Habían transcurrido
veinte minutos desde las seis de la tarde. Martina, la psicóloga, se tomaba un
descanso, compartiendo el té con su amiga Laura en un bar del barrio Recoleta.
Cuatro sillas, de las quince mesas que ofrecía el bar, estaban ocupadas.
Martina solía refugiarse en los interiores de aquel bar para aniquilar las
rutinas diarias que su psicoanálisis le exigía. Dicho estilo de vida atentaba
contra su bienestar, la esclavizaba. Aún le costaba horrores desempañarse como
psicóloga pero, por sobre todas las cosas, le fascinaba refugiarse en ese bar
por las mantecosas medialunas que, por la madrugada, una camioneta transportaba
desde Vicente López, límite con la urbe que delimitaba la autopista. Escogía
siempre la misma mesa, en el mismo lugar, frente a un gran ventanal con vista a
un puesto de venta de diarios y revistas, como si pudiera hojear los chimentos
faranduleros y empaparse de noticias que negaba leer en los periódicos del bar,
tocados por manos desconocidas. Era esa su manía, o quizá, su capricho más
frecuente y evidente.
— ¿A qué hora
terminabas de laburar? —Le preguntaba Laura, dando diente con diente porque
estaba devorando la última medialuna.
—A las
diecinueve tengo una sesión con un tal Segundo —bostezó—, por lo que en dos horas
soy libre de nuevo —y volvió a bostezar.
Martina era
extrovertida y muy ingeniosa, sentía una gran pasión por la psicología a pesar
de su eterno sentimiento de esclavitud, quizá porque se veía sometida a
arreglar demasiadas cabezas con varias tuercas sueltas. Las malas rachas
existen hasta en los mejores empleos, reflexionaba siempre y proseguía. Ya
soñaba con casarse y encargar, al menos, dos cigüeñas parisinas. Tenía un
carácter bien definido y era segura de sí misma pero desconfiaba en demasía de
los hombres aunque nunca lo manifestaba. Su heroína: la Madre Teresa de
Calcuta, de quien poseía una decena de libros que narraban su biografía.
Esa tarde
estaba extenuada, no había podido conciliar el sueño durante la noche previa,
de todos modos sentía la dicha de poder compartir ese nuevo reencuentro con su
amiga Laura. No se juntaban desde su última menstruación, es decir, llevaban
tres semanas sin verse a la cara.
—Hoy tuve un
día muy agitado —le comentaba Martina, mojando los labios en el dulce té—, y ya
no veo la hora de llegar a casa para descansar un buen rato en el sofá.
—Ay, sí,
también yo necesito un buen descanso, las discusiones con mi novio me tienen
algo cansada.
Martina agrandaba
los ojos y estiraba los brazos, echándolos hacia atrás mientras sacaba su pecho
hacia adelante:
— ¿Otra vez,
qué pasó ahora?
—Lo mismo de
siempre: es desordenado, jamás limpia las toallas, no lava los platos ni
tampoco se toma el tiempo de preparar la cama. Ya no sé qué hacer para que tome
consciencia de que las cosas así no caminan, ¡no marchan! —terminó chillando cual
histérica sin consuelo.
El rostro de
Laura delataba cierta resignación y su estado de ánimo decaía. Eso llevó a que
Martina le sujetara las manos, en ese momento echadas sobre la mesa, a un lado
de un jarrón de cristal a medio cubrir con agua.
— ¡Es la vida,
Laurita!, pero no te preocupes porque querer cambiar a un hombre es como querer
cambiar los hábitos de un robot con los chips averiados. Además, todas las
parejas tienen sus encontronazos. El lado positivo de este cortocircuito
sentimental es que ambos puedan conocer y respetar sus diferencias —la animaba
con solemnidad y sin soltarle las manos, confundiendo quizá la confortable
silla con el tedioso diván.
