Las aves
urbanas regresaban a sus nidos de paja, los oficinistas de la urbe retornaban a
sus nidos de cemento. El sol perseguía esconderse entre un gran charco de agua
dulce y un soberbio horizonte oriental. Las agujas, de un reloj luminoso que
estaba instalado en la terraza de un edificio de la avenida Santa Fe, se
aproximaban a las siete para las siete. La tarde comenzaba a esfumarse como el
humo que emanan los cardos tras el avance portentoso de las llamas. Decenas de
coches surcaban las calles estrechas de la ciudad aunque el obelisco continuase
deslumbrando a muchos turistas que la retrataban con fotografías, y todo.
Marquesinas en avenida Corrientes, y los artistas preparaban sus obras mientras
los espectadores formaban fila entre las veredas gastadas y calibraban la
imaginación para permitirse volar. Y a unas cuantas cuadras, en la calle
Ayacucho, Segundo presionaba la tecla del portero eléctrico de un edificio,
sosteniendo con la otra mano un ramo de rosas rojas que acababa de comprar.
— ¿Quién es?
—le preguntaba una voz de mujer con alguna que otra distorsión.
—Segundo
Noruega.
—Ahora mismo
bajo. Gracias —no tardó en responder y luego colgó.
El sonido
causado por el corte de la comunicación había sido tal que hasta parecía hacer destornillar
los elementos del portero eléctrico. Segundo sacó la billetera del bolsillo de
su saco gris y comenzó a escarbar unos billetes arrugados en busca de la cobertura
médica que necesitaría para rebajar el pago de su sesión. En ese ínterin, una
voz rasposa escalaba su espalda y arribaba a sus oídos, desde la calle, similar
al canto de un ebrio aunque entonado: “Yo no siento la tristeza de saberme
derrotado, y no me amarga el recuerdo de mi pasado esplendor, no me arrepiento
de vento, ni los años que he tirado, pero lloro al verme solo, sin amigos, sin
amor… sin una mano que venga a llevarme una parada, sin una mujer que alegre el
resto de mi vivir, vas a ver que un día de estos te voy a poner de almohada y
tirao en la catrera me voy a dejar morir”.
Quien cantaba
era un linyera, deambulaba por la vereda resucitando a un gran maestro del
tango: don Celedonio Flores. Y también a Carlos Gardel. Era un indigente, un
miserable que en esos instantes clavaba su mirada nostálgica en los ojos de
Segundo. Vestía un smoking añejo —fiel al tango entonado—, una camisa desteñida
y mocasines que daban pena de tan sólo contemplarlos a la distancia. Los
transeúntes lo miraban con indiferencia, excepto Segundo, a esa altura con la
cobertura médica en mano y su hombro izquierdo apoyado en la pared del pasillo,
registrando cada movimiento del linyera. Era un artista callejero digno de ser
escuchado, por cierto, que caminaba desvergonzado y se mezclaba con la gente
como si cada paso fuera un gran acontecimiento o un momento ideal para escapar.
— ¿Segundo? —Lo
llamaba Martina, sosteniendo la puerta del edificio con la cadera para evitar
su cierre.
—Sí, claro
—titubeó él—, perdón. Estaba algo distraído.
Lo primero que
hicieron fue saludarse con un beso en la mejilla, pero al rozar el hombro
derecho de la bella psicóloga percibió una energía descomunal que le brotó la
piel de los antebrazos. Ella olía a un perfume amelonado que seducía su olfato
y lo cautivaba; tenía los pómulos un poco sudados pero él no lo notaba porque
podía tener barro en la cara y lo confundiría con chocolate: era bella por
donde se la mirase.
La puerta ya
estaba cerrada, ellos adentrados en el hall de entrada, parados enfrente de una
maceta con un potus medio torcido, echado hacia su lado izquierdo, tan
abandonado como el linyera. Ella cruzaba los brazos a la altura del ombligo y,
sonriendo, avanzaba unos pasos bien cortitos, diciéndole:
—Debo
confesarte que es la primera vez que un paciente demuestra tanto aprecio por mi
profesión.
— ¿Lo decís
por las rosas?
—Imagino que
una destinataria aguarda por ellas —suspiraba—, ¡caballeros en vías de
extinción!
Segundo
sonreía, en realidad estaba sintiendo un torbellino de nervios. Su destacada
figura y simpatía lo inhibían demasiado:
—Lamento
negarlo pero me crucé con un pibe que vendía rosas en la calle y no lo pude
ignorar.
Ese comentario
inesperado la estaba acallando, cediéndole lugar a una asociación: la de su
paciente con Ernestito, el niño que vendía flores en la calle, e inmediatamente
se puso a inspeccionar su traje gris, memorizando imágenes que había registrado
mientras cruzaba la calle por la senda peatonal. Segundo percibía su
desconcierto y, forzado, tal vez, le dijo:
—Bueno, tenía
pensado regalárselas a mi abuela pero puedo dejarte una por si acaso te
interesa.
