sábado, 20 de octubre de 2012

Entrega nro. 8


Muchas personas habían compartido la cena familiar, algunos enamorados enternecidos declaraban sus amores bajo la complicidad de la luna nueva, y Segundo, en cambio, ya había jugado el partido de fútbol y lanzaba su saco grisáceo sobre las sábanas de la cama de su dormitorio. Estaba en su departamento. Su equipo había perdido por goleada: 5 a 1, pero los ñoquis de su abuela compensaban la derrota, haciéndose notar en su estómago tras una digestión que se había visto forzado a interrumpir. Tan sólo vestía un bóxer negro que le apretaba todo. Todo el equipo deportivo había sido arrojado a un lado de la cama, había caído en el piso alfombrado. El reloj despertador, apoyado en la mesita de luz, anticipaba la una y cuarto de la madrugada: tenía un adelanto de tres minutos. Su cuerpo emanaba olores desagradables, había transpirado en demasía pero la ducha se oía desde la habitación, torrentes de agua provenientes de un tanque instalado en la terraza del edificio, reclamando a los gritos renovar sus componentes potencialmente requeridos por varios individuos que también deseaban salpicones de agua y relajación, pero antes de quitarse el bóxer, recordó que su mochila contenía un sobre que no había llegado a abrir. Así fue como tomó la mochila, que también estaba echada sobre la cama, y sacó ese sobre que comenzó a acompañar con las sinfonías de una canción provenientes de un departamento vecino que se adentraban por la ventana abierta de la habitación:

Estimado Segundo Noruega:

Este mensaje confidencial requiere de tu absoluta reserva y atención. En buena hora, aconteció el momento para que estas líneas arriben a vos. ¿Te preguntarás quién soy, cuáles son mis pretensiones? Estoy en condiciones de informarte que quise a tu padre como ningún amigo lo hizo en este mundo extraño y fascinante. Mi nombre es Florencio Restrepo. Lo que pasó, te lo cuento:
Temiendo por su vida y la de sus seres queridos, un atardecer, Antonio me citó en el autódromo de la gloriosa Buenos Aires. Tu padre estaba preocupado, devastado. Yo pensaba que había sufrido la pérdida de algún familiar, pero no, lo que tu padre tenía era miedo, mucho temor. Entonces, ese día, me expresó una frase que aún archivo en la memoria como si los motores de la máquina del tiempo hubiesen dejado de funcionar:
“Florencio, hermano mío, necesito que me ayudes. Temo por mi vida, pero por sobre todas las cosas, por la de mi hijo Segundo. Si algo malo llegase a pasarme, quiero que seas el vocero. La muerte acecha pero confío en vos. Los hijos de puta me persiguen, me envidian y las amenazas son una cotidianeidad”.

Esas líneas lo habían pasmado, de espanto, no era para menos, tanto fue así que de inmediato abandonó la lectura, dejando caer la carta sobre las sábanas. Ya no se animaba a leerla. Las cañerías, por donde fluía el agua caliente que desembocaba en su baño, fluían, pero él no las oía, inmerso en la oscuridad de su pasado y una carta que lo desgarraba. Se tocaba las mejillas y temblaba. Estaba al borde de un ataque de nervios. Aún restaban algunas líneas por leer pero ya no quería continuarlas. Se paró y corrió desesperado hacia la ducha como si el agua caliente pudiera borrar de su mente ese mensaje maldito que ya le alteraba los sentidos y atentaba contra su estabilidad emocional.
La ducha recorría su cuerpo afligido. Tenía el bóxer puesto, hasta había olvidado su nombre. En esos instantes de maldita incertidumbre, un cigarrillo mal apagado era expulsado de un cenicero por una ráfaga ventosa soplada desde el balcón, un cigarrillo que había fumado pero que también había olvidado apagar y que ahora rodaba por el piso hasta alcanzar varios periódicos acomodados en una repisa. Una tímida llama comenzaba a avivarse, hambrienta.
Segundo lloraba sin consuelo, los fantasmas del pasado renacían en lo más profundo de su alma. ¿Por qué me hacés esto, por qué?, le reprochaba a Dios, elevando la mirada al techo que lo separaba del quinto piso. Pero el humo con olor a quema mezclaba sus componentes con el vapor de esa ducha en lucha con sus turbios pensamientos, hasta que lo olfateó, alertado por sus fosas nasales. Había tomado conocimiento de que algo olía a papel quemado. Temeroso, abandonó la ducha, pegándose un resbalón en el piso de cerámica que casi lo tumba. Se levantó y comenzó a repartir huellas sobre los pisos alfombrados que conducían al living. Tenía el cuerpo mojado. Al llegar, advirtió que había fuego en la repisa. Reaccionó yendo a la heladera en busca de una gaseosa que no había destapado. Estaba en la cocina. Le temblaban tanto las manos que el envase escapó de sus manos y se cayó, al piso, pero era de plástico y no se rompió. Se agachó, tomó el envase y regresó a la repisa, vertiendo los dos litros de gaseosa cola en ese fuego voraz que crecía y no paraba de agigantarse. Tuvo suerte, estaba frenando su portentoso avance hacia los periódicos y media docena de libros que también albergaba el estante, pero estaba desesperando y le pegó una patada a la repisa. La repisa se cayó. Todo estaba tirado. Había caído un portarretrato, tenía el vidrio partido y retrataba una fotografía de sus padres, aquella donde alguna vez habían besado sus mejillas cuando apenas contaba con dos meses de edad. Terminó de verter toda la gaseosa, logrando apagar las llamas pero potenciando unas nubes humosas ciertamente indeseadas para cualquier departamento de dos ambientes con vecinos quejosos que solían escandalizarse sin justa causa. Le costaba respirar. Se arrimó al ventanal abierto que daba con el balcón. Estaba desorbitado, pobre Segundo, como en una de sus tantas pesadillas, pero experimentaba una realidad. Tanto lo estaba que se metió en la cama y se tapó hasta el mentón, parecía una sardina enlatada, pero recordó que contaba con una carta y la continuó:

