Parecía
mentira, cada vez que lo alcanzaba, el maldito infeliz aligeraba la marcha, dejándome
con las ganas. Ni siquiera jugábamos a la mancha. Me sentía un idiota,
corriendo tras un mono en la vasta pampa, por una botella que en su interior
poseía una cosa tan nefasta como macabra. La vida se reía a carcajadas en mi demacrada
cara. Encima había hormigueros cada metro y medio de distancia. Uno por ahí,
tenía que saltarlo, otro por allá, debía esquivarlo. ¡Cuántas pruebas mundanas!
Extrañamente
el mono reducía la marcha. Me alegraba saber que en buena hora la bendita botella
terminaría en mi palma, pero yo también andaba de forma menos rápida, porque en
el cada vez más refulgente cielo del amanecer que se avecinaba reaparecía
Erchudichu, mi zángano partidario, y detrás de su carcasa una inmensa águila. Todo
parecía indicar que quería cazarlo con sus garras afiladas. En las alturas
también se libraban batallas, y no estábamos en Holanda.