Hogar de Carolina, a la aguja del reloj a cuerdas
le restaba completar cuatro vueltas para que su cucú asomara el hocico en
catorce ocasiones. El mismo día en que Segundo había tomado conocimiento de la
defunción de Florencio, su abuela cebaba unos mates en el interior de su
quincho, sentada en una silla reposera que solía trasladar al parque cada vez
que el clima se lo permitía. Llovía a cántaros y el cielo estaba grisáceo, más
que las dos de la tarde parecían las siete de un crepúsculo sombrío y voraz.
Hortensia, su amiga de toda la vida, estaba sentada a su lado: agarraba por el
asa el mate de madera que le habían cedido con el pulso arrebatado. Ni tiempo
para entrar en la casa les había quedado, cautivas del temporal y unos
relámpagos furiosos que impulsaban los ladridos de un perro vecino. A pesar del
mal tiempo estaban cómodas, haciendo lo mejor que podían hacer: viendo pasar la
vida en compañía, con mates dulces y unos bizcochitos de grasa que estaban servidos
en un plato sopero. Hortensia había superado los ochenta abriles, tenía ochenta
años, claro. Era viuda desde hacía quince. Los años no le pesaban porque era
una dama ligeramente extrovertida, con un espíritu jovial. Era muy coqueta y un
poquito atrevida.
Ya llevaban poco más de una hora dentro de ese
quincho, contemplando las gotas escurridizas que caían desde las canaletas y se
deslizaban por tres enormes ventanales hasta ser empujadas al pasto por la
fuerza de las ventoleras. Cinco revistas chismosas abarcaban la tabla plástica
de la mesa donde también Carolina apoyaba el termo cada vez que terminaba de
cebar. El plato sopero y los bizcochitos estaban ubicados en el centro de la
mesa, aún sobrevivían unos cuantos a pesar de que habían comido en demasía.
Vestían blusas del mismo color, negras, pero Hortensia arropaba sus piernas con
un pantalón de seda grisáceo, a diferencia de Carolina que aún no se había
quitado el camisón que vestía desde la mañana.
Un trueno irrumpía en la charla, justo cuando
Hortensia tomaba una revista y la hojeaba, la que tenía a Mirtha Legrand en su
tapa. El estruendo había sido tan notable que se voltearon en simultáneo para
mirar el ventanal, estaba vibrando, esos vidrios rogaban piedad a la fuerza
omnipotente de los malos tiempos.
—Por Dios, ¡qué trueno! —comentaba Hortensia,
acomodándose el flequillo rebelde que caía desde su frente.
—Aún me pregunto cómo haremos para adentrarnos en
la casa. Llueve tanto que temo resbalar.
Pero Hortensia la ignoraba, hojeando las páginas
de esa revista farandulera que el trueno portentoso poco postergaba. Los
ladridos del perro habían cesado, posiblemente escondido en algún recoveco de
la casa vecina, con las orejas atolondradas.
—Mirtha está más bella que nunca —opinaba
Hortensia, ojeando una fotografía de la diva argentina.
— ¿Mirtha?
—Sí… ¡La chiqui Legrand!
—Ah, sí… ¿Lo decís por la revista? ¡Monísima!
Se decía que Mirtha Legrand traía suerte y vaya
que la irradiaba porque en esos momentos la lluvia cesaba, cediendo una tregua
suficiente como para que pudieran refugiarse en el interior del hogar. Sólo
Carolina lo estaba advirtiendo porque Hortensia seguía dándole la espalda a esos
ventanales, sin quitarle los ojos de encima a la diva con su tapado rosado impreso
en la tercera página de la revista.
—Siempre que llovió, paró —fraseaba Carolina de
buen ánimo—, corramos hasta la casa antes de que el mal tiempo nos detenga —y
se paró.
Hortensia la oyó y dejó caer la revista sobre la
mesa. De inmediato tomó el plato sopero con los bizcochitos dentro mientras
Carolina hacía lo mismo pero con el termo, tomándolo por el asa con su mano
derecha. Estaban desalojando el quincho, encaminadas por la única veredita que
conducía a la casa. Iban a la par. El pasto estaba cortito pero muy mojado y
resbaladizo. Las ventoleras habían volteado dos macetas que antes estaban
apoyadas contra la pared del tapial. En buen momento llegaban a la puerta de la
cocina, resguardadas por un tejado con terminación en una canaleta sobrepasada
de tanta agua de lluvia que caía desde el techado.
Entraron por la puerta de la cocina. Antes de
dirigirse al living, se secaron los calzados con una toalla destartalada que
Carolina solía usar como trapo de piso. Después se adentraron en el living y
tomaron asiento en el sofá, una en cada extremo, agitadas como si hubieran
caminado durante horas. Carolina había apoyado el termo sobre la mesita ratona,
el plato sopero también estaba ahí, lo había dejado Hortensia poco antes de que
lo hiciera ella, pero habían olvidado el mate y Carolina lo hacía recordar:
—Olvidamos el mate.
