Justo en el
momento en que Martina abría los ojos, a las nueve menos veinte de la mañana,
algunas horas después de haber superado su desvelo, una radio portátil difundía
informaciones matutinas en la cocina de Carolina, la abuela de Segundo,
exteriorizando ondas sonoras que hacían vibrar un cucharón de plástico colgado
en la pared, frente a la heladera. El locutor radial pronosticaba un sol
radiante pero aseguraba tránsitos alocados, y la pava silbaba melodías afinadas
en re, o fa, qué importaba. La yerba vertida en el mate temía lavarse, o en el
peor de los casos finalizar combinada con los restos de un pollo descarnado y
tres tomates maduros que Carolina había cenado la noche anterior, desechados en
una bolsa junto a otros residuos.
Carolina
vestía un camisón color crema, le cubría la madura rodilla. Su cabello probaba
un buen descanso y varios movimientos nocturnos en la cama matrimonial donde
Diego Armando, su marido, la había refugiado con sus brazos durante algo más de
tres décadas.
Su casa era simple pero
acogedora: contaba con tres habitaciones, dos baños, un living comedor, la
cocina, un jardín y un quincho donde acontecían gran parte de sus actos
cotidianos. Es que salía poco porque la vejez generaba estragos en sus huesos,
demasiados gastados, y una cadera que nunca quiso operar porque lucía jovial;
su aspecto físico aparentaba una edad menor, sin operaciones estéticas, tan
sólo una vida sin vicios, con sueños conciliados y pocos trabajos forzosos.
Su hogar
estaba decorado con muebles rústicos y muchos espejos, adoraba verse en esos espejos
a pesar de las arrugas que con firmeza se perpetuaban en su cara. Aún conservaba
en impecable estado el dormitorio donde había transcurrido la niñez de su hijo,
Antonio, el padre de Segundo, como si el paso del tiempo fuera un sustantivo
entre tantas líneas de su vida. Segundo solía ocupar la habitación de servicio
cada vez que la melancolía vulneraba sus crepúsculos.
Carolina
ocupaba sus días embelleciendo la flora que pintaba su patio con colores
verdosos, único pulmón de la manzana donde vivía, siendo una privilegiada entre
tanto cemento y concreto apilado. Solía regar las plantas a eso de las nueve de
la mañana, excepto durante el invierno, que lo hacía a partir de los cinco de
la tarde, porque sufría el frío como nadie: era friolenta y hasta dormía con
las medias puestas en pleno verano. Se entretenía tejiendo abrigos para su
nieto que, generalmente, comenzaba en los ocasos del verano para darle marcha
durante el otoño y obsequiarlos con mucho cariño en los albores del invierno.
Para ella, entregarle un abrigo tejido con sus manos significaba lo mismo que
besarle las mejillas durante horas.
Esa mañana,
con un sol radiante tal cual lo había adelantado el locutor radial, tomaba
asiento en un banquito de madera que estaba ubicado en la cocina, blanco como la
nieve en sus momentos de esplendor, entregando sus oídos a unos episodios
radiales que, por cierto, también atraía a otros oyentes, sobre todo a personas
de la tercera edad, como ella, que además apoyaba los codos sobre una mesita
cubierta con harina triguera, una bolsa con papas blancas y media docena de
huevos de gallina que tenía pensado romper a la brevedad para preparar unos
ñoquis a su nieto. A Segundo le fascinaban sus ñoquis, los deleitaba, y ella lo
esperaba por la noche con la promesa de sus ñoquis, pero antes de elaborarlos
tenía ganas de tomarse unos mates, amargos, y oír la historia que el locutor
había prometido y que, en ese momento, comenzaba a relatar:
“Esta es la historia de dos especies
de fauna salvaje que tenían distintos ideales y perseguían objetivos
diferentes: el buitre y el escorpión”.
“Cuenta la leyenda que, cansado de
volar por las alturas, el buitre “Power” inclinó sus alas para visitar los
suelos de una superficie remota. Mientras descendía, advirtió que el escorpión
“Yazara” celebraba un ritual religioso diferente. Miles de escorpiones adeptos
marchaban por las dunas sacrificando esfuerzos a un Dios paradójicamente
identificado con el instrumento que movilizaba al buitre por los aires. Con
mucha cautela, “Power” descansó las alas en la copa de un árbol para, desde
ahí, investigar sus costumbres y riquezas materiales. ¡En el cielo, carecemos
de hiervas y ellos la tienen por doquier!, reflexionaba ambicioso el ave.
