Segundo había
sido expulsado del hospital. Los tenebrosos mensajes de Florencio lo habían
echado, porque él los interpretaba así, como oscuras palabras de un pasado
sombrío. Estaba muy confundido. Era tarde y ya no quería regresar a su
departamento, por lo que decidió pasar por un kiosco y caminar unas seis
cuadras para intentar descansar en el banco de una plaza, en pleno corazón del
barrio Recoleta. Desde ese banco bebía una petaca de vodka que había comprado
en el kiosco, pero había un linyera cargoso que lo molestaba desde un banco
contiguo. Eso lo ahuyentó. No quería pisar su casa, entonces se dejó avasallar
por esas calles hasta terminar situado en lo que antes era la concesionaria de
su padre, en frente de otra plaza, posiblemente guiado por sus fantasmas. Estar
parado en la vereda de esa casona le abría las heridas. Con las piernas
cansadas, cruzó la avenida y tomó asiento en el banco de otra plaza para, desde
ahí, poder observar esa casona abandonada que tanto lo vulneraba. Eran contados
los vehículos que circulaban por la avenida, los que lo hacían parecían querer
rendirle un homenaje a la carrera deportiva de su padre: pasaban tan rápido que
casi no se los veía. La puerta de acceso a la casona, una enorme puerta de
madera de tres o cuatro metros de alto, estaba cerrada con un candado. Lo podía
vislumbrar a la distancia porque el candado brillaba cada vez que algún coche
le apuntaba los faroles al meterse en la avenida por las calles laterales de la
plaza. Los ventanales —que en el pasado relucían tanta magia sobre cuatro
ruedas— estaban encarcelados por bloques de chapas, empapeladas con mensajes
publicitarios de modernos coches importados. El tiempo parecía una paradoja
bromista mientras el Torino llorisqueaba sus penas, rogando dignidad entre
tanto polvo y oscuridad. Segundo divagaba con la presencia de su padre, como si
pudiera verlo entre la nada, o entre las chapas. Se lo imaginaba inspeccionando
los coches que en el pasado estaban a la venta, como si las chapas fuesen el
límite temporal entre el pasado y su presente, y el alcohol seguía fluyendo por
sus venas, acelerando los latidos de su corazón maltratado. Los recuerdos
renacían y esa casona no hacía otra cosa más que proyectarlos, cual pantalla de
cine, tanto era así que estaba recordando campañas publicitarias en las que su
padre había participado para las cadenas de la televisión, aprovechando su fama
para incentivar el uso de los cinturones de seguridad:
Mi
nombre es Antonio Noruega. Soy un apasionado por los automóviles y las carreras
de alta competición. Además de mi vida valoro la de mi familia y de todos
aquellos que me rodean. Por eso, cuando conduzco un automóvil, ajusto el
cinturón y protejo la vida de todos.
¡Apueste
a la vida, use el cinturón de seguridad!
Ya eran las tres de la madrugada, de una noche
hostil, extraña, represora de recuerdos. Muchas preguntas y pocas respuestas de
un pasado que renacía como nunca. Segundo no se movía del banco de la plaza,
con la espalda apoyada en su respaldo de madera, de alguna manera necesitaba
sentirse cerca de su familia desaparecida. Esa concesionaria abandonada lo
auxiliaba. A pocos metros de ese banco había un muchacho, usaba varios cartones
como si fuera una frazada. Esporádicamente empinaba una botella plástica que
parecía contener cerveza. No molestaba. Segundo no quería regresar a su casa.
Poco a poco fue cerrando los ojos, o se le fueron cerrando, que no es lo mismo.
Su resaca avanzaba y él dormitaba, triste y solitario en ese banco de la plaza.
Seis horas después de que Segundo cerrara los ojos
y se durmiera bajo los efectos del vodka, los transeúntes —de la furiosa ciudad
que nunca dormía— dirigían sus pasos por las veredas. Iban a las oficinas y los
comercios, pero Segundo apenas le quitaba los ojos de encima a la concesionaria
abandonada. Su resaca aceleraba una acidez estomacal que enardecía. Le ardían
todos los órganos, sobre todo el estómago. Tenía un aliento tan maloliente y
pastoso que hasta podía derretir las caries de sus muelas. Un pichón de pájaro
entonaba las primeras melodías desde la copa de un árbol, el mismo que lo
cubría con una sombra, y el muchacho que había dormido encartonado ya no
estaba, ni rastros había dejado. Segundo estiraba las piernas, siempre sentado
en ese banco, con un dolor en la cintura lo suficientemente molesto como para
impedir que se parase, pero se paró porque el hospital seguía arraigado en sus
pensamientos: Florencio Restrepo y alguien llamado Francisco Reina que apenas
había pronunciado. Era un día laborable, a Segundo no le importaba, lo único
que le interesaba era regresar de inmediato al hospital. Necesitaba entablar
otro diálogo con ese tal Florencio.