—Ay… ¡qué
generoso! —Parecía excitarse—. Te agradezco pero soy psicóloga. Mejor subamos
porque los minutos vuelan… como las golondrinas —y ahí nomás recordó el dicho
reciente que su amiga Laura había exteriorizado en la mesa del bar café.
Segundo volaba
en su cometa, apreciando su figura esbelta cuando ella se adelantaba en el
recorrido por el pasillo. Desplazaron poco menos de veinte pasos y llegaron a
un ascensor. Como buen caballero que era, corrió la puerta porque era corrediza
y ella se adentró, observándolo a través de los espejos que estaban instalados
en las paredes laterales del habitáculo. Superado el primer piso, Segundo
retomaba la conversación:
—Es la primera
vez que voy a sentarme en un diván.
Pero ella
continuaba recordando a Ernestito, asociando a su paciente con ese muchacho de
traje gris que había comprado las últimas rosas rojas y cuya cara ni siquiera
había llegado a vislumbrar. Sin embargo, algo tenía que decirle:
—Bueno,
siempre hay una primera vez para ciertas cosas, ¿no te parece?
—Claro,
siempre hay una primera vez…
Con esas
palabras arribaron al décimo piso, sacudidos por el envión de un motor que, en
sigilo, reclamaba mantenimiento.
—Hemos llegado
—anunció ella con una sonrisa más amplia que las anteriores—. Adelante.
Otra vez había
tomado la delantera, por un pasillo que no superaba los veinte metros de longitud,
pero en esta ocasión se detenía frente a la puerta de un departamento. Parecía
una bailarina, o quizá, una sirena danzando en los mares calmos. Segundo no se
había percatado de que, en su mano derecha, ella llevaba la llave de acceso al
departamento. Entraron. El consultorio estaba ordenado: podían verse cuatro
cuadros fijados en una pared, separados por una distancia que no superaba el
metro, y había al menos media docena de plantas enterradas en macetas verdosas
entre las cuales resaltaba un bonsái. Era la primera vez que Segundo estaba tan
cerca de esa planta tan pequeña, delicadamente podada y tratada como en una
intervención quirúrgica, pero era una planta y él tocaba sus ramitas mientras
ella se desplazaba en dirección a una puerta blanca. Esa puerta estaba a medio
cerrar y aparentaba conducir a una cocina. En el living había un diván y dos
sillones de cada lado, tapizados con terciopelo color marrón clarito; dos o
tres metros adelante, había un escritorio con dos sillas de ambos lados: una
reclinada y la otra fija y de aspecto confortable.
—Podés tomar
asiento. Ya regreso —le dijo ella a la distancia, perdiéndose de vista por la
puerta blanca al traspasarla.
Segundo tomó
asiento en uno de los sillones, en aquel que estaba más cerca del balcón, y
mientras lo hacía miraba de reojo ese diván que muchas veces había contemplado
en los dramas de la televisión. Ella reaparecía con los labios mojados, como si
hubiese bebido algo dentro de lo que parecía conformar una cocina. No demoró en
reposar su bondadosa cola en la silla reclinada y ubicada del otro lado del
escritorio, la misma que escogía para atender a sus pacientes. Se cruzaba de
piernas y las refugiaba por debajo del escritorio, logrando que su pollera
estableciera contacto con el piso de parquet. Minutos antes, cuando estaba en
el bar, vestía un jeans ajustado de color azulado pero, pocos antes de que
Segundo arribase, había decidido arroparse con esa pollera porque hacía calor y
de alguna manera necesitaba ventilarse las piernas (y la entrepierna).
—Bien, me
decías que esta es la primera vez que te sentás en un diván —se había pausado—,
sin embargo escogiste ese sillón.
—No siempre
hay una primera vez para ciertas cosas.
Esos dichos
conquistaron algunas risas, de hecho parecían dos niños ante el comienzo de una
serie animada de la tevé.
—Comencemos
nuevamente: me decías que ésta es tu primera experiencia terapéutica. ¿Te gustaría
presentarte?
Estaba
apuntando una lapicera hacia un cuaderno de apuntes de al menos dos centímetros
de espesor.
—Soy Segundo
Noruega, tengo veinticinco años, mis padres fallecieron cuando tenía apenas dos.
Fui criado por mi abuela Carolina. Actualmente alquilo un departamento en Palermo
y aguardo desesperadamente la entrada en mi vida de una mujer que me ordene la
casa y me enseñe a cocinar.