“Yazara” advertía la caída de una rama impulsada por “Power” desde las alturas.
Sus construcciones y templos habían sido destruidos. Centenares de sus
semejantes terminaron siendo aniquilados por el peso de la rama.
Desconcertados, los escorpiones comenzaron a buscar protección entre las rocas,
advirtiendo que otros buitres aterrizaban y saqueaban todo. Algunos buitres
intentaban capturar a “Yazara” entre las rocas más pesadas. No lo lograron.
Mientras tanto, “Power” dirigía su orquesta, descansando las alas sobre un
tronco caído, y asegurando su vida ante posibles ataques venenosos del enemigo.
¡No dejen nada, retiran la hierba y llévenla a las alturas!, ordenaba el jefe
espiritual de los poderosos. “Yazara” sentía odio, ira y desmesurados deseos de
aniquilar a quienes estaban destrozando sus recursos. Sin embargo palpitó la
derrota y proyectó, airado, un plan de venganza que reparara, en nombre de su
Dios, el orgullo de sus adeptos. Los buitres saquearon todo en cuestión de
minutos y ascendieron victoriosos a su superficie, pero los escorpiones habían
sufrido la destrucción y ya juraban sacrificar sus vidas con una venganza que,
lentamente, iniciaba su materialización”.
“Meses después, el escorpión
“Yazara” ordenó ejecutar el justiciero proyecto enviando a tres escorpiones
plagados de virus mortales. Ascendieron a la cima de una montaña, se sentaron
en la pluma de un avestruz y esperaron la ráfaga ventosa que los trasladara a
las alturas. La muerte asechó en los aires y miles de buitres inocentes fueron
exterminados por la ira dominante de una especie injustamente prejuzgada y
saqueada”.
“Producto del odio, la ira y la
ambición, la tierra y el aire comenzaron a padecer una nueva guerra de poderes
con el protagonismo de nuevos adeptos tales como las hormigas termitas y los
halcones”.
El locutor
había irrumpido en su relato, con un breve suspiro, y luego con uno largo como
si persiguiera oxigenarse. La pausa habrá durado no más de cinco segundos hasta
proseguir con su relato:
“Esta historia pertenece a una carta
enviada por una oyente. Se llama Paz y dice estar preocupada por el bienestar
de la humanidad”.
Carolina fruncía el entrecejo. El tango “Yira Yira” comenzaba a sonar.
Tenía las neuronas en plena actividad y una vejiga que no paraba de quejarse.
Se estaba orinando pero no lograba pinchar esa burbuja imaginaria que el relato
del locutor había arraigado en sus pensamientos. Seguía imaginando a esos
buitres y escorpiones enardecidos en el cielo de los espantos. Hasta se los
imaginaba cayendo cual piedritas de granizo, destruyendo todo lo existente en
esos suelos rocosos, pero su vejiga estaba hinchada y entonces se paró,
lentamente, corriéndose el camisón que se le había corrido hasta la cintura.
Atravesó la puerta de la cocina y advirtió que había un sobre blanco,
besuqueaba la puerta de entrada a la casa. Alguien lo había empujado por la
hendija de la puerta. Le llamaba tanto la atención que intentaba memorizar
cuándo había sido la última vez que alguien le había enviado una carta. Estaba
al día con las facturas de los servicios por lo que descontaba la posibilidad
de que se tratara de una intimación en aras de su pago. Se acercó al sobre y lo
corrió de lugar con la pantufla del pie izquierdo. Después se agachó, lo tomó y
tomó conocimiento de que el destinatario era su nieto. Estaba su nombre en la
solapa. Lo dejó en una mesita de luz, próxima a la puerta, y luego caminó a
paso rápido hasta la puerta del baño antes de que su vejiga estallara en mil
pedazos. En ese ínterin, el cucú asomaba el hocico por la puertita del reloj a
cuerdas y repetía su canto nueve veces.
