Extrañamente
Sofía estaba en lo cierto. En un árbol copado, de similares características a
un ombú, había por lo menos una decena de cabras, negras como la noche, con
cuernos curvados hacia atrás, paradas sobre las ramas como si fuesen aves. Algunas
estiraban los cogotes como si persiguieran alcanzar los frutos de las ramas superiores.
Jamás en la vida había presenciado semejante disparate. Marruecos seguía
estando en otro continente. Esas cabras temerarias me hacían olvidar que respiraba
aire y que además tenía que alimentarme.