Usando
las piernas, corría las hierbas. El águila yacía en su desgraciado lecho del
olvido, chillando clemencia. Su mirada lastimera daba mucha pena. Tenía una
herida abierta en la cabeza. Apenas movía sus alas negras. Yo no pensaba más
que en mi comida. Me arrodillaba para terminar con su vida. No podía. Al igual
que yo hacía lo que podía. Alucinaba que me decía: ¿qué estás haciendo, no ves
que estamos en la misma? Soltaba la piedra. Con los dedos inquietos intentaba
cerrar su herida. Pese al hambre que tenía, quería prolongar su vida. ¿Quién
era yo para condenarlo a ser una presa?