Las ajugas de
un histórico reloj, que frente a Plaza de Mayo orientaba al Cabildo y a la Catedral , retrocedían horas,
minutos y segundos, fraccionados y esparcidos en el tiempo: batallas campales
en la calles y avenidas eran sucedidas por un presidente que huía en
helicóptero; el tiempo retrocedía alocadamente, soplando ráfagas de vapor: un
mandatario sucedía a otro y la democracia sonreía desvelada, pero la inflación
arrasaba con varias góndolas de supermercados y los argentinos enloquecían,
queriendo destruirlo todo; la historia seguía andando y un equipo de la
selección nacional de fútbol se coronaba desde el balcón de la casa de gobierno,
derrochando talento ante un pueblo injustamente condenado a la frustración;
miles y miles de compatriotas celebraban victoriosos la declaración militar de
una guerra despareja, además de cruenta e injusta como toda guerra, y el reloj
seguía marcando surcos en la esfera de metal, emanando humo gris, es que el
pasado conquistaba espacio en el tiempo y muchos historiadores narraban sus
obras, sepultando historias que luego acontecerían: cabezas cubiertas con
pañuelos blancos rogaban justicia frente a una pirámide de la plaza que todo lo
archivaba, impotente y dolorosa; y más allá en el tiempo, unos cínicos
proyectaban la desaparición de miles de jóvenes; moría el general Perón y la
tristeza deambulaba por las calles de luto, en una las cuales, Antonio Noruega,
vendía automóviles de alta gama. Era propietario, en la Ciudad de Buenos Aires,
de una concesionaria sobre la Avenida Del Libertador. Se llamaba “Torino”. Sus
amplios ventanales con vista a la avenida promocionaban a diario los coches
importados que embarcaba desde diferentes latitudes, sobre todo de Europa, pero
la gran estrella era el Torino, automóvil nacional por excelencia que solía
exhibir de diferentes colores: blancos, negros, marrones y hasta amarillos. Era
la marca con la que competía en los autódromos. Desde la vereda podía
apreciarse a varios astutos vendedores con trajes de alta costura y vistosas corbatas
que llevaban impresas el logo de la empresa, eran tan buenos vendedores que sus
corbatas se movían como péndulos de relojes a cuerdas. Muchos peatones solían
quedar cautivos del otro lado de las vidrieras, era casi imposible no detenerse
para deleitarse con esas maquinarias, aunque sea para desearlas. Hasta decían
que esas vidrieras habían sido las causantes de dos trágicos accidentes acontecidos
en las inmediaciones de la avenida. En fin, los negocios de Antonio Noruega
tenían que estar a la altura de las circunstancias y vaya que lo estaban.
Además de famoso era campeón.
Esa mañana
primaveral, después de dos semanas de haber logrado su primera coronación,
Antonio analizaba los reportes financieros que su contador dejaba en el
escritorio de su despacho al menos una vez a la semana. Las finanzas arrojaban
saldos favorables, casi no tenía pasivos, es decir, sus deudas estaban bajo
mínimo. Los balances balanceaban: más activos que pasivos. No había nada de qué
preocuparse con semejante gestión pero Antonio era muy obsesivo con los
resultados de sus negocios, tanto que se la pasaba sacando estadísticas de
todas las ventas que no prosperaban durante los últimos trimestres, y las
justificaba.
Ya había
tomado asiento en el sofá, frente a una máquina de escribir que nunca había
estrenado pero que ahí estaba, firme, esperando ser usada. Escuchaba “The
Beatles”, su banda musical preferida. Sonaba la canción “Maxwells Silver
Hammer”. Antonio solía pasar largas horas en el sofá de su despacho, sitio
desde donde también ojeaba los periódicos. Curiosamente no leía revistas
deportivas y hasta apartaba del diario todo suplemento que trataba asuntos
deportivos. Es que perseguía olvidarse de los coches en esos contados minutos
en que podía hacerlo.
Un reloj que
estaba colgado en la pared marcaba las nueve y media, horario de la mañana en
que su secretaria frecuentaba su despacho para saludarlo y hacer la entrega de
las correspondencias. En esta ocasión sostenía un paquete lo suficientemente
grande como para contener un par de zapatos:
—Buen día,
señor, han dejado esta encomienda.
—Puede dejarla
en mi escritorio, gracias —le ordenaba Antonio sutilmente, sin despegar la
mirada de los reportes.
La secretaria
no hizo otra cosa más que obedecer, de eso se trataba su oficio, ser eficiente
y acatar aunque Antonio no fuese un jefe estricto ni mucho menos un patriarca. Era
una cuarentona que Antonio había contratado por ser una madre soltera, no tenía
buenas calificaciones pero era muy simpática y valiente. Él solía rechazar
aspirantes para puestos en sus negocios que fracasaban en sus matrimonios,
injusta manera de pensar pero era muy conservador en lo concerniente a las
relaciones conyugales.
Justo en el
momento en que Antonio tomaba un periódico y leía las declaraciones del
ministro de economía de turno —se estudiaba la posibilidad de aumentar el
mínimo no imponible en el Impuesto a las Ganancias—, el teléfono comenzaba a
timbrar. Tuvo que pararse porque el artefacto estaba instalado en el
escritorio, al lado de un fichero y a unos cuatro metros del sofá. Al llegar, descolgó
el tubo pero no alcanzó a saludar, una voz ronca se estaba anticipando,
diciéndole:
—Te dejamos un
regalito. ¿Gustó?