— ¿Querés que vaya?
Un potente relámpago, que luego era sucedido por
un trueno ruidoso, se hacía escuchar, retumbando en todos los rincones de la
casa. Podía verse la lluvia por la cortina a medio cerrar del ventanal que comunicaba
con el patio.
—Será mejor que posterguemos el mate y tomemos
unos tecitos —decía Carolina con una mueca en la comisura de los labios.
Hortensia se había cruzado de brazos, percibiendo
por el ventanal la bravura de la lluvia que nuevamente desataba su furia. Y
desde ahí la vio pararse en dirección a la cocina, rengueando como si su pierna
derecha estuviera acalambrada. Las turbinas de un avión, que en ese momento
alojaba sus alas metálicas entre los densos nubarrones que circulaban por
encima de la casa, intentaban vencer las cada vez más hostiles voces del clima.
— ¿Cómo está Segundito? —chilló Hortensia sin
despegar la cadera del sofá.
—No te escucho. Repetilo, por favor.
—Prepará el tecito que después te pregunto.
Carolina no había oído nada: la lluvia y el avión
potenciaban su sordera. Se había puesto a calentar una pava que ya tenía agua
en su interior, y bajaba dos tazas de una alacena para apoyarlas en la mesada,
la misma que aún alojaba la radio portátil desde donde había escuchado el
cuento de los escorpiones. Después sacó de un frasco dos saquitos de té y los
dejó caer en el interior de las tazas, tazas que luego apoyó en un par de
platitos para llevarlas a una bandeja donde también terminó depositando una
azucarera. La bandeja era de madera y su fondo presentaba un dibujo: tres
patitos blancos paseando por un lago, entre juncos y totoras. La pava alertaba
la ebullición del agua, estaba silbando, entonces apagó la hornalla y vertió el
agua en las tazas, empapando de vapor un frasco que adornaba la mesada.
—Aquí traigo los tecitos —reaparecía en el living
con la bandeja en mano.
Hortensia corría de lugar el control remoto,
estaba apoyado sobre la mesita ratona, cediéndole espacio como para que pudiese
ubicar la bandeja.
—Te preguntaba por Segundito: ¿cómo está?
Carolina ya había apoyado la bandeja y hasta había
tomado asiento en el sofá, en el mismo lugar donde minutos antes había estado
sentada.
—Mientras preparaba el té pensaba en su ausencia.
Anoche lo llamé en tres ocasiones y no respondió. Y eso que anoche vino a casa
a cenar unos ñoquis. Tenía el celular desconectado.
Bebían unos sorbos de té pero Hortensia fruncía el
entrecejo, reflexionando:
— ¿Qué hace un muchacho cuando desconecta su
teléfono?
—No sé. ¿Qué hace?
—Pues pasa la noche con una muchacha —se reía la
desgraciada—. Es un joven muy guapo y además, apuesto.
Su comentario provocó que Carolina la mirase de
reojo, con la uña del dedo pulgar metido en la boca, y no la partía, solamente
la presionaba con los dientes:
—Qué graciosa que sos.
— ¿Encima sos celosa, sos una abuela celosa?
—Callate, querés.
— ¿Y su trabajo, cómo anda en el trabajo?
—Está muy desilusionado, pobrecito. Su jefe lo
tiene harto —apoyaba la taza a medio tomar en la bandeja de la mesita.
—Debería buscarse otro empleo. Es tan apuesto…
—Es muy inteligente pero los tiempos han cambiado
demasiado, ahora las leyes laborales son meros adornos. Ya nadie respeta a
nadie.
E inmediatamente Carolina comenzó a frotarse el
pecho, como si quisiera tantearse los latidos. Por momentos cerraba los ojos y
gesticulaba dolor, pero Hortensia no lo notaba, en esos instantes estirándose
hacia la mesita ratona para poder escarbar en los bizcochitos.
—Caro: ¿recordás que mañana es la fiesta de mi
nieta? Te comprometiste a prestarme la blusa color beige, ¿lo habías olvidado?
—Pero claro, mujer, estarás preciosa. Ahora mismo
iré por esa blusa.