En esta
ocasión, Martina había comenzado a sonreír sin llegar a reír, manteniendo la
cabeza gacha en dirección a su cuaderno de apuntes. Tomaba notas de sus
declaraciones. Así trabajan las buenas psicólogas, todo comentario conlleva una
lógica y toda lógica, un sentido. Posiblemente Segundo había acudido a una
broma porque le costaba horrores confesar, o quizá, recordar un pasado que lo
lastimaba en demasía. Manteniendo siempre la cabeza gacha, desató una nueva
pregunta:
— ¿Vivís solo?
—Bien solo.
— ¿Desafío o
necesidad?
—No comprendo.
—Claro:
¿tenías pendiente vivir solo o simplemente necesitabas de tus espacios? —Le
aclaró ella sin siquiera mirarlo, gesticulando la terminación de la pregunta.
—Necesitaba
mis espacios aunque tengo una excelente relación con Caro, mi eterno cable a
tierra.
Por primera
vez, Segundo elevaba la mirada y descubría un diploma universitario, encuadrado
y fijado en la pared por encima de la cabeza de la psicóloga, más allá de su
espalda recta y ciertamente lineal.
— ¿Caro, tu
abuela Carolina, cierto?
—La misma.
— ¿Y a qué te
dedicás?
—Soy abogado. Ayer
me gradué.
— ¡Felicitaciones!
—Levantaba la mirada—. ¿En qué universidad?
—En la
universidad de Buenos Aires. Actualmente trabajo en un estudio jurídico,
intento especializarme en el área penal.
—Muy bien.
Todo un abogado, el señor. Cambiando de tema, ¿qué te ha impulsado a venir?
—En realidad
hacía tiempo que quería comenzar una terapia pero nunca me animaba.
—Suele pasar.
Seguramente experimentaste un proceso, y eso me parece positivo porque ahora
sentís la necesidad de resolver asuntos. ¿Es así?
A Segundo lo
estaba delatando su cara: romper su cascarón confidencial no sería una tarea
sencilla.
—Creo que
nunca acepté la muerte de mis padres.
—Aja… Y… ¿y a
qué se dedicaban?
Estaba
masticando la respuesta, la tenía entre los labios, huía de su comisura pero un
teléfono, uno que estaba apoyado en el estante de un armario, había comenzado a
timbrar. Eso terminó acallándolo. Para bien o para mal, se estaba postergando
su confesión, estaba experimentando un estado de ánimo desconocido.
—Uy… —se
sorprendía ella mientras se incorporaba—, te ruego disculpas pero olvidé automatizar
el contestador.
No solamente
se había parado sino que también había descolgado el tubo del teléfono, a unos
cinco metros del escritorio. Su rostro transmitía asombro por una noticia o un
mensaje que estaba oyendo, como si un hecho inesperado sensibilizara sus oídos.
Hasta parecía regocijada. Él se hacía el desentendido pero la miraba desde el
reflejo que proyectaba el ventanal vidrioso que comunicaba con un balcón.
—No lo puedo
creer, ¿soy tía? —Le hablaba a alguien con enorme placer—. ¿Ahora? Ahora estoy
en una sesión pero ni bien termine estaré con ustedes para hacerles compañía.
Segundo seguía
fingiendo su desentendimiento, para ello revisaba los mensajes de texto que
estaban archivados en su celular. No tenía ni siquiera uno, pero en un abrir y
cerrar de ojos Martina colgó el teléfono y de pronto regresó, tomando asiento
en el sillón contiguo:
—Disculpame la
interrupción pero acaban de informarme que mi hermana ha dado a luz. Tuvo un
parto inesperado en su departamento y ahora está siendo observada en una sala
del hospital.
—
¡Felicitaciones! —Le expresó él al percibir sus emociones contenidas que no
paraban de aflorar.
La noticia los
había incorporado. Ahora estaban parados a un lado del escritorio. Ella estaba
eufórica, tenía los ojos vidriosos y tomaba asiento nuevamente pero en el mismo
sillón que, instantes previos, había acogido las nalgas de su paciente
presente.
—Gracias.
¡Estoy tan pero tan feliz!
Los roles
estaban claramente confundidos: Segundo había escogido la silla reclinada que
Martina había ocupado al darle inicio a la sesión. Él parecía un psicólogo y
ella, su paciente.
— ¿Qué edad
tiene tu hermana?
—Treinta.
¡Estoy tan emocionada! Luchó muchísimo para parir esa beba. Se llama Belén.
Tan sensibilizada
estaba que no podía resistirse a sus emociones y comenzó a lagrimear. Unas
gotitas cristalinas caían desde sus párpados y le recorrían los pómulos
enrojecidos: parecía la virgen María.
—Reitero mis
disculpas pero no estaba en los planes semejante acontecimiento —se disculpaba
nuevamente.
