¡Estoy
llegando!, vociferaba yo, sorteando obstáculos. El espíritu me rozaba los
brazos. Tenía que subir al lomo del caballo. A la distancia vislumbraba los ojos
brillosos de Astor. Me sentía un galgo. El trecho no era muy largo. El mono se había
aislado, o algo lo había apartado. Sofía estaba en lo cierto, lucía muy extraño,
completamente ajeno a lo que nos estaba pasando. De hecho no movía un pelo.
Parecía un soldado negro. Soberbiamente el espíritu superaba mis pasos. Lo perdía
de vista, pero en un parpadeo de ojos inquietos el mono caía desvanecido al
pasto, como si un rayo lo hubiese alcanzado.