— ¿Un regalo,
con quién quiere hablar?
— ¿Con quién
quiero hablar? Con el mismísimo Antonio Noruega.
— ¿Perdón?
Antonio se
rascaba la cintura mientras se sentaba en la silla del escritorio.
—Quiero hablar
con vos, piloto de doble vida.
Esa voz
socarrona lo estaba irritando, de hecho se le estaba hinchando una vena de la
frente:
— ¿Quién
carajo sos?
—El sapo
—suspiraba—, tendrás el gusto de conocerme cuando abras esa encomienda que te
envié.
Encima la voz
misteriosa desataba una carcajada, por cierto muy delirante. Como primera
reacción, Antonio echó los ojos al paquete, situado entre sus brazos, a poca
distancia de su pecho.
—Cuidate,
tontito —se le ponía más ronca la voz al anónimo—, será mejor que vuelques tu
energía en las carreras y dejes de perder el tiempo con los otros negocios. No
seas pelotudo, pensá en tu familia.
Y ¡plac!, la
misteriosa voz del teléfono se esfumaba con el sonido de una colgada abrupta.
Antonio estaba desconcertado y se desconcertaba cada vez más. Lo habían llamado
por su nombre y apellido. Colgó el tubo y se apresuró en abrir el paquete. Estaba
sellado y forrado con un papel de color marrón. Después rompió el envoltorio,
con velocidad, e inmediatamente separó las pestañas para vociferar:
— ¿Qué
demonios es esto?
Había un sapo
muerto, camuflado entre pompas de algodón y varios pétalos de rosa china. Olía
a putrefacción, quizá las rosas eran para eso, para evitar que los empleados de
los servicios de encomienda sospecharan de su contenido ante tanto olor
nauseabundo. Por la boca del anfibio, de ojos saltones y piel verrugosa,
asomaba una tanza, amarillenta, con una curiosa terminación en un anillo de
plata. Antonio no podía creer lo que sus ojos veían. Una encomienda con un sapo
muerto y una llamada telefónica precisa, como si alguien hubiera estado
aguardando el momento justo en que ese paquete recayera en sus manos para
amenazarlo. Se estaba persiguiendo demasiado, de hecho miraba la ventana
enrejada que comunicaba con el patio: nada ni nadie parecía ocuparlo, excepto
la planta de kakis que solía podar con sus manos.
La secretaria
había oído su declaración maltrecha, fue por eso que asomaba la cabeza desde la
puerta:
—Señor, ¿lo
puedo ayudar en algo?
Antonio tenía
taquicardias, pero la sorpresiva reaparición de su secretaria casi lo infarta:
—Claro, cierre
la puerta por favor.
—Como usted diga,
señor —obedecía, cerrándola.
Antonio estaba
solo, o en su despacho con un sapo muerto y John Lennon entonando una canción.
Cuánta confusión acogía ese despacho. La intriga multiplicaba su ansiedad.
Comenzó a tironear del anillo hasta extraer un papel plastificado, algo así
como una hoja doblada, sumamente extraña. No demoró en perforarlo con las uñas
y alisarlo porque ese papel, efectivamente, estaba doblado, hasta tomar
conocimiento que decía:
Antonio
Noruega:
Soy el sapo, el
anfibio que todo lo devora de un lengüetazo. Por el momento, sólo me alimento con
insectos pero, si te seguís portando mal, alternaré mis almuerzos por los pezones
de tu mujer o los ojos de tu bebé. Valorá tu familia y abandoná los negocios
del polvo mágico, ¡no son para vos!
P.d.: te estoy llamando…
¿Te estoy
llamando?, se cuestionaba pasmado. Lo habían llamado por teléfono. Furioso pero
muy aterrado, golpeó el sapo con un puñetazo. Para males, el teléfono sonaba
otra vez. Una, dos y hasta tres veces ya había sonado. Se decidió a atenderlo
con varios nudos en la garganta:
— ¿Qué mierda
querés, por qué no das la cara?
— ¿Amor, estás
bien? ¿Qué pasa?
Era Constanza,
su mujer. ¿Cómo explicarle que había sido amenazado? Eso mismo pensó en una
milésima de segundo, pero algo tenía que decirle:
—Cariño,
discúlpame, estaba repitiendo una historia que acabo de oír en la radio. ¿Cómo
estás? —balbuceaba—. ¿Segundito?
— ¿Te sentís
bien? Estoy preocupada, últimamente vengo percibiendo ciertas actitudes tuyas
que me preocupan demasiado —se había pausado—. Te llamaba para comentarte que
nuestro bebé ha comenzado a mirar los dibujitos de la tevé. ¿Por qué no venís un
rato?
—Ya estoy
partiendo, princesa. Prepará unos matecitos que en veinte minutos andaré por
ahí.
Por más que lo
fingiera, Antonio no podía sacarse de la cabeza a ese sapo muerto que seguía
posando frente a sus ojos. Encima la socarrona voz del agresor le seguía revolviendo
las tripas.
—Entonces te
esperamos —se alegraba ella—. ¡Te amo! ¿Seguro que estás bien?
—También te
amo y no te preocupes que estoy más que bien. Un beso.
Antonio había
colgado el teléfono y el sapo muerto seguía intacto. Estaba aterrado, su
corazón latía más de la cuenta. Sin asco, agarró el anfibio por sus patas y lo
envolvió con tres páginas de periódico que tenía archivadas en el cajón del
escritorio. Después lo desechó en un cesto. Nada podía hacer, la voz socarrona
lo había atormentado.