Como una estaca
de carpa, Segundo estaba detenido en la vereda de su edificio. Inclinaba el
dedo pulgar en el sentido de la calle, hacia la derecha, esperando que un coche
taxi viniera por él para trasladarlo rápidamente al hospital. Ir por su coche
estacionado en una playa subterránea —a tres cuadras de su departamento—
implicaba una pérdida de tiempo que su ansiedad no toleraría. Se había puesto
un jean azulado y una campera con capucha color verde oliva. Calzaba las mismas
zapatillas blancas que solía usar para trotar en los bosques de Palermo. Su
espera habrá demorado tan sólo un minuto porque un coche taxi que recorría la
calle se arrimaba al cordón de la vereda para recogerlo.
—Buenas
noches: Avenida Pueyrredón y Juncal, por favor —le ordenaba Segundo apresurado
mientras daba el portazo.
Se había
sentado en el lado derecho del asiento trasero. El taxista lo miraba por el
espejito retrovisor, era un cincuentón que tenía una barba candado y estaba
algo desalineado con su cabello canoso mal tijereteado. No tardó en encajar el
primer cambio y pisar el acelerador para marchar. El trayecto era relativamente
corto, no más de ocho cuadras pero Segundo estaba tan ansioso que no podía
caminarlo.
— ¿Puedo
fumar? —le preguntó él para calmar los nervios.
—Frente a tu
rodilla posa la prohibición.
Un cartel
colgaba del asiento de acompañante, estaba echado hacia atrás como para que
nadie pudiera escogerlo. El cartel era una hoja plastificada y escrita con
tinta negra de impresora que decía: “Se agradece No Fumar”.
— ¿No fuma,
cierto?
—Por supuesto
que no, pero respeto a los pasajeros que detestan el tabaco.
—Está bien.
Será mejor guardarlo y fumar un poco de ansiedad —murmuraba mientras regresaba
el cigarrillo a la caja acartonada.
El taxista lo
seguía observando a través el espejito retrovisor. Cada vez que Segundo
levantaba la mirada, él la desviaba en dirección al volante. En ese ínterin,
intentaba adelantarlos un vehículo que casi lo choca. La reacción del taxista fue
tan inmediata que de un volantazo terminaron pegados al cordón de la vereda:
—Tenía que ser
mujer. ¿Viste lo que hizo? —preguntaba agitado con las manos al volante.
—Es una
bestia. Si la viera Antonio Noruega le quitaría el registro de conducir.
—Ese sí que
era un grande —maniobraba para posicionarse en la cinta asfáltica—, tenía las
pelotas bien puestas.
—Me hubiera
encantado conocerlo pero un pibe cuando falleció.
— ¿Cuántos
años tenés?
—Veinticinco.
—Y sí, eras un
pendejo cuando chocó en una curva de la ruta cinco, cerca de Santa Rosa. Creo
que su esposa también falleció.
Segundo lo
escuchaba con atención, con los ojos lagrimosos:
—Pobre, mi
viejo…
—No entiendo.
— ¿Qué cosa no
entendés?
—Claro,
dijiste: pobre, mi viejo…
— ¿Dije eso?
Em… ah, sí —dudaba con todos los nervios a cuestas—, estaba recordando aquella
famosa canción.
El taxista guardaba
silencio, como si su cerebro procesara información incompatible con las
funciones de sus órganos vitales, pero encendió la radio y después apoyó su
codo izquierdo en el marco de la ventanilla: la llevaba baja. Por momentos cerraba
los ojos, o se le cerraban porque lucía agotado. En esos momentos, detenía el
coche para respetar un semáforo que estaba de rojo. Segundo recordaba a sus
padres y desviaba la mirada hacia la ventanilla que tenía a su derecha: unos
cartoneros escarbaban unas bolsas con residuos. Estaba perdido en el tiempo,
también en el espacio, padeciendo los primeros efectos de resaca por ese whisky
barato que había consumido en su departamento, pero estaba buscando a Florencio
Restrepo y eso lo animaba a preguntar:
— ¿Alguna vez
buscaste a alguien que no conocés?
