sábado, 13 de octubre de 2012

Entrega nro. 3


Habían transcurrido veinte minutos desde las seis de la tarde. Martina, la psicóloga, se tomaba un descanso, compartiendo el té con su amiga Laura en un bar del barrio Recoleta. Cuatro sillas, de las quince mesas que ofrecía el bar, estaban ocupadas. Martina solía refugiarse en los interiores de aquel bar para aniquilar las rutinas diarias que su psicoanálisis le exigía. Dicho estilo de vida atentaba contra su bienestar, la esclavizaba. Aún le costaba horrores desempañarse como psicóloga pero, por sobre todas las cosas, le fascinaba refugiarse en ese bar por las mantecosas medialunas que, por la madrugada, una camioneta transportaba desde Vicente López, límite con la urbe que delimitaba la autopista. Escogía siempre la misma mesa, en el mismo lugar, frente a un gran ventanal con vista a un puesto de venta de diarios y revistas, como si pudiera hojear los chimentos faranduleros y empaparse de noticias que negaba leer en los periódicos del bar, tocados por manos desconocidas. Era esa su manía, o quizá, su capricho más frecuente y evidente.
— ¿A qué hora terminabas de laburar? —Le preguntaba Laura, dando diente con diente porque estaba devorando la última medialuna.
—A las diecinueve tengo una sesión con un tal Segundo —bostezó—, por lo que en dos horas soy libre de nuevo —y volvió a bostezar.
Martina era extrovertida y muy ingeniosa, sentía una gran pasión por la psicología a pesar de su eterno sentimiento de esclavitud, quizá porque se veía sometida a arreglar demasiadas cabezas con varias tuercas sueltas. Las malas rachas existen hasta en los mejores empleos, reflexionaba siempre y proseguía. Ya soñaba con casarse y encargar, al menos, dos cigüeñas parisinas. Tenía un carácter bien definido y era segura de sí misma pero desconfiaba en demasía de los hombres aunque nunca lo manifestaba. Su heroína: la Madre Teresa de Calcuta, de quien poseía una decena de libros que narraban su biografía.
Esa tarde estaba extenuada, no había podido conciliar el sueño durante la noche previa, de todos modos sentía la dicha de poder compartir ese nuevo reencuentro con su amiga Laura. No se juntaban desde su última menstruación, es decir, llevaban tres semanas sin verse a la cara.
—Hoy tuve un día muy agitado —le comentaba Martina, mojando los labios en el dulce té—, y ya no veo la hora de llegar a casa para descansar un buen rato en el sofá.
—Ay, sí, también yo necesito un buen descanso, las discusiones con mi novio me tienen algo cansada.
Martina agrandaba los ojos y estiraba los brazos, echándolos hacia atrás mientras sacaba su pecho hacia adelante:
— ¿Otra vez, qué pasó ahora?
—Lo mismo de siempre: es desordenado, jamás limpia las toallas, no lava los platos ni tampoco se toma el tiempo de preparar la cama. Ya no sé qué hacer para que tome consciencia de que las cosas así no caminan, ¡no marchan! —terminó chillando cual histérica sin consuelo.
El rostro de Laura delataba cierta resignación y su estado de ánimo decaía. Eso llevó a que Martina le sujetara las manos, en ese momento echadas sobre la mesa, a un lado de un jarrón de cristal a medio cubrir con agua.
— ¡Es la vida, Laurita!, pero no te preocupes porque querer cambiar a un hombre es como querer cambiar los hábitos de un robot con los chips averiados. Además, todas las parejas tienen sus encontronazos. El lado positivo de este cortocircuito sentimental es que ambos puedan conocer y respetar sus diferencias —la animaba con solemnidad y sin soltarle las manos, confundiendo quizá la confortable silla con el tedioso diván.