—Pero, por
favor, no hay problema, es una gran noticia.
—Lo sé, lo sé
—se pausaba—. Estoy hecha un desastre. ¿Podrías esperarme así me maquillo? Mi
rostro debe parecerse al de una bestia fatal —ironizaba luego, desviando con
los dedos el recorrido de las lágrimas que continuaban cayendo cual lluvia
veraniega.
—Claro, mujer.
Qué vergüenza, ni pañuelo tengo.
Segundo se
tanteaba los bolsillos vacíos del saco y sentía atracción por sus expresiones
emotivas, pero tomó consciencia de que estaba ocupando su lugar y dio unos
pasos hasta el sillón, el mismo que ella acababa de abandonar, para sentarse y
descansar la mirada en el balcón: floreado y decorado con dos reposeras blancas
y una mesa cuadrada con un cenicero de plástico situado en su centro. En el
interior del departamento de enfrente podía verse a una anciana, pedaleaba
desde una bicicleta fija, de esas que suelen usarse para la práctica de
gimnasia doméstica y que generalmente suelen emplear las personas añosas.
— ¿Dónde está
tu hermana? —Le preguntó al verla regresar.
—En el
hospital Alemán.
—Y decime:
¿cómo pensás llegar?
—Supongo que
en taxi —se encogía de hombros como si poco le importara.
Ahora lucía
más distendida y tomaba asiento en el diván, llevaba tiempo sin hacerlo porque,
de acuerdo con sus conceptos, su diván no era para ella sino para los
pacientes. Otro capricho, como el de los diarios tocados por manos desconocidas
en las mesas del bar. De pronto, sus párpados comenzaban a descargar un tic
nervioso. Curiosa reacción. Segundo también tomaba asiento en el diván, a metro
y medio de su cuerpo fragante, distancia que él desconsideraba por la
intensidad de su perfume amelonado que le recorría los orificios de la nariz.
—En la calle
tengo estacionado mi coche. Posterguemos la sesión y vayamos pronto al
hospital.
—Es que no
puedo, Segundo, aún restan varios minutos de terapia. Sos muy gentil y te
agradezco pero no corresponde.
La psicóloga
tenía las pupilas tan brillosas que, de hecho, parecían contener purpurina.
— ¿Acaso nos
está observando alguien en este momento? ¡Por favor! Vayamos que una bella
sobrina quiere conocer a su tía —le insistía tomando el ramo de rosas que había
apartado en el sillón.
Los
comentarios de Martina se evaporaban en el aire, no hacía otra cosa que mirarse
las piernas, inquietas y enérgicas, buscando la elección de una respuesta que
no podía hallar.
—Bueno, está
bien: ¡acepto! Eso sí, prometo recompensar el tiempo perdido durante la próxima
sesión.
—De perdido no
tiene nada.
Su espontaneidad
la hacía sentir sumamente agradecida. Le dibujó una sonrisa, tan sincera como
real. Después se paró y desplazó unos siete pasos para tomar una campera que
colgaba de un perchero. Segundo también se paró y se le acercó, rozando su
brazo derecho al pasar. Ella lo detuvo poco antes de que manoteara la manija de
la puerta y se abriera camino hacia el pasillo que conducía al ascensor,
expresándole:
—Mil gracias
por todo
Le agarraba el
antebrazo con tanta fuerza que hasta le hacía sentir el filo de las uñas puntiagudas.
—Ha sido un
placer conocerte. Vayamos pronto al hospital.
Segundo se
alejaba en dirección a la puerta de salida, ella apenas lograba parpadear,
atraída por su gentileza y su notoria caballerosidad. Suspiró en dos ocasiones
y le siguió los pasos. Una ventisca que atravesaba las hendijas del ascensor
empujaba la puerta hasta cerrarla con brusquedad. Ellos ya estaban en el
pasillo. La llama de una vela iluminaba una fotografía de la madre Teresa de
Calcuta. No demoró en extinguirse. Era un portarretratos que solía acompañar
con velas cual medio para implorar su ayuda o agradecer algún beneficio que
ella consideraba sobrenatural.
—Tu hermana y
sobrina merecen la presencia de estas otras rosas —la halagaba él, extendiendo
las rosas a una de sus manos poco antes de llamar el ascensor.
Martina no
devolvía su gesto con palabras pero sí lo hacía con sus ojos, una tierna mirada
de mujer agraciada, porque se sentía eso, una dama favorecida por la divinidad
de una gracia. El corazón le latía sin cesar. Muy dichosa, tomó las rosas y
sintió en el vientre un chispazo de energía al rozar los dedos de su mano. Un
pétalo se desprendía hasta caer al piso. La seducción tenía cara de terapia.