— ¡Qué
pregunta! —no vaciló en responder—. Y mirá, conocí a mi padre cuando cumplí los
veinte. Posiblemente te preguntes: ¿qué carajo está diciendo este loco?, pero
bueno, mi búsqueda no fue una locura porque mi viejo me abandonó cuando tan
sólo era una criatura.
— ¿Cómo lo
hallaste?
—Con el
corazón. Es lo único que puede ayudarte a seguir adelante. Me llevó tres largos
años hallarlo pero un glorioso treinta de diciembre lo encontré. ¿Cómo olvidar
esa mañana, cómo olvidar su reacción? Fue mágico. Recuerdo que mi viejo
baldeaba una vereda como si persiguiera borrar las huellas de una gran
barbarie. Cuando le dije: ¡papá, soy tu hijo!, mi viejo alternó el color de su
piel como una iguana cambia el color de su cuero. ¡Qué cálido abrazo me dio!
Aún calienta mi cuerpo. No podía soltarme ni tampoco quería hacerlo.
—Cuánto me
alegra que haya conocido a su padre.
— ¿Tu viejo
está ahí?
Estaba reduciendo
la velocidad porque se acercaban a las puertas del hospital.
— ¿Mi viejo?
No, claro que no, pero sí alguien que dice ser su amigo.
—Son cinco
pesos, pibe.
El coche taxi
estaba en marcha pero parado en el estacionamiento que, sobre la calle Juncal,
el hospital Alemán reservaba para el ingreso y egreso de las ambulancias.
Segundo chequeó el taxímetro y pagó con un billete de cinco. Después despidió
al taxista con una palmada en su hombro derecho. Ya había bajado del coche y
las puertas corredizas del hospital se abrían ante la llegada de algunos
visitantes nocturnos entre los cuales, él, ocupaba un lugar especial.
Tan sólo tenía
que adentrarse en el hospital en busca de la habitación 112. Pero, ¿cómo
hacerlo? Eso mismo se cuestionaba Segundo, parado en la vereda a unos cinco
metros de las puertas. Y ahí nomás se largó a caminar, acelerando los pasos a
medida que se aproximaba. Las puertas se corrían sin que nadie tuviera que
empujarlas, es decir, se abrían solas a medida que las traspasaba, hasta que
las traspasó y advirtió la presencia de dos enfermeras que caminaban por un
pasillo con continuación en otro pasaje. Había en anciano sentado —o postrado—
en una silla de ruedas con un poco de baba en los labios. Metros atrás, una
señora leía despreocupadamente un periódico, sentada en una de las sillas de
espera. No se veía a ningún empleado detrás del mostrador de atención al
cliente. Un televisor fijado en la pared pronosticaba el clima del día venidero
pero Segundo no le prestaba atención. Su reloj pulsera marcaba las dos.
—Buenas
noches. ¿Lo puedo ayudar? —lo sorprendía un empleado, aparecido como por arte
de magia en el mostrador de atenciones.
—Sí, por
favor. Soy familiar del paciente que está internado en la habitación ciento
doce. ¿Cómo hago para visitarlo?
—Lamento
informarle que el horario de visita sólo se extiende hasta las diez.
Segundo estaba
alternando los gestos de su cara, ahora expulsaba una decepción tan perceptible
que el empleado dilucidaba cual ruego.
— ¡Necesito
ver a mi tío!, —se exaltaba Segundo—. No puede ser, he viajado más de mil
kilómetros para que ahora usted me venga a decir que no puedo verlo. ¿Podría
hacer una excepción?
—Lo siento,
señor. No depende de mí, son reglamentos del establecimiento que debemos hacer
respetar.
—Yo se lo
permitiría si estuviera en su lugar.
—Pero no lo
está. ¿Por qué no pasa en unas horas? A partir de las siete podrá hacerlo con
total normalidad.
Desde una
puerta no tan lejana, un empleado de seguridad lo oía todo. Los gritos de
Segundo habían acaparado su atención, y él lo sabía, sólo que simulaba no haber
detectado su presencia guardiana:
—Está bien
—asentía Segundo con la cabeza—. Usted hace su trabajo y yo no quiero
perjudicarlo. De todas formas quiero darle las gracias.