Martina era
una soltera empedernida a pesar de sus imponentes ojos verdes cual piedritas de
esmeralda; tenía un cuerpo bondadoso y una compasión poco habitual en esa era
que era la era de los individualismos. Con sus 27 años recién cumplidos, había
terminado con un noviazgo ingrato que, a los empujones limpios, apenas había
sobrepasado el par de años: el primero de eterna pasión, el segundo convertido
en otra era, la del hielo, tan decepcionante como ningún otro ciclo de su corta
y aún inexperta vida de señorita. Ocultaba incontenibles deseos de hallar al
gran amor de su vida pero se contradecía al afirmar que el amor no se buscaba
sino que se presentaba.
Por el
ventanal del bar café podía verse a un niño indigente, le vendía rosas a los
conductores que detenían los vehículos ante la autoridad rojiza de un semáforo,
aquel que comandaba el tránsito de la intersección de las calles Ayacucho y
Juncal. Su cabello negro parecía un plumero, el chiquilín estaba muy
desfachatado.
—Laura,
observá a ese niño, por favor —lo señalaba con disgusto—. ¡Qué pena, tan joven!
Debería estar con su familia, o quizá jugando con sus amiguitos en lugar de
andar rogando unas dádivas a los conductores de esos vehículos.
Ambas lo
observaban y se apenaban, atendiendo los movimientos de ese pibe que la calle
parecía haber parido: vestía ropa arrugada, muy sucia y algo tajada a la altura
de las rodillas. Tenía una apariencia de abandono tal que ni los perros callejeros
poseían.
—Estoy
totalmente de acuerdo —asentía Laura con la cabeza—. ¿Te imaginás con esa edad
vendiendo rosas en las calles?
El pibe vendía
penas entre los tantos coches que paraban y luego continuaban su marcha,
acercándose a las ventanillas cerradas, porque en aquellos tiempos nadie
circulaba con las ventanillas bajas. En ese momento acortaba distancia con la
ventanilla polarizada de un coche de alta gama, un vehículo de industria
alemana que daba la apariencia de un recién sacado de fábrica. El pibe miraba
su propia imagen reflejada por la ventanilla como si se observara en un espejo,
y le sonreía, ni siquiera podía vislumbrar la cara del conductor, generaba la
impresión de que disfrutaba mirarse, como si acabara de descubrir la existencia
de un espejo. Ya estaba adaptado a la indiferencia social. El conductor no
bajaba la ventanilla pero él ni siquiera se inmutaba, tan sólo se acomodaba el
mechón de cabello que caía desde su frente y le tapaba las cejas, hasta que
comenzó a caminar hacia otro coche justo cuando el semáforo alternaba de color amarillo
a verde.
—Tanto dinero
y tan poca sensibilidad. ¡Dios mío! —Se lamentaba Laura, desbordada de
indignación.
—Vivimos en un
mundo donde nada importa, solamente lo que uno tiene y quiere.
Entre penas y
lamentos, los minutos se fueron sucediendo, marcados por las agujas de acero
que recorrían el segundero de un antiguo reloj circular fijado en la pared del
bar. El reloj estaba escoltado por un par de cuadros que mantenían viva la
leyenda de Astor Piazzola. Paradójicamente, siete parlantes repartían bellas
melodías de una bossa nova.
—No puedo
creer que en cinco minutos tenga que regresar a mi consultorio —recordaba
Martina con un desánimo total.
Colgaba su
cartera en el hombro derecho mientras traspasaban la puerta que les permitía
retornar a la vereda.
—El tiempo es
una golondrina: ¡vuela! —Fraseaba Laura.
— ¡Ja, ja! La
que tiene que volar soy yo, pero a mi consultorio y después a un gimnasio.
— ¿A un
gimnasio?
—No te olvides
que el verano se acerca y la exigencia de los muchachos se acrecienta.