¡Tu padre debería estar vivo, créelo! Por tal motivo, necesito que me llames al número telefónico que estampé en el dorso de esta carta reveladora. ¡Necesito verte lo más pronto posible!
“En el nombre de tu padre, Florencio Restrepo”.

Florencio Restrepo, deletreaba en voz alta y cerraba los ojos con lágrimas en los pómulos y toda su piel con olor a quema, pero los reabrió y recordó que había dejado el celular por debajo de la almohada. De inmediato lo tomó y marcó los ochos números que estaban escritos en el reverso de la carta:
—Hospital Alemán, ¿en qué puedo ayudarlo? —Lo saludaba una voz de mujer—. ¿En qué puedo ayudarlo?
Segundo no podía hablar, quería pero no podía. Los músculos de sus piernas solían acalambrarse cuando practicaba algún deporte pero su lengua superaba largamente esos calambres. Estaba muy tensionado. Cortó. Pestañeó y tomó conocimiento de que estaba metido en la cama, completamente mojado, que había vertido dos litros de gaseosa cola en el piso, que el duchador seguía expulsando agua, pero nada le importaba, lo único que quería era beber unos sorbos de whisky y escuchar un poco de música, en lo posible, ruidosa. La computadora estaba encendida, la tenía instalada sobre un mueble de oficina que también alojaba dos parlantes del equipo musical, todos conectados con el ordenador mediante cables y más cables. Salió de la cama y regresó al living. Hizo sonar la banda Megadeth. Dave Mustaine hacía chillar su guitarra con la canción “In My Darkest Hour”. Tenía la botella de whisky al alcance de la mano y no dudó en destaparla. Ya la tenía en sus manos, a punto de beberla. Nada le importaba, ni siquiera que se le quemara la garganta dejando circular ese whisky barato que nunca había bebido porque se lo habían regalado y ni siquiera era de su agrado. Los pensamientos revoloteaban en su cerebro, el alcohol fluía por sus venas y lo empujaba al suelo. Cayó. Se estaba mojando las piernas con esa gaseosa negra pegada en el alfombrado cual plástico derretido, y ahí nomás comenzó a alucinar con la presencia de sus padres: su madre lloraba, echada en el hombro derecho de su padre, quien la abrazaba desde la cintura, unidos por un cinturón de seguridad; pero la canción llegaba a su fin y su alucinación se rompía. Recobraba algo de consciencia, lo suficiente como para pararse e ir en busca del celular que aún seguía tirado en la cama. Se metió entre sábanas, cruzándose a lo largo y ancho del colchón. Tan sólo tenía que marcar esos números malditos que ya había marcado. Sentía la necesidad de hacerlo, necesitaba establecer contacto con ese tal Florencio Restrepo y finalmente llamó:
—Hospital Alemán. Buenas noches —lo saludaba un muchacho con acento cordobés.
—Buenas noches. Quisiera hablar con Florencio Restrepo.
—Aguarde un minuto, por favor. Consultaré la base de datos —comentó gentilmente, cediéndole espacio a una grabación que promocionaba los servicios hospitalarios.
No sucedieron cinco segundos que el empleado ya retomaba la comunicación:
—Florencio Restrepo, veamos… Está internado en la habitación 112. ¿Le comunico?
—No, no —titubeó—, muchas gracias. Tan sólo necesitaba confirmar el número de la habitación.
Sumamente desorientado, puso fin a la comunicación. 112, 112… repetía en su dormitorio como si buscara memorizar la numeración, pero el 12 era el número de su suerte, por lo que no se hizo problema y se paró, totalmente dispuesto a darse la ducha para luego arroparse e ir en busca de ese tal Restrepo. Su presente era un calvario, su futuro un enigma.