Treinta
minutos, a paso de mula, nos habían bastado para perder de vista el ritual indígena.
Necesitaba higienizarme. Al mono no parecía importarle el olor hediondo de mis axilas.
Se había desvanecido. No tenía ganas de colegir el motivo. Simplemente dormía, entre
el cuello del caballo y mis piernas raquíticas. A mis espaldas estaba el
indiecito. El ronroneo de Astor invadía mis tímpanos. Su ronquido era una
muestra de que, tal vez, estaba satisfecho con la partida. Nuestro zángano había
desaparecido. Él siempre reaparecía. También Sofía, que por detrás de mis
compañeros parecía haberse quedado dormida.