Fingiendo un
agradecimiento inexistente, Segundo iniciaba su frustrado retorno a las veredas
de la calle, pero repentinamente irrumpía en su solitario regreso un señor alzando
a un niño desvanecido. Corría desesperado por el pasillo. El niño presentaba un
corte en la pierna derecha, estaba ensangrentado, tanto era así que en el piso
se estaba formando un hilo rojizo y recto que se extendía desde la puerta
corrediza de la calle. Parecía un coche dejando su huella de aceite sobre el
asfalto. Tanto el custodio como el empleado hospitalario se le acercaban para
auxiliarlo. Segundo se hacía a un lado en dirección a una pared, apoyando la
espalda en lo que en realidad era una puerta. La puerta estaba entornada, eso
lo motivó a usar la espalda para empujarla y explorar lo que parecía conformar
un pasillo alterno. Nadie circulaba por ese pasillo, la iluminación escaseaba.
El pasillo tenía terminación en una puerta. Segundo no podía quedarse ahí
parado, sabía que los empleados podían detectarlo, entonces caminó bien pegado
a las paredes hasta llegar a esa puerta y empujarla bien despacio porque no
tenía manija. Abierta la puerta, asomó la cabeza y constató que se trataba de
una habitación deshabitada, tan sólo contaba con una camilla y un aparato lleno
de cables con unas prensas apoyadas en una silla de plástico. Por detrás había
una puerta, y hacia ella fue, sin detenerse. No se veía nada, estaba entrando
en otra habitación invadida por la oscuridad y unas fragancias que poco a poco
le penetraban las fosas nasales. Olían a perfume de mujer. Sin saber qué hacer,
sacó un encendedor del bolsillo del pantalón y comenzó a iluminar la habitación
fantasmal con una tímida llama que por momentos se extinguía pero que su dedo
pulgar lograba avivar una y otra vez. Había un cuadro colgado en la pared con
la imagen del doctor René Favaloro. Quiso acercarse al cuadro y tropezó con un
bulto, sin saberlo había tropezado con una silla. Ahora rendía sus rodillas en
el suelo. El piso estaba frío. Con apenas un machucón, se incorporó y retomó la
exploración, hallando una perilla eléctrica que, con la ayuda de sus dedos,
logró derrotar la adversidad de la oscuridad. Todo parecía indicar que se
trataba de un vestuario: había delantales colgados y apilados dentro de un
perchero, también algunas camperas y más debajo unos zapatos con tacos. No
lograba tranquilizarse, unas voces femeninas se oían con mayor intensidad. Esa
situación le inyectaba adrenalina en todo el cuerpo, a esa altura pre-dispuesto
a lo que fuera con tal de conocer al misterioso Florencio Restrepo.
—Qué viejo
baboso, se la pasa mirando mis tetas —renegaba una treintañera, acomodándose los
pechos en el sensual escote que los sujetaba.
—Será mejor
que se dedique a practicar mejores cirugías antes de que lo apresen. ¿Sabías
que se comió un juicio por mala praxis? —comentaba su acompañante que no
superaba los treinta.
—No me
extrañaría, ese viejo baboso está perdiendo el pulso de tanta paja.
Eran dos
enfermeras, muy bonitas por cierto, que colgaban sus delantales en uno de los
percheros. Segundo podía vislumbrarlas por la abertura que conformaban unas
camperas, escondido en otro perchero. Contenía la respiración. Un mosquito le
picaba la frente de la cara pero no podía ahuyentarlo, temía que escucharan el
manotazo, y ellas sonreían, compartiendo complicidad hasta tomar unas camperas
y retomar la conversación:
—Qué raro que
hayan dejado la luz encendida.
—A veces sucede
hasta en las mejores familias. ¿Qué pacientes te tocan? —preguntaba la
enfermera que había criticado al cirujano.
—Los del
segundo piso, desde la habitación ciento uno hasta la ciento doce.
