Seis tardes y
cinco noches posteriores al parto de su sobrina, Martina asistía en su
consultorio a un sesentón muy curioso y poco habitual. Segundo había faltado a su
terapia, sin aviso previo, y el reloj del consultorio marcaba las cinco de
aquella tarde cálida, con un cielo tan limpio y despejado que hasta parecía
pintado a pincelazos. El paciente se había echado en el diván. Curiosamente se
había descalzado los zapatos, dejando a la vista un par de medias rayadas de
colores variados: rojo, verde y hasta violeta. Martina lo miraba, impresionada,
del otro lado del escritorio, abriendo su cuaderno de apuntes para sepultar en
palabras un inminente desborde emocional. Resultaba notable el desopilante saco
que su paciente vestía, con una camisa verde que debatía abiertamente con una
corbata animada con los personajes de la serie “Los Tres Chiflados”. Además presentaba
un bigotito bien finito y parejito al estilo de Adolf Hitler. Era calvo con tan
sólo un rulo más allá de la frente y un lunar vistoso y poco estético que sobresalía
en su mejilla derecha. En fin, se parecía más a un payado de circo berreta que
a un paciente con problemas psicológicos irresueltos.
—Bien,
comencemos —proponía ella, percibiendo la mudez de su paciente.
—Uno, dos,
tres, probando.
El paciente no
hacía otra cosa más que confirmar su locura, entonando números como si quisiera
poner a prueba el funcionamiento de un micrófono, es más, había acercado el
puño a los labios, simulando el sostenimiento del artefacto.
— ¿Y eso?
—reaccionó ella, dejando caer la lapicera sobre el cuaderno.
Y el loco no
se inmutaba, estaba quieto, quietísimo, con los ojos cerrados y una respiración
que apenas se deducía en su vientre porque estaba estático:
—Uno, dos,
tres… comencemos —seguía delirando el loco.
— ¿En
qué puedo ayudarlo?
—Disculpe,
señorita —agrandaba los ojos y miraba el techo—, en realidad vengo a ofrecerle
mi ayuda.
—
¿Perdón?
—Dije
que vengo a ayudarla. Con mis confesiones usted tendrá la posibilidad de
madurar sus conocimientos, los profesionales.
El loco
se había puesto serio. Martina analizaba sus gestos y ademanes: al menos había
comenzado a gesticular.
— ¿Y
eso, de qué se trata?
—Dicen
que soy loco pero loco no soy, quizá sea un loco lindo pero si estoy seguro de
algo es que loco no soy.
Qué
loco está éste, reflexionaba Martina, echándose en el respaldo de la silla. El
loco ensalivaba su bigotito con la punta de la lengua, de izquierda a derecha
cual limpiaparabrisas, pero repentinamente giró el cuello de manera brusca y la
miró a los ojos con las pupilas endemoniadas, sin pestañear, para aclarar:
—Según
dicen, quien no reconoce su locura está loco pero loco no soy y yo…
Se
había pausado. De pronto movió el cuerpo cual bebé en posición fetal, apoyando
el puño derecho en el mentón. Ella estaba tan anonadada que ni siquiera
escribía, tenía los sentidos totalmente limitados.
—Está
bien —balbuceaba Martina—, pero confiese sin nervios, por algo y para algo
arribó a mi consultorio. ¿Qué tiene para decir?
—Ya
descargué, es que estoy descompuesto —seguía delirando, pegándose manotazos en
las rodillas.
— ¡Por
favor! ¡Un poco de respeto! Soy una profesional, no una espectadora de sus
groserías.
Su
enfado lo estaba asustando, tanto era así que se cruzaba de brazos como quien
estaba a la defensiva, pero después se sentó, esforzándose. Un ombligo peludo
asomaba desde su camisa entreabierta, además tenía un agujerito en la
entrepierna que delataba el color de su calzoncillo. Era marrón. Había abierto
los ojos, el loco, con unas muecas sucesivas que no parecían culminar, pero se calmó
y extendió el brazo izquierdo, suplicándole a la distancia como hermosa hembra
despechada:
—No se
enoje, por favor. Necesito su ayuda. ¡Ayúdeme!
Su
brusca reacción había sido tan sorpresiva que el corazón de Martina latía a
destiempo:
—Bueno,
bueno, tranquilo, relájese por favor. Comencemos nuevamente.
Ella
abría la mano persiguiendo su calma, y el loco se recostaba en el diván,
juntando las rodillas con una pierna puesta por encima de la otra:
—Uno,
dos, tres, probando —deliraba otra vez con un tembleque en los labios—. Me
llamo Arturo, tengo cincuenta y ocho pirulos, solterito y sin apuros, pero
tengo novia y se llama Berta. Ella tiene cinco años y es muy bonita, debería
conocerla.
