—
¿Estás bien? —preguntaba ella, colgándose de mis hombros como si fuera a perderme
por todo un invierno.
—Creo
que he cambiado.
—
¿Qué hace ese pájaro encima del zángano?
—
¿Johan? Sin querer lo había matado, pero metí la botella en su pico y el espíritu
lo ha rescatado.
—
¿Qué espíritu?
—
¿Tampoco lo has avistado? El mismo que el niño indio ha ahuyentado.
—Creo
que además estás alucinando.
Me
sentía incomprendido. O tal vez ella estaba en lo cierto. Mi desdichado estómago
padecía demasiado apetito como para omitir detalles de semejante suceso. Besuqueando
sus labios secos, la apartaba con mis dedos para invitarla a subir al
lomo de Ringo. En ese campo no había más que pasto para ganado hambriento. Además
ya no podía resistir el roce encantador de sus pechos en mi necesitado cuerpo.