Con dos besos
secos en las mejillas, se despidieron en la puerta del bar. Recorrían veredas
diferentes. Según el reloj de pulsera enroscado en la muñeca izquierda de
Martina, restaban dos minutos para las siete, y aún podía verse al pibe
callejero vendiendo penas con el afán de conquistar algunas penas ajenas. De
hecho, parecía el principito, el personaje del cuento, pero de un cuento mísero
y cargado de fastidio. Así fue como, dominada por la generosidad, cruzó la
calle para colaborar con sus finanzas, pero un muchacho se adelantó y terminó comprando
las últimas tres rosas rojas que el pibe sujetaba con sus dedos, finitos como
lápices escolares. El niño callejero, en aparente estado de gracia, lo
acompañaba hacia el cordón de la vereda paralela. Los motores entraban en
acción. Con el rostro oculto entre los coches que transitaban la calle
Ayacucho, y camuflado por longevos rayos solares de una tarde que intentaba
ceder su paso a la noche, el bondadoso muchacho de traje gris se iba perdiendo
de vista entre los peatones que iban y venían, apresurados. El pibe descansaba
los músculos tensos frente a un semáforo decorado en papel por la imagen de un
perro extraviado y un número telefónico que se desvivía por establecer
contacto. No aclaraba la recompensa. Martina seguía parada en el cordón de la
vereda de enfrente. Habilitada por el semáforo, comenzó a circular por la senda
peatonal presintiendo que, de alguna manera, necesitaba desahogarse:
— ¿Cuál es tu
nombre? —Le preguntó al llegar mientras el pibe recontaba el dinero recaudado.
—Ernesto
Ugarte.
—Veo que has
vendido todas las rosas. ¿Te ha ido bien, cierto?
—Sí, ¡vendí má
de cinco!
El niño
incrustaba la mirada en los billetes, cabizbajo intentaba representarlos con
los dedos, los tenía llenos de tierra y las extremidades de las uñas estaban
ennegrecidas.
—Pero qué
bien, Ernesto. Y decime: ¿te gustaría comer un sándwich?
—Me
encantaría, pero lo quiero de jamón, queso y tomatito —le dijo contento, elevando
los brazos con alevosía.
Era más que
evidente que el niño solía acudir a esa respuesta cada vez que la generosidad
reinaba en aquellos que sentían piedad al verlo trabajar.
—Bien…
entonces seguime que ahora mismo iremos por unos alimentos.
Se tomaron de
las manos —la izquierda, ella; la derecha, él— y caminaron hacia el kiosco de
la esquina, ubicado a cinco metros del semáforo, y otros diez del edificio donde
estaba domiciliado el consultorio de Martina. Ella caminaba y le ojeaba un tajo
del pantalón que sobresalía a la altura de la rodilla derecha. Olía mal y su
aspecto era lastimoso. Se adentraron en el kiosco. El pibe fijaba la mirada en
el escaparate de un refrigerador. Estaba repleto de comida, en aparente buen
estado de conservación. Cada tanto afilaba la uña limpia de su dedo pulgar
porque era la única que estaba libre de tierra. En realidad era la uña que
siempre llevaba a la boca cada vez que sentía ardor en el estómago. Martina
extraía de la cartera un billete por el valor de veinte pesos, con ese billete
en mano señalaba el mismo sándwich que Ernesto contemplaba con una ansiedad
espeluznante. Pagó y recibió quince pesos de vuelto, entregando el sándwich que
el pibe ya comenzaba a pellizcar, muerto de hambre y babado: tenía baba en la
comisura de los labios. Después regresaron a la vereda y se pararon enfrente de
un enorme ventanal que pertenecía a una inmobiliaria. Una ventisca removía los
cabellos de Martina, reluciéndola más bella de lo que ya era.
—Decime
Ernesto: ¿dónde están tus papis?
—Papá tá en la
cárcel y mamá trabaja toda la noche. Ahora duerme.
— ¿De qué
trabaja?
—No sé
—cabeceaba cual caballito arisco.
— ¿Cómo que no
sabés?
—Nunca lo
quiso decir —le respondió con una feta de jamón entre los dientes.
—Está bien.
Espero que disfrutes de tu alimento. Ha sido un placer conocerte, ¡Ernestito!
Peinaba con la
mano el cabello desprolijo del pibe y sus ojitos de niño cansado no decían otra
cosa más que gracias. Ella sonreía, se sentía realizada, y con esa sonrisa se
fue alejando, conectando en su memoria la bondadosa obra que había encausado
con la sesión de psicoanálisis que pronto tenía que afrontar.