalgas de su paciente presente.
—Gracias. ¡Estoy tan pero tan feliz!
Los roles estaban claramente confundidos: Segundo había escogido la silla reclinada que Martina había ocupado al darle inicio a la sesión. Él parecía un psicólogo y ella, su paciente.
— ¿Qué edad tiene tu hermana?
—Treinta. ¡Estoy tan emocionada! Luchó muchísimo para parir esa beba. Se llama Belén.
Tan sensibilizada estaba que no podía resistirse a sus emociones y comenzó a lagrimear. Unas gotitas cristalinas caían desde sus párpados y le recorrían los pómulos enrojecidos: parecía la virgen María.
—Reitero mis disculpas pero no estaba en los planes semejante acontecimiento —se disculpaba nuevamente.
—Pero, por favor, no hay problema, es una gran noticia.
—Lo sé, lo sé —se pausaba—. Estoy hecha un desastre. ¿Podrías esperarme así me maquillo? Mi rostro debe parecerse al de una bestia fatal —ironizaba luego, desviando con los dedos el recorrido de las lágrimas que continuaban cayendo cual lluvia veraniega.
—Claro, mujer. Qué vergüenza, ni pañuelo tengo.
Segundo se tanteaba los bolsillos vacíos del saco y sentía atracción por sus expresiones emotivas, pero tomó consciencia de que estaba ocupando su lugar y dio unos pasos hasta el sillón, el mismo que ella acababa de abandonar, para sentarse y descansar la mirada en el balcón: floreado y decorado con dos reposeras blancas y una mesa cuadrada con un cenicero de plástico situado en su centro. En el interior del departamento de enfrente podía verse a una anciana, pedaleaba desde una bicicleta fija, de esas que suelen usarse para la práctica de gimnasia doméstica y que generalmente suelen emplear las personas añosas.
— ¿Dónde está tu hermana? —Le preguntó al verla regresar.
—En el hospital Alemán.
—Y decime: ¿cómo pensás llegar?
—Supongo que en taxi —se encogía de hombros como si poco le importara.
Ahora lucía más distendida y tomaba asiento en el diván, llevaba tiempo sin hacerlo porque, de acuerdo con sus conceptos, su diván no era para ella sino para los pacientes. Otro capricho, como el de los diarios tocados por manos desconocidas en las mesas del bar. De pronto, sus párpados comenzaban a descargar un tic nervioso. Curiosa reacción. Segundo también tomaba asiento en el diván, a metro y medio de su cuerpo fragante, distancia que él desconsideraba por la intensidad de su perfume amelonado que le recorría los orificios de la nariz.
—En la calle tengo estacionado mi coche. Posterguemos la sesión y vayamos pronto al hospital.
—Es que no puedo, Segundo, aún restan varios minutos de terapia. Sos muy gentil y te agradezco pero no corresponde.
La psicóloga tenía las pupilas tan brillosas que, de hecho, parecían contener purpurina.
— ¿Acaso nos está observando alguien en este momento? ¡Por favor! Vayamos que una bella sobrina quiere conocer a su tía —le insistía tomando el ramo de rosas que había apartado en el sillón.
Los comentarios de Martina se evaporaban en el aire, no hacía otra cosa que mirarse las piernas, inquietas y enérgicas, buscando la elección de una respuesta que no podía hallar.
—Bueno, está bien: ¡acepto! Eso sí, prometo recompensar el tiempo perdido durante la próxima sesión.
—De perdido no tiene nada.
Su espontaneidad la hacía sentir sumamente agradecida. Le dibujó una sonrisa, tan sincera como real. Después se paró y desplazó unos siete pasos para tomar una campera que colgaba de un perchero. Segundo también se paró y se le acercó, rozando su brazo derecho al pasar. Ella lo detuvo poco antes de que manoteara la manija de la puerta y se abriera camino hacia el pasillo que conducía al ascensor, expresándole:
—Mil gracias por todo
Le agarraba el antebrazo con tanta fuerza que hasta le hacía sentir el filo de las uñas puntiagudas.
—Ha sido un placer conocerte. Vayamos pronto al hospital.
Segundo se alejaba en dirección a la puerta de salida, ella apenas lograba parpadear, atraída por su gentileza y su notoria caballerosidad. Suspiró en dos ocasiones y le siguió los pasos. Una ventisca que atravesaba las hendijas del ascensor empujaba la puerta hasta cerrarla con brusquedad. Ellos ya estaban en el pasillo. La llama de una vela iluminaba una fotografía de la madre Teresa de Calcuta. No demoró en extinguirse. Era un portarretratos que solía acompañar con velas cual medio para implorar su ayuda o agradecer algún beneficio que ella consideraba sobrenatural.
—Tu hermana y sobrina merecen la presencia de estas otras rosas —la halagaba él, extendiendo las rosas a una de sus manos poco antes de llamar el ascensor.
Martina no devolvía su gesto con palabras pero sí lo hacía con sus ojos, una tierna mirada de mujer agraciada, porque se sentía eso, una dama favorecida por la divinidad de una gracia. El corazón le latía sin cesar. Muy dichosa, tomó las rosas y sintió en el vientre un chispazo de energía al rozar los dedos de su mano. Un pétalo se desprendía hasta caer al piso. La seducción tenía cara de terapia.