Tras quince minutos de ardua caminata, arribaba a
las puertas corredizas del hospital. El mismo empleado, que horas antes había
negado su acceso, bostezaba del otro lado del mostrador. Estaba tecleando una
computadora. Cinco ancianas estaban sentadas en la sala de espera. Segundo dudaba,
y en esas condiciones se acercaba al mostrador, hasta poner los codos por
encima de la barra y presentarse:
—Buen día. ¿Cómo estás? Mi tío está internado en
la habitación 112. Anoche me dijiste que podía visitarlo a partir de las siete.
Bueno, acá estoy, dispuesto a ingresar, ¿o alguna norma aún lo impide?
—ironizaba, frotándose la oreja izquierda con la uña de la mano derecha.
El empleado observaba su desfachatez y,
boquiabierto, le decía:
—Claro que lo recuerdo, no hay problema. Usted
puede visitarlo porque el horario de visita acaba de comenzar.
— ¿Entonces?
—Entonces confirmaré la internación de su tío.
¿Trajo el D.N.I.?
—Documento y todo. Déjeme pasar que estoy cansado.
Movía el mouse de la computadora por encima de una
plancha de plástico toda verdosa. Daba la sensación de que estaba confirmando
la internación pero repentinamente sus párpados comenzaban a generar tics
nerviosos, y se sonrojaba.
— ¿A quién quiere visitar? —tartamudeaba.
—A Restrepo, Florencio Restrepo. Es mi tío y está
internado en la habitación ciento doce.
—Veamos… Florencio —deletreaba—, Restepo…
—Restrepo, como trepar.
—Restrepo, Restrepo. ¿Habitación ciento doce? Es
que… —se había pausado con una cara de asombro fenomenal.
La información que monitoreaba la pantalla del
ordenador aparentaba causarle algún que otro disgusto.
— ¿Qué pasa ahora? —preguntaba Segundo.
—No lo tome a mal pero necesito chequear el
reporte del paciente que usted quiere visitar. Tome asiento, ya regreso.
El buen hombre se había agitado y le esquivaba la
mirada, nervioso quizás. Agilizaba las piernas en dirección a una puerta blanca.
Estaba señalizada con un letrero que anunciaba servicios de información. Segundo
se dirigía a una de las sillas para sentarse. Su espera se convertía en veneno.
El desconcierto era absoluto. Sus sospechas se potenciaban con el correr de los
segundos y ese empleado que nunca regresaba. Corrió la mirada y vio a una
anciana, estaba postrada en una silla de ruedas y era arrastrada por un señor
delgado, pero el empleado irrumpía en su espera invitándolo con las manos a
arrimarse nuevamente al mostrador:
—Sepa disculpar la demora pero tengo que
informarle una mala noticia —le dijo con seriedad.
— ¿Una noticia? ¿Qué pasa en este hospital, acaso
han enloquecido?
—Cálmese, por favor. Lo que tengo que decirle es
que… —se pausaba nuevamente.
— ¿Qué… mi tío se fue a otro hospital porque la
cama no le gustaba?
—Florencio Restrepo, su tío, ha fallecido por la
madrugada. ¡Mi más sentido pésame!
Parecía mentira pero Segundo sentía desamparo, se estaba
angustiando, como si realmente hubiera perdido a un familiar:
— ¿Cómo que falleció? Usted está equivocado.
—Lo siento mucho. Tanto la base de datos como el
servicio de información han confirmado su deceso. Reitero mis disculpas, anoche
no pude dejarlo ingresar y me hubiera gustado que al menos…
Otra vez se había pausado. Segundo continuaba
pasmado, parado frente al mostrador y su cara de lástima, languideciendo,
frustrado, con muchas ansias de explorar ese pasado que presentía desconocer
pero que necesitaba reconstruir. A pesar de todo, la cara pálida del empleado
lo apenaba demasiado:
—No te hagas problema, cumpliste tu trabajo y te
respeto. Ahora necesito estar solo. Muchas gracias —exteriorizaba por lo bajo y
se apartaba del mostrador.
Muy desanimado, con las piernas cansadas y una
resaca que aún le pesaba, se fue retirando del hospital con las manos entrelazadas
por detrás de la cintura. Ya había atravesado las puertas corredizas y sus pies
estaban detenidos en la vereda, a pasos de la avenida Pueyrredón. El semáforo
estaba de verde y los coches pasaban a gran velocidad. Las puertas corredizas
del hospital desdibujaban la imagen del impotente empleado que observaba su
retiro y se lamentaba, con lágrimas en las pupilas.