Y ahí nomás se
retiraron del vestuario, apagando antes la luz. Otra vez, Segundo se había
quedado inmerso en la oscuridad pero ahora conocía la ubicación de su próximo
paradero. Abandonó el escondite, volvió a encender las luces y se empilchó con
un delantal celeste que estaba colgado en el perchero. Necesitaba marchar en
busca del segundo piso antes de que otras enfermeras lo tomaran por sorpresa.
Salió por la
misma puerta por dónde ellas acababan de egresar. Estaba adentrándose en otro
pasillo pero había un ascensor que, en esos instantes, abría las puertas. Del
habitáculo de ese elevador salía un muchacho. Daba la impresión de que se
trataba de un encargado de los servicios de limpieza: sostenía un balde y
vestía un atuendo de dos piezas, todo azulado. Segundo lo saludó y aprovechó la
ocasión para meterse en el habitáculo del ascensor, presionando de inmediato la
tecla que lo conducía al segundo piso:
Primer piso: los fantasmas del pasado invadían su mente.
Segundo piso: Florencio Restrepo y la habitación 112.
Ya estaba
situado en el segundo piso, en otro pasillo que medía no más de cinco metros de
ancho y parecía terminar en una escalera de emergencias. Frente a la puerta del
ascensor estaba la habitación 101, otras tantas puertas de similares
características le sucedían hasta la terminación del pasillo. Según lo dicho por
las enfermeras, la habitación 112 sería la última del piso, por lo que sólo
restaba caminar hasta el final del pasillo para meterse en la habitación, en lo
posible, pasando por desapercibido. No había presencia humana a su alrededor.
Algunos metros adelante, podía verse una camilla bien próxima a la pared y
cuatro sillas de espera. La ansiedad hacía más pesados cada uno de sus pasos
hasta que, una mano, bien pesada y caliente como un pan, lo sorprendía desde
atrás al caer sobre su hombro izquierdo:
— ¿Doctor
Hercobins? —le preguntaba un desconocido.
Era un señor
calvo, con un delantal blanco que, por cierto, comenzaba a acelerarle las
pulsaciones.
—Sí, soy yo
—titubeaba al girar—. ¿Usted es…?
—Mucho gusto.
Soy Nicolás, Nicolás Ortega, médico cirujano del hospital militar.
Segundo estaba
exaltado, intentaba normalizar los latidos de un corazón que bombeaba sangre a
presión. El médico le estrechaba la mano, convencido de que estaba saludando a
ese tal Hercobins, o Ercobins, daba lo mismo. No le quedaba otra alternativa,
tenía que saludarlo y para eso le cedió un tímido saludo de manos. El médico no
lo soltaba, lo miraba con admiración, parecía una garrapata.
—El placer es
mío —fingía Segundo—. Me han hablado bien de usted.
— ¿En serio?,
—lo soltaba—, ¿quién?
—El doctor Martínez,
Ricardo Martínez.
— ¿Martínez?
¿No será Gustavo Martínez?
—Pues claro,
el doctor Gustavo. ¡Ando tan olvidadizo! —simulaba su equivocación llevando la
palma a la frente de la cara.
—Pero qué
placer conocerlo, doctor. Me habían informado que visitaría este hospital y
decidí esperarlo para saludarlo. Soy un fiel lector de sus obras científicas.
Segundo no sabía qué decirle,
pensaba en Florencio y miraba los alrededores por si acaso alguien del hospital
llegase a identificarlo:
—Es muy
generoso de su parte.
—Generoso es
usted al dedicarme su tiempo. No quisiera molestarlo pero para mí sería un
honor aprovechar esta ocasión para solicitarle una opinión con respeto a un
tema que ronda en mi cabeza desde hace meses.
—Pregunte sin
miedo —accedía Segundo, rogándole a Dios la sencillez de la pregunta, inminente.
El médico se
comportaba con euforia, le estaba hablando a alguien que en realidad era otra
persona:
— ¿Qué opinión
ha formado con respecto a los últimos avances científicos del Síndrome de Eisenmenger?
