En
esos instantes fuleros, de hondo pavor y desconcierto, reaparecía el niño indio.
No podía verlo. Oía sus ladridos. Estaba molesto. Felizmente el espíritu
maligno se alejaba de mi cuerpo. Sin embargo el mono seguía sentado en mi
pecho. No hacía gestos. Su mirada ausente me hacía presumir que estaba poseído.
Yo ya había perdido el vigor físico. No así las ganas de seguir viviendo. Mis músculos
se habían contraído. Ni siquiera lograba inclinar el cuello.