A
paso lento cruzábamos el campo desierto. Me estaba durmiendo. Era mejor
conciliar el sueño que acallar los desgarradores gruñidos de mi estómago ávido
de alimentos. Montábamos a caballo en la misma posición en que habíamos huido
del ritual indio. Es más, el mono iba colgado de mi pierna derecha como una
pulsera de muñeca. Prácticamente ya era como elegir los mismos asientos, pese a
que no comíamos en el lomo de Ringo. Ni los chillidos del águila lograban desvanecer
el bienvenido letargo de mis sentidos suspendidos.