¿Síndrome de Eise…?, se preguntaba Segundo sin
deletrear ni siquiera una palabra. El médico irradiaba ansiedad, se
mordía el labio inferior al mismo tiempo que una gota de sudor caía desde su
patilla derecha en dirección a la barbilla. Segundo escarbaba una respuesta y
no la hallaba. No sólo había invadido un hospital sino que además se le estaba
cruzando el admirador de un médico que confundía con su persona, con una
pregunta sumamente compleja y desconocida. De alguna manera tenía que sacarse
de encima a ese hombre y evitar el desprestigio del doctor encubierto. Segundo
pestañeaba cual moscardón abofeteado removiendo sus aletas, pero calibró la
imaginación y le dijo:
—Bueno,
doctor, además de doctor no se olvide que también soy escritor. Le propongo que
lea la obra que publicaré en los días venideros. Como adelanto puedo afirmarle
que tengo algunos avances pero prefiero reservarlos.
Segundo le
sonreía pero el médico reflejaba mayor ansiedad, y seriedad también, como si su
respuesta no lo hubiera satisfecho. Encima no se movía, apenas parpadeaba, su
mirada penetrante era intimidante.
—Sepa
disculpar pero ahora tengo que retirarme —se excusaba Segundo—. Ha sido un
placer conocerlo.
El médico
seguía sin moverse a pesar de la palmada que Segundo acababa de darle en la
yugular. Entonces no lo dudó y dio un giro completo hasta darle la espalda,
inhalando aire como un pescado recién sacado del mar. Caminaba e imaginaba la
mirada del médico incrustada en su espalda. Ya había superado la puerta de la
habitación 107 y restaban cinco puertas para resolver su incógnita más
inmediata. Al llegar se detuvo y echó la mirada hacia atrás: el médico ya había
desaparecido.
La puerta de
la habitación 112 estaba cerrada pero de ella huía un canto arrabalero y a
media voz que, poco antes de que Segundo manoteara la manija de la puerta, se silenció.
Segundo estaba preparado para lo que se viniera. Respiró hondo, después se
persignó y comenzó a empujar la puerta lentamente por si hacían ruido las
bisagras, pero la tensión superaba sus intenciones y se detuvo para
inspeccionar ese ambiente de cuatro paredes y un pasillo desde donde enfocaba
la mirada. A lo lejos podía verse un televisor, estaba fijado en la pared y
emitía imágenes multicolores que no lograba vislumbrar aunque sí se veían los
colores proyectados en la cortina de una ventana porque ninguna luz estaba
encendida. Una botella plástica con aparente agua mineral estaba apoyada en una
silla de madera, toda blanca desde las patas hasta el respaldo. De repente oyó
una respiración entrecortada, agitada, digna de alguien que padecía
insuficiencias respiratorias o problemas asmáticos. Todo parecía indicar que la
habitación 112 estaba siendo ocupada por un paciente con deficiencias
respiratorias. Para males, llegaban voces viriles desde la escalera del pasillo
que incrementaban sus decibeles en señal de proximidad. Segundo tenía que
entrar y cerrar la puerta, no tenía otra opción y lo hizo, caminando casi en
puntas de pie hasta pararse frente a otra puerta a medio cerrar que daba acceso
a un baño. Coraje, se alentaba por lo bajo y seguía avanzando hacia la voz
asmática. Había una cama reclinada, y en esa cama descansaba un sesentón, o
quizá un poco mayor. Una barba desprolija cubría su rostro arrugado, tenía un
suero inyectado en la muñeca izquierda. Lo cubría una manta blanquinegra que
dejaba a la vista una camiseta blanca como las canas que pintaban su cabello.
Segundo se acercaba sigilosamente, hasta apoyar las manos sobre un dispositivo
marcapasos que velaba por su salud. El hombre de la habitación 112 parecía
estar poseído por un sueño profundo que Segundo interrumpió cuando, sin querer,
pateó la base de una plataforma desde donde colgaba el suero.
— ¿Usted quién
es? —le chillaba el viejo, parpadeando a gran velocidad.