Martina era una soltera empedernida a pesar de sus imponentes ojos verdes cual piedritas de esmeralda; tenía un cuerpo bondadoso y una compasión poco habitual en esa era que era la era de los individualismos. Con sus 27 años recién cumplidos, había terminado con un noviazgo ingrato que, a los empujones limpios, apenas había sobrepasado el par de años: el primero de eterna pasión, el segundo convertido en otra era, la del hielo, tan decepcionante como ningún otro ciclo de su corta y aún inexperta vida de señorita. Ocultaba incontenibles deseos de hallar al gran amor de su vida pero se contradecía al afirmar que el amor no se buscaba sino que se presentaba.
Por el ventanal del bar café podía verse a un niño indigente, le vendía rosas a los conductores que detenían los vehículos ante la autoridad rojiza de un semáforo, aquel que comandaba el tránsito de la intersección de las calles Ayacucho y Juncal. Su cabello negro parecía un plumero, el chiquilín estaba muy desfachatado.
—Laura, observá a ese niño, por favor —lo señalaba con disgusto—. ¡Qué pena, tan joven! Debería estar con su familia, o quizá jugando con sus amiguitos en lugar de andar rogando unas dádivas a los conductores de esos vehículos.
Ambas lo observaban y se apenaban, atendiendo los movimientos de ese pibe que la calle parecía haber parido: vestía ropa arrugada, muy sucia y algo tajada a la altura de las rodillas. Tenía una apariencia de abandono tal que ni los perros callejeros poseían.
—Estoy totalmente de acuerdo —asentía Laura con la cabeza—. ¿Te imaginás con esa edad vendiendo rosas en las calles?
El pibe vendía penas entre los tantos coches que paraban y luego continuaban su marcha, acercándose a las ventanillas cerradas, porque en aquellos tiempos nadie circulaba con las ventanillas bajas. En ese momento acortaba distancia con la ventanilla polarizada de un coche de alta gama, un vehículo de industria alemana que daba la apariencia de un recién sacado de fábrica. El pibe miraba su propia imagen reflejada por la ventanilla como si se observara en un espejo, y le sonreía, ni siquiera podía vislumbrar la cara del conductor, generaba la impresión de que disfrutaba mirarse, como si acabara de descubrir la existencia de un espejo. Ya estaba adaptado a la indiferencia social. El conductor no bajaba la ventanilla pero él ni siquiera se inmutaba, tan sólo se acomodaba el mechón de cabello que caía desde su frente y le tapaba las cejas, hasta que comenzó a caminar hacia otro coche justo cuando el semáforo alternaba de color amarillo a verde.
—Tanto dinero y tan poca sensibilidad. ¡Dios mío! —Se lamentaba Laura, desbordada de indignación.
—Vivimos en un mundo donde nada importa, solamente lo que uno tiene y quiere.
Entre penas y lamentos, los minutos se fueron sucediendo, marcados por las agujas de acero que recorrían el segundero de un antiguo reloj circular fijado en la pared del bar. El reloj estaba escoltado por un par de cuadros que mantenían viva la leyenda de Astor Piazzola. Paradójicamente, siete parlantes repartían bellas melodías de una bossa nova.
—No puedo creer que en cinco minutos tenga que regresar a mi consultorio —recordaba Martina con un desánimo total.
Colgaba su cartera en el hombro derecho mientras traspasaban la puerta que les permitía retornar a la vereda.
—El tiempo es una golondrina: ¡vuela! —Fraseaba Laura.
— ¡Ja, ja! La que tiene que volar soy yo, pero a mi consultorio y después a un gimnasio.
— ¿A un gimnasio?
—No te olvides que el verano se acerca y la exigencia de los muchachos se acrecienta.
