¿Dónde estás que no te puedo encontrar?, preguntaba
Martina al meterse en una casa.
La casa era lúgubre, estaba abandonada, y ella se
adentraba con lentitud por unas baldosas rotas y desparejas. Cada paso era un
sonido diferente que movilizaba más insectos tales como hormigas y cucarachas.
Estaba explorando una casona deshabitada, iluminada por antorchas instaladas en
todos los rincones de los ambientes desolados. La naturaleza recuperaba
pertenencias y desquebrajaba paredes de barro, suelos de cemento y techos de
chapa. Se acercaba la medianoche de una jornada cálida y agradable. Ella
buscaba a alguien, entre las sombras de la luna menguante y un misterio
apabullante. Penetraba un pasillo, de algo así como dos metros de ancho, y
advirtió que había una puerta chueca, toda desquebrajada. Respiró hondo, como
si el aire polvoriento pudiera inyectarle coraje en las venas, y avanzó hacia
esa puerta. Del otro lado había una habitación, que más que una habitación
parecía un mamarracho porque no tenía techo y la pared más lejana estaba
derrumbada, pero ella siguió pisoteando esos suelos maltrechos hasta tropezarse
con un hormiguero. Una sombra desdibujada y deformada por la luz de la luna se
formaba en esas paredes desfiguradas y prácticamente atadas con un hilo,
proyectando la curiosa presencia de un bulto, algo similar a una sábana con
algo en su interior que resguardaba. Ese bulto temblaba, al mismo tiempo el
cielo se cubría de nubarrones. Los relámpagos pintaban latigazos en todas las
paredes y las hacían vibrar. El viento manso era ahora enérgico, rebelde,
inquieto, y soplaba furioso, penetrando una cortina despedazada que estaba
colgada de una rama. La rama se cruzaba por uno de los extremos de lo que antes
era un techo. El techo ya no existía, a lo sumo era el cielo. Los relámpagos
rugían con bravura como tigres al acecho.
— ¿Quién sos? —Le indagaba precavida, cruzándose de
brazos, quizá protegiendo su alma de los espantos.
Pero el misterio se multiplicaba con ese bulto que
no paraba de latir cual corazón que se rompe, con un silencio imperturbable. Se
oían sonidos de insectos y algunos relinches que el viento salvaje soplaba
desde el exterior.
— ¿Cómo te llamás? —insistía, empecinándose.
Las respuestas eran nulas. Ella ya estaba parada a
medio metro del bulto moviente. Se tapaba la boca con las manos y las regresaba
al pecho. Estaba temerosa. Miró hacia atrás y retrocedió unos metros en busca
de una antorcha. La lluvia estaba apagándolas, había comenzado a llover
torrencialmente. Sin embargo halló una a salvo dentro de lo que antes parecía
conformar un baño. Tomó la antorcha por su mango y regresó, a la habitación, a
la habitación donde estaba el bulto misterioso, iluminando lo desconocido,
dándole forma a sus enigmas momentáneos. Estaba tomando conocimiento de que una
manta blanca cubría una materia con apariencia animal. La manta presentaba
algunos retazos negros. Inhaló aire como pudo, con el flequillo mojado y la
ropa empapada, y extendió el brazo izquierdo pero al tocarlo:
— ¿Dónde están mis papis, dónde? —La sorprendía un
nene, de no más de nueve años, echando a un lado la manta que lo cubría.
El nene alzaba los brazos con un desconcierto
tenebroso. Martina también levantaba los brazos pero ya no podía hablar, tenía
la lengua trabada por esos nervios que le bloqueaban el habla. Y repentinamente
se vio envuelta entre frazadas, pero de su cama, una pesadilla había carcomido
sus sueños aquella noche posterior al parto de su hermana. El reloj despertador
marcaba las tres en punto de la madrugada. Suspiraba, toda sudada, con la nuca
apoyada en la almohada. Miraba el techo como si quisiera convencerse de que
estaba despierta. El cielo que podía verse desde la ventana estaba despejado.
No se oían sonidos de insectos ni relinches más allá de los ladridos de un
perro que en ese momento se manifestaba desde una casa lindera. Cerraba los
ojos pero se le reabrían. Resignada con su desvelo, tomó un cuaderno de
apuntes, que estaba apoyado en la mesita de luz, y comenzó a narrar su mal
sueño como si estuviera psicoanalizándose: alguien estaba presente hasta en sus
sueños, o pesadillas.