—Buenas
noches. Yo soy… yo soy el doctor Hercobins.
Segundo estaba
nervioso, sus gestos y ademanes no lo favorecían pero había esforzado la voz hasta
tal punto de sonar convincente.
— ¿Usted me va
a cuidar? Hay un médico que ya me cuida. Usted es un farsante. Dígame: ¿cómo me
llamo?
—Usted se
llama Florencio Restrepo y haré lo imposible para que su salud evolucione.
Colabore conmigo porque tanto usted como nosotros conformamos un equipo de
trabajo —le respondió con parsimonia para confirmar su identidad.
—No me haga
reír que…
Una toz
asmática había pausado su habla, se le estaban irritando los ojos y ya los
tenía venosos.
—Tranquilo,
respire hondo —le sugería Segundo, inclinándole la cabeza hacia adelante con
las manos.
—Retírese o
llamaré a mi médico de cabecera.
El hombre rozaba
un dispositivo de alarma con la yema del dedo pulgar, como si quisiera jalar el
gatillo de un revólver a la altura de su riñón, y Segundo lo observaba, atento,
cuestionándose si ese señor era Florencio pero el viejo estaba por presionar el
botón, quizá su profunda debilidad postergaba la ejecución.
—No lo haga,
tranquilo —le pedía Segundo, apresurado—. Está bien, le diré la verdad: mi
nombre es Segundo Noruega y estoy acá porque usted me escribió una carta. ¿Qué
tiene para decirme? ¿Podría permitir que mis padres descansen en paz?
— ¿Usted es el
hijo de Antonio Noruega? ¿Segundito? —abría los ojos como un búho.
Y ahí comprobó
que ese viejo asmático postrado en esa cama era Florencio, ni más ni menos que
el remitente de la carta. Ahora estaba excitado y levantaba los brazos como si
quisiera rasguñar la superficie del techo. Sus torpes movimientos estaban
causando la caída del suero hasta que finalmente se desprendió y cayó a un lado
del colchón. Su respiración se entrecortaba. El marcapasos emitía una señal de
alerta, era un chillido que sonaba ininterrumpidamente cual chicharra fuera de control.
Florencio lagrimeaba, sus piernas temblaban sin cesar. En esos momentos tensos
sorprendía una enfermera, había ingresado a las apuradas y eso provocó que
Segundo se desplazara unos metros atrás, entre el televisor y las patas
delanteras de la cama.
— ¿Quién es?
—le indagaba ella al paciente, reclamando asistencia con el dispositivo que
Florencio no quería soltar.
—Segundo, Se…
Seg… Segundo —balbuceaba el viejo con esa tos asmática de nunca acabar.
Florencio
había comenzado a sacudir su cuerpo de un lado a otro, como si Satán se hubiera
alojado en su alma, justo en el momento en que otras dos enfermeras se
adentraban en la habitación para iniciar labores de prevención. Segundo se
había corrido hacia el ventanal, bien próximo a la cortina. Desde ese lugar
podían vislumbrarse algunas luces callejeras. Estaba confundido. El marcapasos
parecía estallar y Florencio seguía nombrándolo sin parar:
—Segundo, Seg…
¡Segu!
—Retírese, por
favor —intentaba echarlo de la habitación una de las enfermeras.
Y él apenas
podía respirar, quietito como una pinturita. La tensión había invadido su
metabolismo, pero comenzó a desalojar la habitación, temiendo una posible
intervención del personal de seguridad. Cuando manoteó la manija de la puerta
se detuvo, Florencio estaba esforzando la voz y vociferaba:
—Segundo,
Francisco Rei… Fa… ¡Francisco Reina!
Una de las
enfermeras presionaba su retiro, lo empujaba desde la cintura porque Segundo
había olvidado cómo caminar. ¿Francisco Reina?, se cuestionaba mientras apoyaba
los omóplatos en la pared del pasillo. La tos asmática que oía de lejos parecía
descuartizarlo. La situación era caótica. No le quedaba otra opción más que
volver a su departamento. Demasiada tensión para un día tan intrincado.