Con dos besos secos en las mejillas, se despidieron en la puerta del bar. Recorrían veredas diferentes. Según el reloj de pulsera enroscado en la muñeca izquierda de Martina, restaban dos minutos para las siete, y aún podía verse al pibe callejero vendiendo penas con el afán de conquistar algunas penas ajenas. De hecho, parecía el principito, el personaje del cuento, pero de un cuento mísero y cargado de fastidio. Así fue como, dominada por la generosidad, cruzó la calle para colaborar con sus finanzas, pero un muchacho se adelantó y terminó comprando las últimas tres rosas rojas que el pibe sujetaba con sus dedos, finitos como lápices escolares. El niño callejero, en aparente estado de gracia, lo acompañaba hacia el cordón de la vereda paralela. Los motores entraban en acción. Con el rostro oculto entre los coches que transitaban la calle Ayacucho, y camuflado por longevos rayos solares de una tarde que intentaba ceder su paso a la noche, el bondadoso muchacho de traje gris se iba perdiendo de vista entre los peatones que iban y venían, apresurados. El pibe descansaba los músculos tensos frente a un semáforo decorado en papel por la imagen de un perro extraviado y un número telefónico que se desvivía por establecer contacto. No aclaraba la recompensa. Martina seguía parada en el cordón de la vereda de enfrente. Habilitada por el semáforo, comenzó a circular por la senda peatonal presintiendo que, de alguna manera, necesitaba desahogarse:
— ¿Cuál es tu nombre? —Le preguntó al llegar mientras el pibe recontaba el dinero recaudado.
—Ernesto Ugarte.
—Veo que has vendido todas las rosas. ¿Te ha ido bien, cierto?
—Sí, ¡vendí má de cinco!
El niño incrustaba la mirada en los billetes, cabizbajo intentaba representarlos con los dedos, los tenía llenos de tierra y las extremidades de las uñas estaban ennegrecidas.
—Pero qué bien, Ernesto. Y decime: ¿te gustaría comer un sándwich?
—Me encantaría, pero lo quiero de jamón, queso y tomatito —le dijo contento, elevando los brazos con alevosía.
Era más que evidente que el niño solía acudir a esa respuesta cada vez que la generosidad reinaba en aquellos que sentían piedad al verlo trabajar.
—Bien… entonces seguime que ahora mismo iremos por unos alimentos.
Se tomaron de las manos —la izquierda, ella; la derecha, él— y caminaron hacia el kiosco de la esquina, ubicado a cinco metros del semáforo, y otros diez del edificio donde estaba domiciliado el consultorio de Martina. Ella caminaba y le ojeaba un tajo del pantalón que sobresalía a la altura de la rodilla derecha. Olía mal y su aspecto era lastimoso. Se adentraron en el kiosco. El pibe fijaba la mirada en el escaparate de un refrigerador. Estaba repleto de comida, en aparente buen estado de conservación. Cada tanto afilaba la uña limpia de su dedo pulgar porque era la única que estaba libre de tierra. En realidad era la uña que siempre llevaba a la boca cada vez que sentía ardor en el estómago. Martina extraía de la cartera un billete por el valor de veinte pesos, con ese billete en mano señalaba el mismo sándwich que Ernesto contemplaba con una ansiedad espeluznante. Pagó y recibió quince pesos de vuelto, entregando el sándwich que el pibe ya comenzaba a pellizcar, muerto de hambre y babado: tenía baba en la comisura de los labios. Después regresaron a la vereda y se pararon enfrente de un enorme ventanal que pertenecía a una inmobiliaria. Una ventisca removía los cabellos de Martina, reluciéndola más bella de lo que ya era.
—Decime Ernesto: ¿dónde están tus papis?
—Papá tá en la cárcel y mamá trabaja toda la noche. Ahora duerme.
— ¿De qué trabaja?
—No sé —cabeceaba cual caballito arisco.
— ¿Cómo que no sabés?
—Nunca lo quiso decir —le respondió con una feta de jamón entre los dientes.
—Está bien. Espero que disfrutes de tu alimento. Ha sido un placer conocerte, ¡Ernestito!
Peinaba con la mano el cabello desprolijo del pibe y sus ojitos de niño cansado no decían otra cosa más que gracias. Ella sonreía, se sentía realizada, y con esa sonrisa se fue alejando, conectando en su memoria la bondadosa obra que había encausado con la sesión de psicoanálisis que pronto tenía que afrontar.