La puerta del baño se abría, el cuerpo de Carolina se desplazaba. Aún
vestía el camisón que la arropaba desde la mañana. En esta ocasión tenía atado
el cabello y la piel de la cara más brillosa porque acababa de humectarse con
unas cremas faciales que su amiga Hortensia le había obsequiado. El cucú
asomaba el hocico por la puertita del reloj a cuerdas y repetía su canto ocho
veces, en realidad restaban cinco minutos para las veinte.
— ¿Dormiste una siesta, abuela? —Le preguntaba Segundo, descansado.
Estaba echado en el sofá del living, desde ahí masticaba una medialuna
de grasa, usando la camisa como servilleta.
—Estuve todo el día en casa porque me dolía la cabeza.
Carolina tomó una medialuna y se sentó en el espacio libre que se había
formado entre su nieto y el brazo derecho del sofá. Apoyaba la mano izquierda
en el pecho, gesticulando molestias que Segundo no percibía porque estaba acomodándose
a lo largo del sillón, echando la nuca en su regazo. Ella lo peinaba con los
dedos de la mano derecha, tal cual lo hacía con su gata.
— ¿Te dolía la cabeza? ¿Cómo te sentís ahora?
—Mucho mejor, querido —quitaba la mano de su pecho, recuperando un poco
el buen ánimo—, pero cada tanto debería salir a caminar. Es saludable. Ahora es
tarde y tus ñoquis requieren mi atención.
Media docena de medialunas estaban apiladas por encima de un paquete
abierto color tierra, en la mesita ratona, frente a un televisor, dos armarios
y una biblioteca que estaba cubierta de libros sobre carreras de turismo
competición, más la colección biográfica de su hijo que conservaba como si
fuese una joya.
Segundo
bostezaba sin cesar, realmente estaba extenuado y necesitaba un buen descanso:
—No veo la hora de renunciar a mi trabajo.
—Sería una gran decisión pero, ¿qué harás mientras tanto? ¿No te
conviene buscar otro empleo antes de renunciar?
—Es que no aguanto más. Encima los clasificados del periódico dan
lástima.
—Asegurate un empleo antes de renunciar. Ay, lo había olvidado, alguien
dejó una sobre por la mañana.
— ¿Quién te escribió?
—No, no, querido, te escribieron a vos… pero no tiene remitente. Iré por
ese sobre antes de olvidarlo.
No había terminado de hablar que ya estaba parada. Se dirigía a un
pasillo que conducía a la habitación de servicio, ubicada entre el baño y un
cuartito desamoblado. Segundo observaba su lento andar y se inclinaba, dejando
caer los pies sobre el alfombrado del piso. Se había descalzado los zapatos y
su corbata estaba arrojada, junto al saco, en una de las sillas del comedor. El
café vertido en su taza de porcelana estaba tibio, por lo que tan sólo se
limitó a mojarse los labios y masticar una medialuna a medio comer que había postergado.
Un mensaje de texto sonaba en su celular, era Pedro haciéndole recordar que a
las once jugaban un partido de fútbol, pero ni bien terminaba de leer el
mensaje reaparecía Carolina con un sobre blanco que luego antepuso entre su
cara y la pantalla del celular, parada frente a él:
—Figura tu nombre como destinatario.
En la solapa podía leerse: SEGUNDO NORUEGA, así, con mayúscula, pero
era cierto, no tenía remitente. Él lo tomó y dejó caer su celular entre las
piernas para romperle el extremo superior y extraer su contenido. Le despertaba
curiosidad que alguien hubiera enviado una carta a la casa de su abuela.
Carolina no se sentaba, tenía las manos apoyadas en la cintura como
quien esperaba algo a cambio:
—Antes de abrirlo, ¿me ayudarías a sacar unas bolsas con residuos? Se
hace tarde y el camión recolector debe estar por llegar.
Segundo ya había abierto el extremo del sobre, usando las uñas y la
yema de los dedos, y también se había percatado de que contenía una hoja
blanca, pero era muy servicial para con su abuela y no dudó en abrir su mochila
para guardar el sobre en su interior y ayudarla porque ella ya había desaparecido
por la puerta de la cocina. Tres bolsas con residuos estaban apiladas en un
rincón de la misma, bien cerca de la puerta que comunicaba con el patio. Podía
olerse el aroma de un estofado que escapaba de una cacerola destapada, apoyada
en la hornalla de la cocina. La carta podía esperar; primero estaban los
ñoquis, después el partido, era un hecho que Segundo interrumpiera su digestión.