Carolina se estaba parando, abandonando los dolores
en el sofá. Suspirando, caminaba lentamente hasta llegar a la escalera que llevaba
a una habitación de servicio. Si mal no lo recordaba la blusa estaba dentro de
uno de los armarios, pero al superar el decimo escalón, de una escalera que
tenía al menos treinta, sintió en el pecho un latigazo que la sacudía a la
baranda. Detuvo su andar. Recobró fuerza muscular y continuó subiendo como si
cada escalón fuera un paso batallado. Estaba exhausta. La cama de la habitación
tenía un acolchado azulado y una almohada con una funda celeste. Otro latigazo
en el pecho la empujaba a la cama, y luego otro la terminó tirando en el
colchón. Su cuerpo estaba tendido en la parte trasera de la cama, indefenso, tembloroso,
helándole un corazón añoso que ahora latía con menor intensidad. Suspiraba,
pobre Carolina, con cara de pánico. Como pudo, giró el cuello y miró un
portarretrato, aquel que portaba una fotografía de su marido sobre la mesita de
luz. Los dedos arrugados de sus manos recorrían sus pechos mientras Hortensia
le hablaba, casi a los gritos, desde la planta baja:
—Paso al baño, querida.
Ella había oído pero no respondía, no podía,
sentía una impotencia brutal. Le dolía el pecho y apenas lograba soltar algunas
palabras que terminaron quedando aisladas en el interior de la habitación:
—Armandoooo. Anto… ¡Quiero vivir!
Un haz de luz penetraba los orificios de la
cortina, quizá proveniente de un poste de luz callejero que acababa de ser
encendido. Iluminaba su cuerpo débil, echado en el colchón por encima del
acolchado, en esas circunstancias todo arrugado. Consternada, agrandó los ojos,
forzando las cuerdas vocales para exclamar:
— ¡Hortensia! ¿Estás ahí?
Su pregunta rozaba la desesperación. Seguía
tanteándose los latidos pero curiosamente ya no sentía molestias en el pecho.
El silencio era total, hasta se oía el tic tac del reloj a cuerdas. Pisó con
firmeza el alfombrado y comenzó a descender por la escalera, quería informarlo
todo pero su amiga ya no estaba. Y ahí recordó que le había informado que
pasaría al baño y hacia el baño fue, caminando con liviandad como si ningún
dolor la hubiera aquejado. Tampoco estaba en el baño, ni rastros de su paso
había dejado.
— ¿Dónde estás? —preguntaba con angustia a la
nada.
Caminó hacia su habitación y tampoco estaba.
Después se dirigió a la cocina. Nadie. Su amiga había desaparecido.
Misteriosamente se hallaba sola en casa pero no podía quedarse ahí de brazos
cruzados: Hortensia podía estar en la vereda y hacia la calle fue. Ya no
llovía. Una voz interior le señalaba que Hortensia se había retirado de su casa.
Ella residía a tan sólo siete cuadras. Entonces dio un portazo y comenzó a
recorrer las veredas, notando que las casas linderas parecían deshabitadas.
Estaban a oscuras. Todo le resultaba extraño pero más extraña había sido su pronta
desaparición, sumado a ese celular que Segundo desatendía. Caminaba buscando
respuestas, respuestas que justificaran también el inesperado latigazo que
había sufrido en el pecho. Su corazón latía sin interrupciones ni sobresaltos.
Al doblar por la esquina hacia la calle Juncal, vio a un muchacho que se
aproximaba trotando. Vestía ropa deportiva. Blanca. Sus piernas atléticas corrían
hacia ella y ella lo advertía, echándose a un lado, contra la pared. Rozaba una
casa con el hombro derecho pero el muchacho parecía ignorarla a pesar de que apuntaba
los ojos en su dirección. Le llamaba la atención que no desviara el trayecto del
recorrido. A pocos metros de distancia, tal vez cinco, comenzó a rogarle
precaución, elevando las manos más allá de su cabeza:
— ¡Cuidado nene, que no estás solo y la vereda es
pública!
Pero el muchacho seguía trotando, como si ni
siquiera la hubiera oído. En cuestión de segundos, Carolina logró hacerse a un
lado, apoyando la espalda contra la pared, y por ahí pasó el muchacho, tan
cerca de su cuerpo que con el hombro izquierdo le había rozado el cabello.
Estaba enojada, molesta, y se lo hacía saber:
— ¡Qué poco caballero, maleducado! ¿Le harías eso
a tu abuela?
Después se calló, aunque por dentro seguía
rezongando: casi la había atropellado. El muchacho seguía trotando y se perdía
de vista al doblar por la esquina. Tenía la remera sudada, todos los omóplatos
marcados. Ella lo despedía con las pupilas, reflexionando malhumoradamente la
pérdida de valores que incorporaban las nuevas generaciones, y cuando consideró
que había descargado toda su bronca en soledad, continuó la marcha sin perder
de vista todas las inmediaciones porque si acaso otro infortunio similar tenía
lugar.
La vida estaba cediendo protagonismo a una soledad
que acosaba con consistencia los andares de una anciana que se resistía a morir
en vida. Su cuerpo tan sólo deseaba ser consolado dentro de un salón que, sin
saberlo, estaba siendo sometido a la visita de quince personas entristecidas.
Todos lamentaban una gran pérdida a los santos del cielo. Estaba muerta y no lo
sabía, su alma quería resucitar en un salón mortuorio.