El loco
asentía con la cabeza, el resto del cuerpo lo tenía inmóvil, y Martina
intentaba sepultar con palabras su locura pero no podía:
— ¿Su
novia tiene cinco años?
—Sí,
cinco. ¿Qué tiene de malo? Es muy buena compañera. No sabe cuánto le gusta
morder huesitos.
Ella
hacía hasta lo imposible para comprenderlo pero no podía, su delirio contenía desmesura.
Movía la lapicera pero, en lugar de escribir, garabateaba. Esos mamarrachos
eran lo más representativo de su paciente: un garabato sin forma ni fondo. El
loco continuaba quieto, se había callado, estaba ensimismado y con la mirada puesta
en el techo, pero tras unos cinco o seis segundos de mesura soltó las riendas y
comenzó a confesar:
—Berta
es hija de Pepa, esa desgraciada la abandonó cuando era una criatura, ¡pero ojo
que desde ese día somos inseparables! Todos los vecinitos quieren intimidar con
ella. Siempre lo impido. Hay que estar alerta ante esos forasteros.
Y ahí
nomás se sentó, de un único movimiento para sacar del bolsillo del pantalón una
fotografía, era más pequeña que la palma de su mano, y después la dejó caer en
el escritorio, estirándose luego hacia adelante como si una cadena lo atara con
el diván:
—Ella
es Berta. Esa boca, ese pelo, ¡esa cola!
—Ahora
comprendo, su novia es muy bella… y además se la ve muy alegre.
—La
gente dice que soy raro. ¿Raro yo, por qué amo? ¡Son todos unos envidiosos!
Su amor
por esa perra era tan inaudito que, a esa altura de las circunstancias, se
confundía con una broma de mal ingenio, pero algo tenía que acotar, Martina, de
alguna manera tenía que romper con sus delirios:
— ¿Y
usted a qué se dedica?
—Por la
mañana alimento palomitas que aterrizan en plaza Las Heras, allá, frente a la
universidad gótica —señalaba el balcón—, después converso con Batman, siempre
comenta que Robin es mariquita y…
…Y se
vio interrumpido porque, por primera vez, Martina comenzaba a alzar la voz:
—Está
bien, tranquilo, veo que le gustan los superhéroes. ¿Sus padres viven?
—Claro
que viven, pero una tarde se fueron de viaje y nunca más dieron noticias.
El
teléfono de línea había comenzado a sonar. Martina se disculpaba pero por
dentro agradecía el llamado como si se tratase de un milagro. Se paró sin
vacilar. El loco se recostaba nuevamente en el diván. Llegó a la repisa y
descolgó:
—
¿Martina? —le preguntaba una voz viril, muy agitada.
—Ella
misma. ¿Quién habla?
—Segundo,
te habla Segundo Noruega. No pude asistir a la terapia, te ruego disculpas pero
—se había pausado—, falleció mi madre, perdón, falleció mi abuela. Estoy
desesperado.
Martina
estaba parada, tapaba el micrófono del tubo telefónico con la mano izquierda,
observando la quietud de una anciana que pitaba un cigarrillo en el balcón del
departamento vecino, la misma anciana que Segundo había visto pedalear desde
una bicicleta. En esa misma línea recta pero más abajo, estaba el loco,
quietito en el diván. La voz de Segundo sonaba herida, no cabían dudas de que estaba
sufriendo.
—Segundo,
¿cómo estás? Perdón, ¿cómo preguntarte eso? ¿Dónde estás?
Se oían
bocinazos y el viento soplaba tanto que interfería en la comunicación.
—Estoy
sentado en un banco de plaza Lavalle. Acabo de renunciar en mi trabajo.
— ¿Por
qué no venís? La última terapia está llegando a su fin.
Y ahí
nomás Segundo comenzó a llorisquear, ya no podía contener tanta amargura
contenida:
—Necesito
pensar.
—Tranquilo,
estate ahí que en unos minutos iré por ti. ¿Dónde está situado ese banco?
— ¿Estás
segura?
—Segurísima.
—Frente
a la puerta trasera del teatro Colón, debajo de las ramas de un árbol.
—Bueno,
nos vemos. Te corto, chau.
Muy
desconcertada, colgó sin esperar su despedida. Desde ahí se fue hasta el
balcón, pasando primero por el diván y notando que el loco tenía los ojos
cerrados, como si durmiera. Apoyó la cadera en la baranda del balcón cual
boxeador recurriendo a las cuerdas de un ring, golpeado por su presente, y se
atragantó con saliva al ver que el loco retomaba su posición de un salto para
escarbarse los orificios de la nariz. Como si eso fuera poco, estaba expulsando
gases potencialmente sonoros, o pedos, que es lo mismo. Era la primera vez que
Martina se daba por vencida desde que ejercía la profesión.